¿Qué darías por volver a empezar? Habría que preguntar en el Partido Demócrata. En 2016, la Coalición Obamista —esa alianza entre sindicatos, trabajadores, universitarios, militantes por los derechos LGBTQ+, artistas en general y los buenos del capital financiero internacional— sufrió su primera y hasta entonces mayor derrota. Hillary Clinton, la candidata del establishment, la política de carrera, la predestinada a ser la primera mujer presidenta de los Estados Unidos, perdió las elecciones frente a Donald Trump. ¿Cómo una mujer que representaba todo lo bueno, más allá de uno o dos genocidios en Medio Oriente, podía perder frente a un empresario de honestidad dudosa, devenido en estrella de realities, naranja como una bolsa de Cheetos, que alardeaba de agarrar a las mujeres by the pussy, y encarnación de todo lo malo en general?
El Partido Demócrata nunca se recuperó de esa herida narcisista, pero el pésimo manejo de Trump de la economía y la crisis del Covid-19 le dieron otra oportunidad. En 2020, los azules volvieron a la Casa Blanca con un récord de votos histórico, de la mano de Joe Biden, un político tradicional, católico, histórico senador de Delaware, que había sido dos veces vicepresidente de Obama. Su compañera de fórmula era Kamala Harris, una Hillary mejorada que representaba todo el American Dream que los demócratas querían vender.

Kamala Harris nació de una familia de inmigrantes, una bióloga de India y un profesor de Economía afro-jamaiquino. Su familia vivió, antes del divorcio de sus padres, entre la Costa Oeste en la cumbre de la ola hippie de los 60 y Quebec, en Montreal, la parte “progre” y francesa de Canadá. Kamala pudo asistir a escuelas públicas integradas, o sea, digamos, con estudiantes blancos y afroamericanos. Estudió Ciencias Políticas y Economía en Washington DC, volvió a California para graduarse como abogada. En 1990 empezó su carrera como fiscal en el Condado de Alameda, para 2002 ya era fiscal de San Francisco y en 2010 se convirtió en procuradora general del Estado de California. En 2016, la elección que Hillary perdió, Kamala Harris se convirtió en senadora de California, apoyada en campaña por nada menos que Barack Obama y Joe Biden.
Kamala aparecía como una especie de other self de Hillary Clinton, su versión mejorada, 17 años más joven, con ascendencia afroamericana, con una historia de superación y meritocracia de verdad. Usaba los mismos trajecitos sastre, sí, pero no había mandado a matar a miles de personas en Irak y Afganistán. Era menos de izquierda que Bernie Sanders y AOC, para tranquilizar a Wall Street, y metió suficientes tipos en cana para apelar al votante “de centro” de Estados Unidos. Se casó de grande, casi a los 50, con Doug Emhoff, un abogado tranqui, judío y progre de Los Ángeles. A diferencia de Hillary, el marido de Kamala no tuvo un affaire público que casi le cuesta la presidencia, ni figura en la lista de Jeffrey Epstein. Todo a favor.

Pero el conjunto de las ventajas competitivas de Kamala no pudieron salvar el desastre que fue el Partido Demócrata entre 2020 y 2024. Ya arrastraba algunos defectos desde los últimos años de Obama (no buscarle reemplazo a tiempo a Ruth Bader Ginsburg fue un error estratégico imperdonable), pero el mandato de Biden no pudo solucionar casi ninguno de los problemas que dejaron Trump y el Covid-19. La economía mejoró y el desempleo bajó, pero los precios nunca volvieron a los valores pre-pandemia: después de 22% de inflación acumulada en 4 años la sensación era que todo estaba peor. A eso se le sumaban la catástrofe migratoria en la frontera con México, una política exterior desastrosa que profundizó el declive de la hegemonía estadounidense ante China, la crisis de los opiáceos y el fentanilo y la idea de que la inseguridad crecía en todos lados (pero más en las ciudades liberales).
Para empeorar el panorama, Joe Biden mostraba evidentes problemas de salud mental en los últimos dos años. Todas las semanas se viralizaba un video en el que el presidente empezaba hablar y no sabía cómo seguir, o balbuceaba, o parecía más perdido que De la Rúa en Videomatch. La percepción general, irrebatible, era que Biden estaba unfit for office, y mucho menos podía ser presidente 4 años más. Pero nadie, ni los Obama, logró convencer a Biden de bajarse. Joe consiguió la nominación partidaria a principios de junio, y a fin de mes tuvo el primer debate con Trump. Fue una catástrofe. Los demócratas presionaron de nuevo, había demasiadas donaciones de campaña en juego, y en julio lograron que Biden se baje. Hillary rechazaba la reelección, pero quiso mostrarse prescindente para no quedar mal. Al final, maniobró para que Harris fuera la candidata en lugar de Joe. Si ella no pudo ocho años antes, tendría que llegar su pupila.

