Hay un momento inexorable en la vida de cualquier mujer y es ese en el que, pinza de depilar en mano, arremetemos en una lucha encarnizada contra un nuevo pelo negro, duro y grueso que crece encima de nuestros labios o debajo del mentón. Esa batalla desigual contra las decisiones inconsultas del cuerpo es el espacio íntimo en el que cada una de nosotras puede identificarse con Elisabeth Sparkle. Y es que si Dorian Gray viviera —y fuese mina— sería el personaje de Demi Moore en The substance. Un yo prístino y lozano, la Sue que emerge del cuerpo de Elisabeth, lleno de fuerza y vigor que vive de consumir al otro, al que decae vertiginosamente a escondidas del mundo, puertas adentro.

Si al escribir Carrie, Stephen King logró imaginar con realismo el calvario de una chica que, inadvertida, se encuentra con su primera menstruación (y lo hizo siendo el chabón que es), a nosotras que pasamos unos cuantos días al mes en el Hades del autodesprecio, ¿cómo no nos va a interpelar ese otro escenario con el vestido de fiesta y el baño de sangre? ¿O acaso vos nunca soñaste que se te caían los dientes?

Cada una convive con su propio guionista, la voz interna que le da sentido al exterior, a la existencia de los demás y al mundo que nos cobija o acaso nos tortura. Y el producto de ese trabajo de guión puede cambiarnos el humor de tal manera que las situaciones atravesadas tanto por Elisabeth como por Sue —y hasta por el Mostruo Elisasue—, por más extremas y grotescas que resulten, pueden traernos el aire, el eco de algo familiar. Tal vez no en lo concreto, en lo gore de la escena, pero sí en la atmósfera anímica, en ese paisaje emotivo que nos interpela en las tripas, ahí donde se clavan las angustias.

Espejito, espejito

El cautionary tale en el que una mujer hermosa es torturada por el ocaso de la belleza que supo definirla en su juventud es, en general, encarnado por divas, las reales. Garbo aislada del mundo y vuelta mito ermitaño hollywoodense o la local Martha Lynch, en busca de un rejuvenecer urgente y frustrado que la empujó a la más drástica de las decisiones, o las ficcionales como la trágica Norma Desmond en Sunset Boulevard o las grotescas Hellen y Madeline en La muerte le sienta bien. En estos casos, las luchas se dan contra factores externos. Incluso la locura que desborda a la Nina de Natalie Portman en Black Swan ocurre fuera de sí misma, o al menos así se retrata. En cada caso, la moraleja dicta una única cosa: lo que importa es lo que habita en el interior de cada mujer y esa es la esencia de la auténtica belleza. Incluso aunque sepamos íntimamente que en la vida real la cosa no es tan así y queramos de todas formas ser flacas, lindas y, en lo posible, solventes para garantizar-nos esas cualidades todo el tiempo que podamos.

The substance plantea una diferencia, valga el mal chiste, sustancial: en todo momento se le advierte a Elisabeth ‘you are one‘, vos sos también ella y no hay una otra a quien culpar por tus decisiones al habitar ese otro cuerpo. La lucha es contra una misma y transcurre en la dicotomía de querer ser joven y no soportar las decisiones tomadas en el estado de ¿disociación? ¿escisión? ni las consecuencias posteriores que puedan acarrear.

Y es que el estado anímico que habita Elisabeth mientras Sue “duerme” es el de alguien que debe enfrentar el momento de volver a sí misma tras un episodio de “ausencia” en el que hizo cosas de las que no está orgullosa.

No vamos a hablar de male gaze ni de buscar presiones externas que sometan a las mujeres a estándares inalcanzables de belleza porque, por sobre todas las cosas, entendemos que cada mujer adulta toma sus decisiones de modo autónomo y, en todo caso, puede elegir resistir el mandato, el deber ser. Recurrir al viejo truco de pobrecita, yo que estoy acá, impotente ante el imperativo que se cierne sobre mí resultaría demodé. Dicho eso, es interesante rescatar la operación que la voz en el teléfono de atención al usuario de la sustancia del mercado negro hace, primero con Elisabeth y después con Sue: no hay otra, no existe alguien más que te esté perjudicando. Son tus decisiones. Quien elige incumplir las reglas, es la misma persona que puede terminar con la experiencia. Es en ese momento cuando queda en evidencia la responsabilidad compartida y la victimización de ambas, exhibida en la queja sobre las acciones de la “otra” es un pataleo estéril, una huída.

En la vida de toda mujer que viva lo suficiente llegan los temidos cincuenta (o cuarenta, o sesenta) y, con los años, una actualización de la autarquía corporal: la menopausia. Ese cuco de los calores y la baja de estrógenos que amenaza con volver fofo en el aire a todo lo sólido. Ese miedo existe, con él convivimos y cada quien busca, como pasa con el desamor, gestionarlo de la manera más digna posible. Claro que siempre hay excepciones que encontrarán la forma de transformar en contenido digital la experiencia y exprimir cada detalle para volverlo monetizable. Aunque ese sea un aspecto fuera de las inquietudes de la directora francesa Coralie Fargeat y apenas una especulación sobre el entorno digital que habitamos.

