“La Universidad de la vida está abierta todos los días”, dice mi tío (+80) en medio de una cena relámpago que abrió la semana. Durante la charla tira varios hitazos. Todos en la misma noche. Que hay que usar menos el espejito retrovisor. Que te cobran un impuesto por crecer, y varios otros imperdibles. Pero este de la Universidad me queda rebotando entre los hemisferios del cerebro y el lóbulo frontal. ¿Por qué?

Todo empieza hace unas semanas cuando le mando una serie de fotos de nuestro emprendimiento en San Andrés de Giles. Pasaron varios días sin respuesta hasta que, de pronto, me llama: «Es una falta de respeto ponerle un pulgar para arriba, o una carita a esas fotos. Para las cosas importantes hay que levantar el tubo”, y así, sin mediar respuesta, suelta un rosario de felicitaciones y augurios. Antes de cortar, me invita a comer. 

No sé si habrá leído el elogio al teléfono de línea de Martín Kohan, pero sin dudas lo tiene incorporado. Acepto la invitación seducida por los buenos vinos que imagino abrirá y me acerco esa misma noche a su casa. Su mirada sobre algunas cuestiones siempre ha sido importante para mí, necesaria para tomar ciertas decisiones.

A los 10 años, el Tano vendía turrones en el tren, y también peines y ballenitas para los cuellos almidonados de las camisas de los hombres. Hoy vende vacas y toros Angus al mercado interno y externo. No terminó la escuela primaria. En algún momento de su temprana adolescencia llevó a su casa más plata que el padre, que por entonces era maquinista del tranvía. Salía de un trabajo y entraba al siguiente sin parar a comer. No le hizo asco a nada y sacó adelante todo lo que se le fue presentando. Compostura de calzado, venta de zapatillas, distribuidora sobre la rotonda de la Ruta 3 en San Justo, campo en Cañuelas, primera tanda de vacas inseminadas y sucesivas competencias en la Rural de Palermo hasta llegar a la exportación de los mejores cortes de carne argentina al mundo. Todo sin terminar tercer grado. 

Que la Universidad esté abierta todos los días del año no fue una chicana ni un desprecio a la expansión de las Universidades por todo el país. Tampoco un desprecio a las oportunidades que yo sí tuve, a diferencia de los de su generación. Lo que me dijo vino a cuento de lo que había hecho antes: levantar el teléfono y hablar. Su gesto se agregaba al combo de ideas que me estaba transmitiendo. A cierta edad la herencia de prácticas y ejemplos que se comparten pasan a tener un énfasis especial. Hay que sentarse a comer o buscar un número de teléfono y llamar. Hay que decir lo que se piensa, pero no lo que nadie te pregunta. Lo aprende alguien que no termina la escuela. Lo enseña alguien que se sabe educado por la Universidad de la vida. 

Saco esta frase del fluir infinito de mis pensamientos que voy macerando, cuando conecto las experiencias narradas de mi tío con esta columna que hace días intento escribir, infructuosamente. Son siempre los hechos los que me hacen caer. Los que me inspiran. Por eso elijo seguir este impulso de la miscelánea, para dar curso a esta primera intervención en VayainaMag.

Levantar el teléfono es un hecho. 

Abrir una revista es un hecho. 

Escribir es un hecho. 

Invitar una cena es un hecho.



No sé qué tendré para decir a partir de hoy, en que solo tiro un “buenas noches” para cantar ¡presente! en este espacio. Siempre hay temas que mejor pensar y escribir a vociferar sin que medie la investigación o la lectura. Agradezco el lujo que todavía algunos nos podemos dar: poner ideas en palabras. Así como poner emoticones en un dispositivo no es comunicarse, nadie puede pensar solo. Es cierto que existen personas que se creen dueñas de la verdad. Pero a la verdad se arriba socialmente, porque es ese el modo en que se construye conocimiento. Pensamos en red, inmersos en esa especie de conexiones neuronales que son las lecturas de época. Heredamos el lenguaje, de los que lo hablaron antes. Nos influenciamos mutuamente y vemos a través de lo que otros, tantas veces, se animan a ver y escribir antes que nosotros, o a la vez. 

Escribir para una revista digital es entender que alguien se ha tomado el trabajo de crear un medio para que otros digan. Abrir ese espacio para la expresión y el debate no es tarea sencilla. Quiero decir, no sólo implica tiempo y bytes, o meter caracteres en una página y contarlos. Acá además de una propuesta y un lugar, hay trabajo, recorte, criterios, y condiciones para que la red discursiva se abra y unas podamos leer las ideas de otras, retomarlas, y volver a ponerlas en circulación con nuevos aportes y miradas.

Que la verborrea troller no nos tape el bosque frondoso de la discusión por escrito que internet nos legó. Usar las redes para pensar(nos), como la Universidad de la vida, también es cosa de todos los días.

Leticia Martin es escritora, editora y crítica cultural. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA) y el Posgrado Internacional en Gestión Cultural (FLACSO). Creó junto a Nazareno Petrone la editorial Qeja. En 2023 ganó el Premio Lumen de España por su novela Vladimir. 


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