Después del furor de Blue is the warmest color (La vie d’Adèle), la irresistible Adèle Exarchopoulos volvió a un rol protagónico en Zero Fucks Given (Bélgica-Francia, 2021), interpretando a Cassandre Wassels, una joven azafata de aerolínea low cost europea que lleva una vida, como quien dice, al ras del suelo. Los títulos de la película, en galo Rien à foutre, y para su distribución internacional Zero fucks given, son expresiones que más o menos significan ‘me importa una mierda’ o ‘no me importa nada’, atribuibles al espíritu indolente de por lo menos dos generaciones: la tardo millennial y la zeta a la que pertenece la protagonista. Será por eso que esta opera prima del dúo francés Emmanuel Marre y Julie Lecoustre es una película que expresa los problemas más amargos de las precarizadas juventudes contemporáneas, como la explotación e inseguridad laboral, el desarraigo y la infinita soledad que se compra en las plataformas gratuitas de extracción de datos. Es decir, el lado B del starter pack ‘viajar, experimentar y divertirse sin ataduras’, el remanido modelo de vida orientado exclusivamente al disfrute individual, aquí y ahora.

Con un montaje casi documental sobre el alienante mundo de los servicios aéreos de hospitalidad, el film se centra en los pliegues de la rutina y la intimidad de Cassandre, nuestra pasajera en trance melancólica y sexy, que tiene que lidiar con el rigor hiper competitivo y exigente de su empleo donde pasa la mayor parte del tiempo, y los momentos de ocio que en tierra firme compartimenta entre sexo casual via apps de citas, fiestas de drogas de diseño, mucho vodka y el sopor de las horas muertas de la resaca.

De los contrastes estéticos que ofrece la película para representar los estados que transita Cassandre, de las luces estroboscópicas que la envuelven en una discoteca a la luz natural que baña su cuerpo fatigado en sillones y reposeras de hotel, hay una toma que es especialmente significativa: el plano general de un aeropuerto en el que, como una efigie con su carry on, Cassandre se desplaza sobre escaleras mecánicas, mientras suenan los sintetizadores de “To the Unknown Man”, de Vangelis, inesperada música incidental que subraya la atmósfera despersonalizada, publicitaria y tediosa de las terminales aéreas del siglo XXI. Los lectores más viejos recordarán la portada de Spirial, el disco lanzado en 1977 por el músico griego al que pertenece la canción: un plug espiralado atravesando los cielos y una leyenda con una cita de Tao Te Ching que dice “Seguir significa ir lejos – Ir lejos significa regresar”.

Supongamos entonces que el sentimentalismo new age de la canción funciona como algo más que un efecto vintage en una película indie, y que los versos destinados ‘al hombre desconocido’ operan más bien como una constatación retrofuturista del desengaño frente a los imaginarios de futuro que predominaban en los años 70: el progreso indefinido no conduce, como creían los optimistas tecnológicos, a la expansión de las virtudes y potencias  humanas, pero tampoco deriva en las deformaciones imaginativas de las catástrofes masivas, sino en la diseminación, bajo estricto control corporativo, de un multitudinario, disolutivo e impersonal sentimiento de soledad y apatía.

New age, neoliberalismo y narcisismo de masas

Volviendo a la canción con la que me obsesioné un poco, recordemos que el movimiento new age surgió en Reino Unido pero fue de inmediato asimilado por la contracultura norteamericana, y está íntimamente ligado al origen del neoliberalismo: converge en el medio de la crisis cultural que atravesaba la sociedad burguesa, el capitalismo industrial en particular y la cultura occidental tradicional en general.

Frente al resquebrajamiento del estado de bienestar deficitario, las oligarquías financieras empezaron a exigir la restitución de su antiguo poder de concentración de la riqueza, imponiendo el ideal político de que las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio. Se trata de un nuevo sistema en el que todas las formas de solidaridad social van a ser disueltas en favor del individuo, y el interés personal estará por encima del bien común. Una vez arrasada la lucha de clases, y en pleno auge de las corrientes terapéuticas del self, como la superación personal y la autoayuda, esta nueva y revolucionaria concepción cultural pseudoreligiosa de cuello blanco, pretendía otorgarle al hombre moderno una dignidad nueva mostrándole cuán íntimamente estaba relacionado con el universo. Digamos, una eficaz mistificación del individualismo en ciernes.

