Con la eficacia que viene mostrando para hacer ruido mediante gestos que escandalizan al progresismo, Victoria Villarruel arremetió contra la educación gestionada por la Provincia de Buenos Aires, epicentro del kicillofismo, la fuerza incipiente que no termina de ser fuerte y que tanto le debe al oficialismo por haberle puesto a Carolina Píparo de competidora. Como sabemos, Victoria se autopromociona bajo el lema «Dios, Patria y Familia» pese a formar parte de un gobierno que profundiza la consabida entrega al capital financiero y las corporaciones, y a no haber formado una familia propia (sobre la parte de Dios, dado que el vínculo con la divinidad es cosa del creyente, mejor no suponer), por lo que una embestida de este tipo era esperable. Como casi todo lo que es un golpe de efecto en redes sociales, los argumentos fueron menos argumentos que acusaciones, amén de gafes muy refutables, como pretender que hay un gran peligro cifrado en las palabras “pija” o “concha” incluidas en un extracto de la novela Cometierra, de Dolores Reyes, sugerida para mayores de 16 años. 

¿Cuál fue, en verdad, el objetivo de Villarruel? Asociar los fragmentos del best seller editado por Sigilo con la ESI diseñada en la provincia más habitada del país, omitiendo que la colección a la que pertenecen, Identitades bonaerenses, no está destinada a los programas de educación sexual. No hay mucho que decir del valor artístico y literario de la saga de los títulos que componen el escándalo porque, en última instancia, con bajar una línea determinada, el material pedagógico ya está cumplido y exigir que se haga con demasiada gracia o ingenio carece de mayor sentido. Pese a lo que muchos quieren creer, no es una discusión sobre literatura; lo que logró la hija del militar es arrastrar al centro de la escena todo aquello que se enseña sobre sexualidad en las escuelas.

En la revuelta de indignaciones, tanto de la vereda de “adoctrinados” como de “adoctrinadores”, con los niños utilizados de botín de guerra como en un mal divorcio, un material sí dispensado para el segundo ciclo de la ESI explica la cantidad de adhesiones cosechadas entre los mapadres por la habilidad de la vicepresidenta. Nos, un libro-juego de Mariana Nobre, contiene al menos dos imágenes, que llamaron la atención en tanto desafíos a las normas de género: en una, vemos dibujado a un tipo barbudo en una bañera, acompañado por un niño y la palabra “Deseo”, escrita debajo. En otra, vemos a un nene chapando con otro que, por el tamaño, parece adolescente, ambos muñidos de sus mochilas escolares, acompañados por la palabra “Acceso”.

En un tiempo en el que la infancia es hipersexualizada en ámbitos de gran alcance, como los medios o la publicidad, en un tiempo en donde la palabra “pedofilia” se oye en las noticias a toda hora, estas escenas ayudan a entender la aparición de voces que prefieren otras maneras de advertir a los niños sobre los riesgos de abuso o plantear el desarrollo de la sexualidad. Sin embargo, no hay un despliegue de un debate real. De un lado se exagera, no sin caídas en la hipocresía, la adhesión fanática a grandes valores tradicionales, y, del otro, se exhibe un vanguardismo que se arriesga a ofender a quien profesa una fe o reclama atención sobre otros marcos teóricos. 

Como toda puja, la de la ESI llama a pensar en posibles conciliaciones, al tiempo que invita a especular sobre si existe un verdadero modo de ser argentino, sobre lo que emerge espontáneamente de nosotros versus lo que nos ha sido dictado. A diferencia de los habitantes de muchos otros lugares marcados por divergencias irreconciliables debido a la presencia de teocracias, totalitarismos, guetos raciales o guerras, los argentinos confluyen en muchas prácticas, más allá de lo que digan o más allá de los que les convenga políticamente decir.

Comparado con norteamericanos y europeos, a los que toma frecuentemente de referencia, el argentino parece bastante flexible, ni tan facho ni tan progre, ni tan racista ni tan abierto a todos, ni tan antiputo ni tan aliade, ni tan conservador ni tan libertino, ni tan religioso ni tan ateo. Le gusta el sincretismo de colgarse un Rosario y tatuarse al Ché, festeja las Navidades aunque sea judío, es atrevido para mil cosas y pacato para otras tantas. Como Victoria Villarruel, come una hamburguesa imperialista y un chori nacional. Como Axel Kicillof, se enorgullece de su pareja heteronormada y sus hijitos al mismo tiempo que banca la marcha del orgullo.

Los que nos visitan desde el exterior dicen que tenemos una “personalidad”, inadvertidos como están de nuestras disputas más o menos ideológicas. Pese a toda nuestra historia, a la que no le faltó sangre, hay algo equilibrado en nuestra forma de ser que, en décadas grieta partidaria y, sobre todo, de fragmentación económica, parece olvidado. Que no podamos estar todos contentos, es menos culpa de nuestras diferencias –tal vez más fáciles de sobrellevar de lo que parecen– que de la ineptitud política para satisfacernos a todos. Montado en una crisis eterna, prometiendo lo que nunca llega a cumplir, el poder azuza la separación de quienes deberían convivir en paz, como si el único contexto habilitado para la unión fuese salir a festejar ser Campeones del Mundo. 

Nancy Giampaolo es periodista, guionista y docente. Colabora en medios gráficos y es columnista del suplemento cultural del Diario Perfil. Publicó Género y política en tiempos de globalismo (Nomos), Radiografía de la corrección política (Casagrande) y Feminismos, liberación o dependencia (GES). Co escribió el guión de la comedia Caida del cielo y, entre 2005 y 2013 hizo guiones periodísticos en la Televisión Pública. Desde 2021 lleva adelante El Lado C, un ciclo de entrevistas con Diego Capusotto en teatros de Argentina y otros países hispano parlantes.  


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