Kamala parecía en principio una buena candidata. Su nominación cortó con la inercia y revirtió, al principio, los resultados de las encuestas que mostraban a Trump como seguro ganador. En el debate logró dejar a su rival como un loquito. Pero su campaña adolecía de un problema fundamental: el público quería cambio y ella estaba obligada a defender una gestión impopular de la que no podía despegarse. O sea, digamos, la propia Kamala había negado en múltiples entrevistas que Biden estuviera, me explico, gagá. Resultaba difícil, entonces, explicar por qué ella era candidata en su lugar. Todas las promesas electorales que hacía volvían con un eco molesto: ¿por qué no lo había hecho antes, si ya era vicepresidenta? Sus respuestas dominaban el arte de no decir nada, al mejor estilo de Lizy Tagliani.
Donald Trump se recuperó del golpe inicial y pudo remontar su campaña. A su dispositivo de fake news y teorías conspirativas de derecha le venía bárbaro, por ejemplo, que Kamala propusiera controles de precios como propuestas económicas. Además le sacó la ficha enseguida: había algo falso en ella. El video de Trump reaccionando al discurso de aceptación de la candidatura de Kamala es elocuente: “Too many thank yous”, lanzó, coquita común en mano. Lapidario. Antes había ido a un McDonald’s a servir papafritas para demostrar que su rival mentía, porque nunca había trabajado ahí como decía su curriculum. Puede ser un millonario criminal y desagradable, sí, pero Trump logró vender con éxito la idea de su honestidad, de que es un tipo genuino. Y los votantes compraron.

La campaña de Kamala comenzó a deshilacharse en el tramo final. El vibe shift de Estados Unidos en los 2020s pedía una Sidney Sweeney y los demócratas ofrecían una Zendaya. El spot de los Avengers (estilo Supón) a favor de Harris sólo reforzó el elitismo de su propuesta. La propuesta de Julia Roberts para que las mujeres le mientan a sus maridos sobre su voto fue todavía peor. Mientras Trump apelaba al voto latino con la promesa de no dejar entrar más latinos al país, Kamala ofrecía a la comunidad afroamericana despenalizar el consumo de marihuana. A las mujeres les hablaba casi siempre de aborto y casi nunca de inflación, ingresos y vivienda. Los republicanos se quedaron con el voto low income low education que había elegido a los demócratas en los últimos 15 años y fue game over.
El triunfo de Donald Trump probablemente cierre el largo ciclo neoliberal que Estados Unidos inauguró en 1973. Fue justo el mismo año de Roe v. Wade, el fallo de la Corte Suprema que sostuvo en la práctica el derecho al aborto en todo el país, que sería revertido por el fallo Dobb de la corte trumpista en 2022. Kamala afirma que su madre le decía “podrás ser la primera en hacer muchas cosas, pero asegurate de no ser la última”.

Seguramente no sea la última candidata mujer, pero todo indica que, como Hillary, ya no será la primera presidenta de Estados Unidos. O sea, digamos, tal vez haya cierta misoginia inherente en el votante yanqui. Pero tal vez el problema sea la política. El monstruo del neoliberalismo demócrata repta por el pavimento del sistema político estadounidense mientras Donald Trump prepara su plan mileísta de demolición, saqueo y shock. El partido es un engendro que no puede dejar de ser políticamente correcto pero tampoco puede generar bienestar para los suyos. Una masa amorfa entre el progresismo obamista y los venture capitals, parecido a un teratoma, que ya no puede reproducirse, pero todavía es incapaz de morir.
Facundo Falduto es periodista y editor en Perfil.com. Escribe análisis políticos nacionales e internacionales desde un dos ambientes en Balvanera en su newsletter Peor es laburar.







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