En términos de tendencias, el año 2023 estuvo dominado en buena parte por el Barbiecore. La película de Greta Gerwig sobre la muñeca de los sueños de varias generaciones de nenas produjo una revolución nostálgica color de rosa. Las marcas lo adoptaron para todo: indumentaria, accesorios, productos y ediciones especiales. Margot Robbie, probablemente la segunda persona más perfecta del planeta para personificar a Barbie después de Claudia Schiffer (quien obviamente queda afuera por cuestiones generacionales) hizo una larga gira en la que aparecía vestida con trajes típicos de la muñeca de Mattel, confeccionados por diseñadores de renombre.

En rigor, el tema central de conversación fue la vuelta de tuerca que le dio la directora a la película a partir de un approach “feminista” que nos habilitó a todos y todas a volver a disfrutar de ese universo de plástico fantástico y superficial. Pero esta vez sin culpa porque venía acompañado de un mensaje, una crítica social y todas esas cosas que suelen decirse para calmar la ansiedad que conllevan los placeres culposos —placeres que, en tiempos de cancelación, se sabe, son muchos y muy variados. Si Barbie, un juguete caracterizado por vender la tiranía de la perfección, pudo lavarse la cara exitosamente ofreciendo una versión feminista, acorde a la época, ¿por qué no puede intentar hacer lo propio Victoria’s Secret?
La marca de lencería más popular del mundo, fábrica ilimitada de fantasías (también rosas) para el cajón íntimo de la dama y la bragueta del caballero, famosa por sus catálogos, sus ángeles hegemónicos esbeltos y tetones (¡oh, el ideal!), y su respectivo despliegue en extravagantes desfiles con plumas, purpurina, papel picado, globos y todo el cotillón imaginable, no quiso primero, y no supo después, adaptarse a los nuevos vientos. Igualdad, inclusión, Black Lives Matter, #NiUnaMenos, revisionismo, cancelaciones y mea culpa empezaron a soplar cada vez con más fuerza en la segunda mitad de la década de 2010 y tuvieron su punto máximo de inflexión en 2018 con el huracán del #MeToo.

Difícil no intentar la asociación: 2018 fue también el año del último show de Victoria’s Secret. La marca, que ya venía con ventas a la baja y con cuestionamientos por su exhibición de estándares de belleza considerados anacrónicos y alejados de la realidad, estuvo en el centro de la conversación pública por unas declaraciones discriminatorias de uno de sus directivos, quien se pronunció en una entrevista nada menos que en Vogue (así de cómodos estaban) en contra de la presencia de mujeres trans y con sobrepeso en los desfiles. La indignación mediática no tardó en llegar. Incluso varios “ángeles”, como Karlie Kloss, empezaron a bajarse del barco. Buena metida de pata que, en definitiva, era el coletazo final de la disonancia que hacía rato se evidenciaba entre el alma de Victoria’s Secret y la época.
Vale la pena recordar que hasta el calendario Pirelli, famoso por sus producciones fotográficas soft core y de alto nivel en las que las mujeres más bellas del mundo posaban casi desnudas —pero cuidadas, o sea, digamos, en clave “artística”—, decidió en 2016 que era “imposible ignorar el empoderamiento de las mujeres”. Fue así que convocaron a figuras como Fran Lebowitz, Patti Smith, la artista iraní Shirin Neshat y la comendiante Amy Schumer, entre otras. El criterio de selección dejó de ser el 90-60-90 para pasar al de los logros y éxitos profesionales porque lo importante, se sabe, es lo de adentro. Sin embargo, la rueda siguió girando y, a poco menos de diez años de esa decisión, Pirelli propone para 2025 su propio regreso al “sexy clásico” para la era post #MeToo.

Pero volvamos a Victoria’s Secret. La dificultad para adaptarse a los nuevos tiempos y a las demandas renovadas de las consumidoras que buscaban verse reflejadas en las modelos y las producciones, terminó de condenar a la marca, que venía de habitar la comodidad del paradigma pre-redes sociales: el de una industria (la moda) que influenciaba a la gente y no al revés, según palabras del antiguo CEO Les Wexner. Rihanna y Kim Kardashian sí la vieron y la pegaron lanzando Savage x Fenty (2018) y Skims (2019), respectivamente. También apareció Aerie de American Eagle. Tres marcas de ropa interior (aunque no solo) que pusieron el foco en la celebración de todos los tipos de cuerpo y color y en ese otro mandato que siempre se renueva: el de ser uno mismo. Esto no implicó una renuncia a la sensualidad. Se trató, más bien, de una ampliación de su definición y la suma de otras cuestiones, básicamente, la libertad de cada una para reescribir las reglas. Sé vos, que con eso alcanza.
Por todo esto no resulta valiente, ni disruptivo, ni termina de convencer a nadie, en 2024, poner una chica gorda o con vitiligo, ligeras de ropas, a desfilar. Demasiado poco, demasiado tarde. El universo Victoria’s Secret tenía un atractivo del que, bien o mal, mujeres y hombres disfrutaron durante años. Para muchas representó la posibilidad de habitar aunque sea de lejos ese mundo de gibré y batas de raso a rayas rosas. Hegemónicas o no, no todas nos sentimos castigadas por lo inalcanzable de la fantasía. No todas necesitamos o esperamos ver cuerpos reales. Pero, además, ¿qué es un cuerpo real? Con este intento a destiempo de incluirse en la inclusividad, Victoria’s Secret solo consigue quedarse a medio camino. Todavía demasiado rosa para las nuevas clientas. Demasiado woke y aburrida para las antiguas fans de las alas. ¿No podemos tenerlo todo? ¿Hay que bajar el tono y aferrarse a la solemnidad para ser inclusivos?

