Primer acto

Si metiéramos el ingrediente chic y la despreocupación por las condiciones materiales de existencia de Sex and the city y el tragicómico inglés de El diario de Bridget Jones en una licuadora, posiblemente conseguiríamos la síntesis de una serie llamada Envidiosa. La cabeza que metió los ingredientes y giró la perilla no fue la de cualquiera; lo hizo Carolina Aguirre, la escritora y guionista que ya en Ciega a citas (2009) dejaba ver un germen de este último trabajo producido por Adrían Suar y estrenado en Netflix, acaso como un ejercicio de avanzada. Hay mucho en común entre Lucía, entonces el protagónico de Muriel Santana, y Vicky, interpretado con suma gracia y picardía por Griselda Siciliani: ambas se encuentran solas y ven la dicha —o, en rigor, lo que para ellas es la dicha— pasar. 

A todas las mujeres en Envidiosa les va bien, incluso a Vicky, quien aun teniendo una vida de princesa judía del siglo XXI, quien aun teniendo sin aparente esfuerzo “todo lo que quieren las wachas”, se siente infeliz. Y se siente infeliz porque en un impulso dejó a su novio de larga data, cansada de esperar el casamiento, los embarazos y la casa en el barrio cerrado; también porque el ex novio rehizo su vida —pero, sobre todo, las fotos de su vida, su branding— en tiempo record. Se siente infeliz porque todos alrededor son felices, porque hasta su madre coge contra un árbol, porque hasta su hermana antinatalista se reconcilia con el mandato del bebé justo a último momento. Se siente infeliz porque todas a su alrededor se casan y porque se da cuenta de que tener “la vida resuelta” tiene gusto a nada sin la presencia del amor. 

Mientras tanto, los tipos en la serie conforman el retrato de la impotencia: el ex concubino, rendido al ideal de época, que sostiene a toda costa un vínculo de tensa amistad con quien hasta hace instantes era su pareja; el amigo copado, el chabón sensible que la acompaña y la salva de todas, una especie de aliadín que no es tal porque, como en todos los casos, tiene intereses propios; el jefe, soldado del garche voraz, hábil para la promesa y la manipulación, figura del éxito hasta que irrumpe la esposa y la charada del bon vivant se desmorona; los maridos de las amigas, uno que camina al altar con un usuario activo en una app de citas, otro que cae en cana por lavar dinero, un gringo que probablemente no esté enamorado sino a punto de casarse con el exotismo que a la gente del norte fascina de Latino América. En el mismo andarivel, el papá abandónico de la protagonista, —interpretado por el Grande, Pa! Arturo Puig— apenas aparece. Es un fantasma en la vida de Vicky y en la narración, y por supuesto encarna toda la paradoja. Aquel padre es quien funda el conflicto sobre el que se arraiga la historia, conflicto que el personaje de Siciliani lleva a terapia y en su cartera, junto a su iPhone y su labial de Mac, adonde sea. Contrario a las reglas de la TV, en este caso, lo que no se ve, existe con mayor intensidad que todo lo que orbita y está a la vista. La Vicky niña que no fue mirada por su padre hoy desespera por amor.

Envidiosa es una serie efectiva, bien hecha gracias a la capacidad experta de producción de cine y tv argentinos, un sector pulverizado por la trituradora del ajuste. Tiene una docena de episodios que funcionan perfectos unos con otros, bajo la premisa de complicarle la vida a quien quiera dejar de mirarlos en el medio para ponerse a hacer otra cosa. Es un consumo pasatista que, pese a ello, despliega una serie preguntas que no tienen que ver con definir si es una serie feminista o no, o si Victoria, pese a “no entender nada de feminismo” —una puntada de astucia de Aguirre—, en efecto lo es o no. Lo mejor de esta ficción aparece en las zonas más alejadas.

