A los 12 años ya conocía el comunismo por un sacerdote que, escapando de la Unión Soviética, fue a parar a Isola, su barrio natal en Milán. Allí, durante la virulenta campaña electoral de 1948, salió junto a otros ragazzi a pegar afiches a favor de la Democrazia Cristiana. “En el cuarto oscuro Dios te ve, Stalin no”, rezaba el texto, una de las tantas consignas dramáticas y maniqueas que circulaban a tono con la incipiente Guerra Fría.
Aunque todavía estaba en la escuela primaria, sus compañeros eran un par de años más grandes, y ya frecuentaban el liceo. Subido a una escalera, concentrado en su tarea, il ragazzino se vio sorprendido por un grupo de adolescentes comunistas que lo obligaron a bajarse y le pegaron tanto que cuando llegó a su casa, al verlo lastimado, su madre pensó que había tenido un accidente en la bicicleta. Le dio vuelta la cara de un sopapo por desobedecerla: tenía prohibido ir al colegio pedaleando.

“Sí, es verdad, los comunistas me pegaron, pero algunos años después me reivindiqué porque en las elecciones del ‘94 hice que se quedaran en su casa”, dirá Silvio Berlusconi, más de medio siglo más tarde, confiado y con esa sonrisa ganadora que le achinaba los ojos hasta dejarlos como dos guiones. ¿La ocasión? Una entrevista televisiva a la que no había sido invitado a hablar de política, sino de la relación con su mamma, nada menos. Así solía responder y mostrarse en público. Parlando con il sole in tasca. Hablando con el sol en el bolsillo. Porque El Presidente así pensaba que había que dirigirse a la gente. Pero también hablaba como quien conoce un gran secreto, algo lejano e inaccesible para cualquiera de nosotros. Fue un poderoso. El más de Italia. Un magnate dueño de la llave que podía abrir como por arte de magia todo tipo de puertas. Un pionero. Un inventor. Un creador de ilusiones. Es el poder lo que nos fascina. Siempre el poder.

Nadie está exento de contradicciones, ciertamente. Cuando uno observa la reacción que produce en los italianos la sola mención de Il Cavaliere puede detectar más o menos fastidio pero también encontrarse ante el extravío típico de alguien que necesita de muchas variables, palabras, hechos y bibliografía para explicar cabalmente un fenómeno, junto con la certeza de que el tiempo nunca será suficiente. Por un lado, la corrección política indicaría que está mal bancar al gran mogul italiano. Por otro, el magnetismo de ese poder no puede ser abandonado fácilmente. El berlusconismo —el ser berlusconiano— interpela a un país que se alimenta de esa fantasía. De las promesas nostálgicas de esplendor y bonanza, de las figuras principescas de liderazgo mesiánico, del reconocimiento de la grandeza italiana como cuna de la civilización occidental, del hedonismo, de la belleza, de los bacanales, de una cierta sensibilidad artística y humana, del romance y la seducción, pero también de la corrupción y las pasiones bajas. Difícil que esa fascinación no se traduzca en un amor tóxico: idas, vueltas, reproches, reconciliaciones.
Por todo esto no sorprende que en su funeral, donde los más exaltados cantaban “chi non salta è communista”, entre los muchos carteles con mensajes de admiración y afecto popular intercalados en un mar de banderas de Forza Italia y su equipo de fútbol, el Milan, hubiera uno que dijese: “El más italiano de los italianos”. Acaso Berlusconi vive en cada compañere.
Difícil no pensar en la canción de Toto Cotugno titulada “L’ italiano” que habla de una Italia en parte extinta pero icónica, instalada en la memoria colectiva emotiva de varias generaciones: los espagueti al dente, el ristretto, un Fiat 600 venido a menos, la melancolía, las canciones de amor, las suegras imbancables y la constante imitación del American way of life. “Déjenme cantar, con la guitarra en mano. Soy un italiano, el auténtico italiano”. No es casualidad que uno de los primeros trabajos de Silvio fue de cantante en cruceros.