Me pregunto muy a menudo por los efectos de la belleza. La admiración y la incomodidad que produce. Me gusta lo que dice Bret Easton Ellis en ese gran libro de ensayos que es Blanco: “Se mira, se juzga, se cosifica, se apropia y se degrada a las mujeres mucho más a menudo que a los hombres, pero en una era dominada por la pavorosa idea de incluir a todo el mundo, ahora la belleza parece una amenaza, algo que divide, en lugar de algo natural: personas que admiramos y deseamos por su aspecto, individuos que destacan del rebaño y a los que adoramos por su belleza. Para muchos constituye un recordatorio de nuestras carencias físicas según lo que nuestra cultura define como atractivo, bello, sensual… y sí, los hombres son hombres y nada lo cambiará. Pero pretender que el físico y el atractivo, seas hombre o mujer, no te otorguen popularidad es uno de esos tristes ejemplos que pueden llevarte a plantearte la validez o la realidad del actual culto a la inclusividad”.
Desarmar el desfile y cancelar concursos de belleza, de ninguna forma nos hizo a las minas más libres. No nos dio paz mental. No dejamos de tener trastornos alimentarios. Ni de odiarnos. Ni de matarnos en el gimnasio, ni de hacer todo tipo de dietas y ayunos. De sucumbir a cuanta promesa de “mejor versión” y tratamiento estético nos vendan, ni de mirarnos con desprecio en el espejo apretándonos la piel para recordarnos lo que nos sobra o buscando lo que nos falta. No (nos) volvimos mejores. No volvimos mujeres. Por sorprendente que resulte, hacer desaparecer algo porque incomoda, otra marca de época, no solo no funciona sino que siempre vuelve por la ventana.

Las formas de opresión existen, claro. Somos hijas de la cultura Cosmopolitan, como dice Helen Fielding en las columnas que luego devinieron en la saga Bridget Jones. Y estas formas, sobre todo, cambian, se transforman todo el tiempo, en eso reside, precisamente, su eficacia. No hay que ser muy observador para darse cuenta de que, a diferencia de los ’90 y los primeros 2000, el eje del mandato dejó de ser la delgadez extrema. Sin embargo, ahora que ya no se le reza (tanto), ese dios es sustituido por un cuerpo fit, por la piel perfecta del skincare, por los labios llenos de hialurónico, por estar buena a los setenta años y que aun así no alcance. Y pongo con decoro el “tanto” entre paréntesis porque el regreso a la delgadez extrema está a la vuelta de la esquina gracias al fármaco del momento, el Ozempic.
En una entrevista reciente a Demi Moore por el estreno de su última película La Sustancia, ella menciona que no se trata de lo que nos hacen, sino de lo que nos hacemos. Y he ahí una verdad y por ende un punto de dolor. La violencia con la que nos tratamos y que viene impuesta, antes que nada, por nosotras mismas. Podemos pasar la vida culpando, como si fueran nuestros padres, a los medios y al sistema por nuestros fracasos, pero nadie nos maltrata tanto como nosotras. La superación y el empoderamiento encuentran sus límites cuando de pronto algún incel en redes dice que las mujeres después de los 25 años no servimos más y un montón de ofendidas responden con una foto en culo para demostrar lo contrario. Nunca dejamos de querer demostrar y esa es nuestra condena.

Me pregunto también si es posible escapar con éxito de todo esto o si, como escribió Sara Gallardo en sus macaneos, no es “como la minifalda, que pese a los anuncios de ocaso salidos del dolor de las damas robustas y del patíbulo en que padecen los textiles, continúa y continuará su auge porque expresa algo secretamente anhelado por las mujeres”. Explorar y hablar de eso con sinceridad puede no resolverlo, pero sí acercarnos un poco a la verdad para aliviar la incomodidad de la piedra en el zapato.
Vicky Sosa Corrales es licenciada en Ciencia Política y se especializa en comunicación política digital. Trabaja en Menta Comunicación, es asesora de imagen profesional y colabora en distintos medios. Creó y escribe en @realpolitichic. Junto a Paula Puebla es CEO de Vayaina Mag.







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