Segundo acto

Envidiosa está escrita desde el título. No hay mucha vuelta que darle, no hay doctorado en letras detrás de esta interpretación; al contrario, hay literalidad. No es solo el adjetivo que signa la historia incluso antes de darle play, es mucho más. Es el calificativo que toda mujer de éxito —considerada o autopercibida— también lleva en el fondo de la cartera, junto al iPhone y su labial Mac, siempre a mano para usarlo, en caso de emergencia, con la misma decisión que un gas pimienta contra un agresor o un sospechoso. “Envidiosa” es la palabra mágica con la que las mujeres procuran neutralizar las críticas que reciben de otras, un tic que, por supuesto, confiere riesgos que la fuerza del reciente período verde de la historia debería haber eliminado. 

Si en Argentina las mujeres fuimos los sujetos políticos que fuimos, capaces de lograr lo que logramos, si somos los sujetos políticos con capacidad de “torcer elecciones” y “poner freno a las embestidas de la derecha” —por más que los votos desmientan tamaña afirmación—, ¿cómo es posible que la envidia persista, que aparezca una y otra vez como la mediadora de nuestras relaciones? ¿Cómo entra en el discurso de la hermandad social el mito de una pasión tan baja, más proclive al odio que al amor? La envidia se abre camino entre nosotras en otro esfuerzo por despolitizar la manera en la que nos relacionamos y, de paso, vigorizar el viejo estereotipo de género que nos reduce a las mujeres a seres conducidos no “por la razón” sino únicamente por “los sentimientos”. De esa forma, lo que nos decimos unas a otra, cuando el imperativo de la alcahuetería o la adulación es desplazado por la objeción o el juicio, se trata de un asunto de simple envidia. Lo dice la Biblia, es un pecado capital. Lo dice el psicoanálisis, es un mecanismo de defensa. Lo dice el arte, es una mujer con serpientes enredadas entre su pelo. Lo que se dice mala prensa.

Para que la lógica de la envidiosa sea tal, desde luego, tiene que haber una envidiada. Esta escena lo que hace es prometer un vínculo, más o menos manifiesto, de asimetría. Así, la crítica, el comentario, el cuestionamiento o la confrontación constituye indefectiblemente una amenaza para la dama entronada en el lugar de superioridad y un acto vil, cuasi delictivo, de quien profiere esa crítica, ese comentario, ese cuestionamiento o esa confrontación. La envidiada, por supuesto, prefiere acampar en su patológica paz mental y para eso necesita cancelar las miradas de las otras, acaso por si en ellas viniera algo de verdad, de acierto, de interrogación. La envidiada necesita del baño permanente de admiración —así se logra el brillo de su corona— y todo juicio no puede ser otra cosa que producto del derrape de un afecto ruin, tan poderoso y arrasador que no puede expresarse si no es a través del daño. Y vos, ¿cuántas envidiadas conoces? ¿Cuántas lees todos los días? ¿Con cuántas te cruzas? Perfectas, infalibles y atractivas, son las dueñas del éxito, de sus propias narraciones y de su prensa, son las que dictan quiénes están tomadas por el veneno de envidia y quiénes no, son las que creen que no se les perdona que les vaya bien —whatever that means en la escena de hoy. Hay que creerse mil para ir por la vida con esa presunción prendida al pecho. ¿Es un mal de época que nadie sospeche de su propia intrascendencia?

Vuelvo a la serie porque ahí está todo. A Vicky le dicen “envidiosa” las amigas, la hermana y la madre —incluso tal vez lo sugiera la analista— y ella, arrasada por ese sentimiento que la domina y la convierte en una persona inestable, es incapaz de ver las fisuras en las demás. Fisuras que alojan pésimas decisiones, negación, ascenso y mandato social, obligaciones e inercias. Fisuras que también alojan narcisismo. Victoria, forzada a la adultez durante la infancia, cautiva de una forma densa y oscura de ver el mundo, no solo lucha con la viscosidad de sus avatares post ruptura, con su crisis de los 40 y su tendencia al papelón. También lucha contra la soberbia y la sordera del círculo íntimo de mujeres que intenta contenerla pero no la entiende y apenas la soporta. 