Habitar la piel (y el síntoma)

Entre la vorágine a la que se arroja Elisabeth al comer desaforadamente y clavarse frente a la TV la semana completa mientras su alter ego “descansa” en el fondo oscuro de un baño helado y el frenesí de Coca light y ejercicio frente a las cámaras que ejecuta Sue cuando le toca conducir el cuerpo, hay puntos de contacto. Por un lado, el hedonismo al que se entrega la que por años y años habitó una vida de disciplina en función de su imagen que, a su vez, genera en su contraparte la demanda de autocontrol. Por el otro, y en espejo, el caos que la joven produce con sus acciones en el cuerpo de la matrix que garantiza su supervivencia. Ninguna de las dos vela por el cuerpo que habita en tiempo presente ni tiende a la preservación del yo en apariencias escindido que comparten. Como si la propia corporalidad se les hiciera insoportable y ahí, en la frustración, apareciera el síntoma a gritar lo que cada una calla por separado.

Esta lectura habilita la conversación sobre dismorfias, desórdenes alimenticios, conflictos con la autoestima y hasta la adicción a procedimientos de embellecimiento —sean o no quirúrgicos. Nada parece ser suficiente a la hora de remediar un problema que en la superficie aparece como estético pero, en realidad, habita en la profundidad de nuestra psiquis.

El cuerpo como un problema del que hay que desligarse

Hasta dónde nos condicionan las tecnologías que incorporamos a nuestra vida y nuestras rutinas es una inquietud que aparece cada vez más en la producción cultural contemporánea y ya no es patrimonio exclusivo de la ciencia ficción. En Severance, producida por AppleTV y dirigida por Ben Stiller, los trabajadores de una empresa acceden a implantar en sus cabezas un chip que altera la noción de quiénes son durante el horario laboral. De esta manera, la empresa garantiza un hermetismo total sobre las tareas que los empleados llevan a cabo dentro del ámbito de trabajo. Ellos no saben quiénes son ni qué vidas llevan adelante por fuera del lugar donde trabajan y viceversa: mientras viven su vida no tienen idea de lo que ocurre en la oficina. Otro ejemplo de esa escisión es narrado por la miniserie británica Years and years en la que el personaje de Bethany, quien tras un tiempo de valerse de avatares visuales proyectados sobre su rostro para mediar su interacción con el entorno, pretende ser “copiada” a la nube para dejar de existir materialmente y vivir como transhumana. Deshacerse de la carne y volverse digital, data: problemas del cuerpo que la tecnología podría solucionar o complicar todavía más. 

¿Y por casa cómo andamos?

Si nos alejamos de las lecturas directas y, con permiso de Freud, nos queda la metáfora de todas las metáforas: mamá. A la hora de aventurar una historia en la que un nuevo ser emerge como versión más joven y mejorada del que funciona como fuente de vida, la maternidad cae por su propio peso. Y nuestra cultura está repleta de ejemplos en que la madre pretende vivir, a través de su hija, la vida que no pudo tener cuando era joven. Abundan las mujeres reales que funcionan como ejemplo. 

Yolanda Hadid torturó por años a sus hijas con una alimentación ridículamente deficiente en calorías para que las hermanas Gigi y Bella puedan triunfar como modelos o las atrocidades narradas por Jennette McCurdy en su autobiografía —más que recomendable— I’m glad My mom died, son apenas ejemplos de conductas de mamis que no han tramitado sus propias frustraciones y demandan a su prole la satisfacción de los objetivos truncos que quedaron en el camino, no sin infligir heridas que más tarde tendrán un correlato en la relación de las hijas con el propio cuerpo y la identificación del deseo. La que esté libre de madre criticona o cruel que tire la primera piedra.

El trabajo de la francesa Coralie Fargeat en la escritura y dirección de The substance es efectivo en tanto no tiene un mensaje, sino que propone líneas de lectura. Más allá de las referencias visuales, de la composición estética o el trabajo de montaje y diseño sonoro, es refrescante una narración compleja que invita a preguntarnos de qué estamos hechas las mujeres que somos, las que tenemos a nuestro alrededor y dónde estamos paradas a la hora de pensarnos. A nosotras y a nuestra imagen.

Nadia Lihuel estudió y se dedica a la comunicación y producción de múltiples formatos audiovisuales. Se rehúsa al periodismo pero no se priva de opinar cada tanto sobre temas de actualidad. Tiene el superpoder de la sugestión acústica y trabaja en el diseño sonoro de podcasts. Hizo lo propio entre 2021 y 2023 en Anaconda con Memoria.


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