De manera casi profética, en su obra publicada en 1979 y titulada La cultura del narcisismo, Christopher Lasch analiza la sociedad norteamericana bajo los escombros del New Deal,  y ya advirtió que este amplio movimiento de ‘apertura de conciencia’ ofrecía “soluciones” contraproducentes. Surgido de la insatisfacción generalizada por el deterioro de las relaciones interpersonales, este discurso que rápidamente se volvió hegemónico, aconsejaba a la gente que no haga grandes inversiones en el amor y la amistad, que evite la dependencia excesiva de los demás y viva el momento, es decir, las mismas condiciones que provocan las crisis interpersonales en primera instancia. Estos “consejos” de asepsia social y egoísmo rampante propios de “la ideología del crecimiento personal” se volvieron con los años, dogmas de nuestra educación sentimental, y los frutos, como veremos, son bastante amargos.

Thatcher y la banda de los corazones solitarios

“La economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma y el corazón de las personas”, dijo Margaret Thatcher en 1981. La economista británica Noreena Hertz señala que esta famosísima frase precipita el final del siglo XX e inaugura “el siglo de la soledad”. Al sintetizar el espíritu de la doctrina neoliberal, enemiga de los refugios tradicionales de los individuos como el trabajo, la familia y la comunidad extendida, la frase de Thatcher también anticipa las consecuencias de su implementación durante los siguientes cuarenta años.

En este sentido, el diagnóstico de la investigadora británica es tristísimo: la soledad contemporánea se ha vuelto una pandemia silenciosa, a tal punto que los sentimientos de desamparo y aislamiento, otrora patrimonio de la vejez, fueron extendiéndose como un virus entre las poblaciones más jóvenes. Por ejemplo, la  hiperconectividad que ofrece la tecnología digital lejos de reducir el sentimiento de soledad entre los adolescentes, lo incrementa de manera dramática. También la fiebre urbanística y los cambios en el mundo del trabajo profundizaron en las últimas décadas el aislamiento que sufren las mayorías anónimas de la modernidad tardía. A este amplio y difuso sector social también se lo llama precariado, y comprende a la vieja clase obrera industrial, hoy pauperizada, pero también a la clase obrera que no puede obtener trabajo formal, o a la pequeño burguesía profesional que sufre flexibilización laboral; una población que padece inseguridad laboral y material, y por lo tanto, inseguridad identitaria y existencial. Justamente, para el filósofo italiano Diego Fusaro, la condición de precariedad es el primer paso hacia la soledad generalizada y el ermitañismo de masa. De esta manera “la comunidad ética se fragmenta en el desierto de las mónadas sin ventanas, aisladas y sin conexiones intersubjetivas”.

Como quedó dicho en la sinopsis más arriba, Zero fucks given pone en evidencia la explotación laboral de las compañías de servicios aéreos frente al supuesto estatus de las azafatas, pero en particular, pone en caja al ideal de libertad, valor supremo del turbocapitalismo que nuestra heroína de capa caída refrenda casi sin descanso. Por un lado, la peli pone en cuestión el muy difundido deseo de viajar que ostentan las juventudes del precariado moderno, errantes y desarraigadas, ya sea en calidad de turistas, aventureros migrantes, o asalariados que en la mayoría de los casos, como Cassandre, quedan sometidos a la sobreadaptación de trabajos extenuantes y mal pagos. Pero además, el film polemiza con la protagonista en su defensa del desapego y del goce inmediato, basado en el rechazo a la idea de pareja estable por horror a la monotonía y desconfianza del futuro; así como también cierta repulsa de la familia nuclear, por el peso de la historia común y de origen, por default un poco opresiva, ominosa. Por ejemplo, Cassandre está dispuesta a trabajar horas extras en Navidad para postergar el regreso a su Bélgica natal donde la esperan su hermana menor y su padre viudo. En cuanto a su intimidad, la joven aeromoza, reina del match en aplicaciones de citas, confiesa: “Nunca me aburro y conozco a gente diferente todo el tiempo. No entiendo qué quieren decir cuando hablan de apego, yo tengo derecho a todo, y ni siquiera sabemos quiénes somos”.