Tercer acto

Hay un elemento de Envidiosa que me pareció muy piola y es la forma en la que las redes sociales resultan incisivas en la historia. Esa injerencia, cuyo inicio puede marcarse en los albores de Facebook hace 20 años exactamente, creció a ritmos tan rapaces que “vida real” y “vida virtual” no pueden pensarse como dimensiones escindidas. Se transformaron en una misma cosa, permeable, porosa, afín, superpuesta, extendida, condicionante. Es imposible determinar cuándo pasó, cuándo terminó la era de “lo que sucede en la pantalla, queda en la pantalla”, pero sí fácil advertir el deterioro en la forma de relacionarnos. ¿Hace cuánto vivimos con un dispositivo móvil conectado al final del brazo? ¿Hace cuánto las cosas que ocurren pueden ser vistas en tiempo real en todos lados? ¿Desde cuándo somos todos gestores y partícipes de este reality show de mal gusto —como todos— sin premio ni final?

Vicky se entera por las redes que su ex de puso en pareja con una brasileña estereotípica, de rulos y lomazo a lo Sonia Braga. Vicky ve las fotos de fin de semana en el country de sus contactos. Vicky mira el retrato de los hijos rubios de su compañera de trabajo. Vicky le muestra a sus amigas la foto del jefe hot con el que flashea estar de novia. Vicky descubre al fiancée de su amiga en una aplicación de citas. Para ella, y para la humanidad —incluso para los estudiosos de la trama detrás de las pantallas— las redes sociales son una ventana por la que asomarse al mundo pero también el espejo de un probador mal iluminado, una superficie que muestra estándares y devuelve agujeros. Ver lo que muestran los demás, a Vicky la hace olvidar de (todo) lo que ella tiene, mucho más de lo que muchas trabajadoras se atreverían a soñar en un país rematado por Milei y sus dos Caputos. Para Vicky, lo que debería ser una herramienta de sociabilidad y ampliación del campo de batalla, es un elemento cortopunzante.

“Yo también quiero tener algo que anunciar”, exclama la protagonista de Envidiosa en uno de sus muchísimos y penosos y adorables exabruptos, en una declaración honesta ubicada en los tiempos de hoy. Vicky quiere ser feliz. Vicky quiere llegar a eso que cree que la va a hacer feliz. Pero lo que más quiere es que la vean y la sepan feliz. Quiere revertirse: no ser más la envidiosa sino convertirse en la envidiada. Quiere poder producir en los otros la intensidad de lo que los otros producen en ella. Ser su propia agente de prensa, su community manager, su productora de contenido para mostrar que, al fin, puede hacer honor a su nombre. Aunque solo algunos lo moneticen y hagan una profesión de “influenciar”, o más bien “llamar la atención”, todos estamos metidos en ese Ponzi de pelotudez. El pudor te lo debo y que viva la imagen autoconstruida de sí.

En las redes sociales se hicieron posibles parejas y familias, trabajos y proyectos de laburo, oportunidades de inserción de infinitos tipos y también aparecieron novedosas maneras de exclusión, humillación y oprobio, que reemplazaron los castigos físicos por el terror psicológico. En este contexto, las redes facilitaron amistades pero también una nueva forma de las amistades, no solo mediadas por lo que ocurre estrictamente en la pantalla sino signadas ellas, con sus influjos, hábitos y costumbres. No son amistades epidérmicas, más bien son vínculos amistosos fundados en la interacción que subsisten en función del nivel de conexión. Así como una relación puede forjarse en función de los FAVs y los RTs —es decir, la aprobación— o de los corazones que regamos a diestra y siniestra, es posible que esa misma relación se desarme, se desmorone, al suspender o dejar de hacerlo. En la red, la lógica de la envidiosa y la envidiada se exacerba, porque el flujo puede medirse y rubricarse en sus propios libros contable. La revolución de internet vino a achicar el mundo y a decirnos, de paso, que éxito y fracaso son sentidos pero también números.