Quería gustar. Ser amado. Ser eterno. No envejecer jamás. En eso, y en el antídoto que eligió para eludir el paso del tiempo, estuvo lejos de ser original y no le tuvo miedo al cliché: amantes jovencísimas, entre ellas una menor de edad apodada por la prensa Ruby Robacorazones, fiestas bunga bunga interminables rodeado de cafishos y prostitutas en sus mansiones de Arcore y Sardegna, chistes pasados de moda, una bandana en la cabeza a tono con un look total white para disimular un implante capilar realizado justo cuando debía recibir a Tony Blair y esposa, y jornadas de jogging al aire libre junto a algunos de sus funcionarios porque la vida saludable de la que se reconocía adepto debía predicarse con el ejemplo. En los últimos años, parecía embalsamado. El revoque del rostro lo hacía ver como un muñeco de cera. Berlusconi, como buen italiano, era un hombre coqueto.

En Italia continúa siendo un momento histórico lo que se dio en llamar “el descenso a la arena política” de Berlusconi. La famosa discesa in campo se realizó a través de un mensaje grabado en un video que luego fue distribuido a los distintos noticieros nacionales. “Italia es el país que amo”, arrancaba el famoso discurso de -atención- 9 minutos de duración, que contaba con una verdadera puesta en escena: Il Cavaliere sentado en su escritorio personal, rodeado de libros y fotos familiares. Con tono calmo, vestido de saco y corbata impecables, Berlusconi les explica a los italianos que no quiere vivir en un país gobernado por la casta. Él las llama “fuerzas inmaduras”, “hombres de doble moral” y “políticos de cuarta sin vocación”. Es un momento de renovación del que deben surgir hombres nuevos. El exitoso empresario viene a proponer un país limpio, razonable, moderno. Se define como un hombre de fe: en el individuo, en la iglesia, en la familia, en la empresa, en la competencia, en el desarrollo, en la eficiencia, en el libre mercado, la solidaridad, hija de la justicia y, sobre todo, la libertad. El movimiento político que les propone se llama Fuerza Italia. Lo que el pope mediático no dice es que en su visión, su modelo ideal de país, ese paraíso moderno y emancipatorio que promete es el de un Estado como un gran estudio de televisión. El ascenso social como un casting.

Berlusconi, un vendedor nato, fue y continuará siendo un fenómeno de la política italiana por su indiscutible carisma, sus extravagancias, chascarrillos fuera de lugar y looks, pero, sobre todo, por ser un pionero, un inventor canalizador y catalizador de una época, y, fundamentalmente, un self made man. Uno que la vio. Con perfecto olfato y timing, a las puertas de los años 90 y en el contexto de un caso de corrupción de proporciones conocido como Tangentopolis, se dio cuenta de que los italianos y las italianas estaban cansados de la política tradicional, que urgía responder a esa decepción generalizada y que había un espacio vacante. Comenzaba una nueva etapa en la historia y era necesario disponer las cartas sobre la mesa de una forma distinta. No hacía falta que el cambio fuera de fondo. Solo había que declamarlo. Los sucios modos podían y quizás hasta debían permanecer. Pero el discurso, la imagen, los dispositivos, los símbolos, los nombres, en fin, las campañas y la comunicación, todo debía ser aggiornado. Alcanzaba con aparentar. Cambiar para que nada cambie.

En una entrevista que Vanity Fair Italia le hace a Mike Tyson, en un momento el boxeador se detiene y le pregunta a la entrevistadora de dónde es. Ella le contesta que viene de Milán. “¿Como está Berlusconi?”, pregunta Tyson. La periodista le dice que supone que bien y le pregunta si le simpatizaba. “Nunca conocí a nadie más cool” .
Victoria Sosa Corrales es licenciada en Ciencia Política y se especializa en comunicación política digital. Trabaja en Menta Comunicación, es asesora de imagen profesional y colabora en distintos medios. Creó y escribe en @realpolitichic. Junto a Paula Puebla es CEO de Vayaina Mag.







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