Ahora un permitido disclaimer:  si llegaron hasta acá, por favor, no se sientan estafados. La película es sobria y profunda pero tampoco es la gran cosa. Personalmente, si no fuera por Adele Exarchopoulos quizás no la hubiese mirado nunca. Sin embargo, Cassandre nos es más familiar de lo que creemos y, por esas casualidades de la vida, coincide con el perfil antropológico del precariado sentimental y del consumidor erótico que Fusaro elabora en El nuevo orden erótico, elogio del amor y de la familia (El viejo topo, 2023). En este libro, el autor advierte que la experiencia amorosa en esta fase del tecnocapitalismo queda sometida a las mismas leyes de la mercancía. El donjuanismo, emblema de la erótica capitalista que promueve la ideología del goce ilimitado, la búsqueda de la novedad y el consumo desbocado de siempre lo mismo, es justamente lo que condena a los jóvenes del precariado a estar siempre solos, sin proyectos ni estabilidad.

 “Imposibilitados por las condiciones económicas y materiales (desempleo, contratos intermitentes, new economy de la deuda, etcétera) a estabilizar en formas éticas familiares su propia existencia, son alentados al mismo tiempo a liberarse de cualquier vínculo estable y duradero, para poder disfrutar plenamente según el imperativo neo hedonista, sin límite ni ley, del ¡life is now!”, detalla el turinés, en esta radiografía de la vida contemporánea en relación al amor y el trabajo.

Seguramente, para las nuevas generaciones de trabajadores precarizados y atomizados, sean muchas las dificultades y los prejuicios que arrastren frente a la idea de formar una familia concebida como proyecto compartido, espacio de refugio y protección. Así lo entiende el filósofo italiano cuando afirma que “la familia es la célula genética de una comunidad solidaria, incluso para Hegel constituye el fundamento de toda ética comunitaria (…) por lo tanto, su desprestigio cuando no su destrucción resulta plenamente coherente con el proceso hoy en curso de precarización de las existencias conducido por el orden neoliberal”.

Después del auge y caída de los feminismos de la tercera ola, las derivas de las izquierdas liberales y posmodernas han demostrado que, tras haber sustituido la lucha de clases por el multiculturalismo y las políticas de reconocimiento, ahí donde prometieron emancipación produjeron desorientación; cuando apostaron a la deconstrucción serial, generaron pérdida de identidad y falsas dicotomías que fueron utilizadas como armas de división masiva. Esa constante e ingrata fragmentación “de los ofendidos” prolifera en los espacios controlados, por ejemplo, en los foros de las plataformas de extracción de datos.

Fusaro insiste que en esa horizontalidad de las guerras seccionales entre siervos que luchan entre sí, falsamente divididos entre extranjeros y nativos, heterosexuales y homosexuales, derecha e izquierda, sororas y pick me girls, tradwives e incels, feminazis y hombres princesa, son cosa de mandinga. Es decir, estrategias disolutivas del nuevo orden erótico y económico del tecnocapitalismo que nos necesita rotos y enojados, pero sobre todo cada vez más empobrecidos y solitarios, y a su entera disposición.

Eugenia Arpesella es periodista. Trabajó como redactora y cronista en  los periódicos Crónica Santa Fe, El Argentino Rosario, El Eslabón, y el diario La Capital de Rosario. Colaboró en las revistas culturales En voz alta y Apología y cada tanto escribe reseñas para revistas digitales porteñas.


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