Sería sencillo culpar al algoritmo por la mirada transaccional que adquirimos y adjudicamos a los vínculos, por lo que entendemos por correspondencia y reciprocidad, por lo dañada que tenemos la idea de paridad. Pero también sería ingenuo considerar que el efecto prolongado de las redes en nuestras subjetividades no tuvo ni tiene un efecto. ¿Cuántas amistades comenzaron en las redes y perecieron en su ley? ¿Cuántas pobres envidiosas le corresponden a una envidiada? ¿Por qué, aunque sea su secreto mejor guardado, la envidiada necesita del respirador artificial de las redes sociales para sostenerse?

Las mentes más brillantes y envidiadas de mi generación se han visto ofendidas porque tal o cual no comparte —es decir, no amplifica, no divulga, no promociona— la canción que compone, el libro que publica. Han dejado de recomendar una nota que los conmovió, solo por no querer “dar publicidad” o “regalar seguidores” a su autor o autora. Han tomado represalias al retirar sus valiosas interacciones de las cuentas de su “antes amigo” porque ese “antes amigo” suscribió con un fav a los dichos de un enemigo público. Han hecho escándalos o elaborado teorías conspiranoicas porque no se los festeja lo suficiente, en cyber aplausos cerrados y cyber ovaciones de pie, por algún “logro que logran”. Han usado la palabra envidia en vano para ponerse al reparo de lo que no es adulación pública, por no soportar que el hechizo de la lógica asimétrica y verticalista en la que se acomodaron pueda romperse.

Las redes sociales convirtieron la figura entrañable del amigo en la insustancial y pusilánime del seguidor. Fraguaron el pacto político (y sagrado) de la amistad en función de esa mercancía llamada “capital social”. Criaron una legión de adictos al barbitúrico de la especulación, donde dar atención y atenciones a través de íconos simpáticos suponen gestos de amor.

Coda 

Dejo en suspenso algunos puntos pero hay uno que me interesa especialmente: el del envidioso. ¿Opera la envidia con la misma intensidad tanto en hombres como en mujeres, a quienes se les atribuye toda su carga? ¿Qué forma toma cuando el que la detenta es un tipo? ¿Se muestra tan transparente como el “querer lo que la otra tiene” o se traviste en ropas más serias y silenciosas? Entre tipos, ¿prefieren bajarle el precio a aquello que les gustaría tener para convencerse de que lo quieren menos? ¿Le encuentran defectos para acaso intentar evitar la fascinación? Por supuesto que no debe haber sido el efecto que buscó generar Envidiosa, pero mientras miraba la serie pensé muchas veces en el también-muy-predispuesto-al-papelón Javier Milei. No me costó imaginarlo en el pasado, cuando todavía era un excéntrico panelista, gritar en la intimidad de su casa “Yo también quiero tener algo que anunciar”. Cierro los ojos y puedo verlo scrollear las redes sociales de funcionarios argentinos, de diputados, de senadores, de ministros y voceros, revisando likes en interacciones, enrojecido de ira junto a su hermana, en la inminencia de un episodio multifruta de sentimientos, mientras el concepto de casta tomaba más y más dimensión en la habitación endeble y tenebrosa que es su psiquis. En contra de quienes no pueden salir de la parálisis de la envidia, y muy a favor de Milei, al menos él pudo hacer de su debilidad envidiosa una política seductora. Porque golpeó y golpeó en el mismo lugar, al calor de los hornos inflacionarios, hasta que pudo darle forma a un enemigo perfecto e instalarla en las mentes del electorado. Y ahora, ¿quién envidia a quién?

Paula Puebla es autora de Una vida en presenteMaldita tu eres y coautora de Diario de un tiempo mesiánico (17 grises). También escribió El cuerpo es quien recuerda (Tusquets). Dicta talleres de narrativa, colabora en medios diversos y, junto a Victoria Sosa Corrales, es CEO de Vayaina Mag.


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