Es un no a las banalidades químicas y las guerras, un no al trabajo y los legalismos, un no a los arreglos miserables de la historia y a la tierra laminada por la codicia.

—Anne Boyer (Manual para destinos defraudados, 2021)

Hace unos años, España aprobaba una ley que contaba con el apoyo entusiasta de amplios sectores progresistas, conocida como “Solo sí es sí”. Se buscaba proteger a las mujeres de la violencia sexual encontrando en el consentimiento un argumento único, inapelable. Un sí claro y transparente, debidamente expresado, daría cuenta —sin lugar a dudas— de la voluntad (¿del deseo?) de quien accede, en este caso, a una relación sexual. Más allá de las paradójicas derivas de esta bienintencionada ley, me interesa interrogar el sujeto que este tipo de propuestas supone, ese que profiere un tranquilizador, ese que no duda, que sabe lo que quiere, que no vacila.

Hay que decir que en el terreno de la sexualidad, el consentimiento no es transparente ni claro ni autoevidente. No es unívoco: nada se puede decir plenamente. La antropóloga Marta Lamas afirma que la obsesión por el consentimiento y por las reglas sexuales expresa una fe utópica en la posibilidad de crear un mundo sexualmente seguro, sin comprender que la sexualidad es todo menos segura. Cuando todo lo que no forma parte de un contrato previo, cuando todo lo que en el encuentro con el otro aparece como incómodo para el yo es susceptible de ser denunciado, se oculta o se olvida que la sexualidad humana es un campo en donde el hombre, afirmará Lacan, no está para nada cómodo. Y lo hemos dicho hasta el cansancio en diversas intervenciones contra las derivas punitivistas del higienismo sexual: si todo es violencia, nada es violencia. 

Pero el campo de la sexualidad no es el único espacio atravesado por la confianza en las bondades del consentimiento. El consentimiento funciona también como herramienta política para defender la mercantilización del cuerpo, la servidumbre voluntaria, la sumisión a las condiciones de explotación que el mercado laboral impone. Todo esto, de la mano de la idea idílica de la libre elección. 

En cada “es mi elección”, el consentimiento emerge como gesto aislado, individual, que parte de un yo libre e ilustrado. Es el individuo que propone el modelo liberal: intencional, volitivo y autónomo, capaz de sostener contratos, asumir compromisos, comprar y vender(se). Una pura racionalidad abstracta, no mediada por el cuerpo, por los atravesamientos de raza, clase o género. Un individuo que se desentiende de sus múltiples vasallajes y consiente: en ese acto radica su inapelable libertad. 

El carácter delirante de “ese discurso de la libertad” que articula el sujeto moderno es señalado por Lacan en el seminario sobre Las psicosis: las apelaciones a la libertad constituyen “un campo indispensable para la respiración mental del hombre moderno, aquel en que afirma su independencia en relación, no solo a todo amo, sino también a todo dios, el campo de su autonomía irreductible como existencia individual”. Hablar de la libertad del sujeto, desde el psicoanálisis, es un poco paradojal. El sujeto, tal como lo indica el significante, nace sujetado, por ende, no es libre: es muy poco lo que por fuera de las múltiples determinaciones —materiales, culturales, inconscientes— podemos elegir. Y no obstante, en ese margen estrecho, elegimos. 

Lo curioso de esta época es que la libertad individual que se entroniza es perfectamente compatible con la dominación. Una concepción negativa de la libertad, solidaria con un Estado mínimo, que no interfiere en los asuntos privados, que deja todo librado a la mano invisible del mercado: la educación de nuestros pibes, nuestras condiciones laborales, la supervivencia de nuestros viejos, el uso y la disposición de nuestros cuerpos. 

En este contexto es coherente que el acto de consentir haya adquirido una valoración positiva. “Es exactamente lo que voté”, afirman algunos sujetos totalmente sodomizados por las políticas de ajuste y hambreo que se anuncian. “Sí, es lo que yo elegí”, “Sí, es una idea seductora”: autonomía, posición activa, afirmación, agencia. Copular con el sistema viene al lugar que dejó vacante la utopía de la transformación social. Entusiasmarnos por la posibilidad de consentir para velar la imposibilidad de decir no.

En una de las deliciosas entregas de su Delivery, la ensayista Bárbara Pistoia propone que la verdadera libertad radica en la potencia del no: “No a trabajos mal pagos, maltratadores. No a toda violencia, no a jerarquizar especies. No a trabajos bien pagos pero que no, simplemente no. No a permanecer en la cresta de la ola. No a relaciones violentas. No a la precarización en todas las formas en las que aparece y se multiplica. No al hype. No al mainstream. No a ser tu producto, no a ser tu consumo. No a ser la heroína del cuento.” 

“El no es un peligro vivo” es el nombre de un texto de Leila Guerriero que leí hace mucho. También ahí decir que no es una forma de ejercer la libertad, una forma que no está demasiado bien vista, más aún cuando el rechazo se dirige a las cosas a las que usualmente se responde . Porque a nadie le gusta la gente que dice que no, los que contradicen los mandatos, los que rechazan lo que la época impone como deseable, los que obstinadamente buscan torcer el estado de las cosas.

Pero decir que no es cada vez más difícil. No sólo porque no está bien visto, sino también, y sobre todo, porque quienes no gozamos de poder, dinero o status tenemos márgenes cada vez más estrechos para ejercer ese delicioso acto que implica decir que no. Ese quizás sea un horizonte deseable, algo más cercano a lo que me imagino como emancipación. Una ampliación del campo del desacuerdo, de la oposición, de la resistencia. Una política del no consentimiento. 

Águeda Pereyra es psicoanalista y autora de Putas. Erotismo y mercado (Síncopa 2022), coautora de Todo Diego es político (Síncopa, 2020). Colabora en Polvo, #lacanemancipa y otros medios.


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