En el patio de la escuela hay un pupitre para dos personas sobre el que las maestras colocan otro del mismo tamaño. Encima de la torre, una videocasetera, primero, y el televisor negro de dieciocho pulgadas después. Un alargue blanco y sucio cuelga desde el enchufe de la pared hasta la televisión. Cuidado con el cable, dice una de las docentes a los chicos que ingresan al patio. Nadie pasa por debajo de la mesa que se puede caer la tele, grita la otra maestra. Pónganse campera, bufanda y guantes, chicos, vamos a estar un rato acá y no queremos que nadie se enferme. Una vez que ingresan todos los estudiantes y se sientan en el piso de baldosas, la docente introduce la grabación en la videsocasetera y aparece un ratón Mickey gigante. Los chicos gritan. Silencio, silencio, por favor, dice la maestra mientras pausa el video. Bueno, hoy estamos todos reunidos acá porque queremos darles la bienvenida a Sofía y Marina Agliardo que regresan de pasar sus vacaciones de invierno en Disney. Ellas, muy generosamente, quisieron compartir con nosotros el video que grabaron durante su viaje. Así que vamos a verlo en silencio y prestando mucha atención, porque es la forma que tenemos de estar un poquitito ahí, en ese lugar que ninguno de nosotros conoce y queda tan lejos. Quizás, en algún momento vayamos y recordemos lo que nos mostraron con tanta gentileza las chicas Agliardo la mañana de hoy. 

Luego de esta breve introducción, la maestra aprieta el botón de play y el ratón Mickey comienza a moverse de nuevo. Nicolás también se mueve pero por incomodidad. Querría estar sentado en una silla, no sobre el piso helado del patio, pero le gusta ese mundo color pastel que aparece en la pantalla. 

―¿Por qué Sofía tiene puesto un short si estuvieron ahí la semana pasada?

―Porque en Estados Unidos no es invierno ahora, es verano.

―Muy bien, Sofía. Tiene razón. Esas son cosas que se aprenden viajando. O escuchando lo que cuentan las personas que viajan. Ahora no te lo vas a olvidar más, Santiago: en Estados Unidos siempre es la estación contraria a la que es acá. 

―¿Extrañaste Vivoratá?

―Nada.

―¿Por qué?

―Porque acá todo es aburrido y en el almacén no hay golosinas. 

―¿Tomaste Coca Cola todos los días?

―Sí.

―Bueno, son preguntas muy interesantes, Santiago, pero hagamos silencio para prestar atención. 

Nicolás mira en la pantalla a Sofía sonreír ante una tienda de regalos. Su padre, el único veterinario de Vivoratá, le indica que entre mientras la madre la filma. Por un costado aparece Marina que también pide entrar. Se escucha la voz grave del veterinario que les da autorización a las dos hijas  y agrega que elijan un regalo para cada una. Las nenas Agliardo gritan. Los chicos en el patio de la escuela, también. Nicolás se estira el pullóver verde que al levantarse enfrió su cintura. Hace un sonido suave solo para ver el vapor que sale de su boca. La televisión muestra a Marina que sonríe con un domo entre sus manos. Con suavidad, lo agita. La toma se acerca al objeto y enfoca a los pedacitos de nieve que caen con lentitud sobre un castillo diminuto.  

―¿Qué es eso?

―Se llama domo.

―¿Gomo?

―No, Lorena. Domo, con d. 

―¿Y cómo hacés para que se mueva lo de adentro?

―Lo agitás y se mueve.

―¿Lo podés traer mañana?

―No, Ignacio, porque se puede romper.

―¿Es lindo?

―Es hermoso.

―Traelo, Marina, dale.

―No, Tomás, ustedes son muy brutos y me lo van a romper.

―Chicos, dejen que Marina decida sobre sus cosas. Está muy bien que sea cuidadosa. Ustedes también tendrían que aprender a cuidar así sus pertenencias. Si lo hicieran, no estaría llena de útiles la caja de objetos perdidos. Bueno, sigamos mirando.

Nicolás quisiera retroceder la grabación para ver otra vez los copos blancos que caen sobre el castillo rosa. Nunca vio nieve pero la imagina así, lenta y elegante. Lo más parecido que conoce es la escarcha que en invierno endurece el pasto y al pisarlo hace un crujido débil, pero no alcanza a cubrir la superficie de color blanco. Además, no es nada elegante, al contrario, se tiñe de marrón con la tierra que hay debajo porque no logra la espesura de la nieve. Nunca vio un castillo tampoco. 

La pantalla muestra una fila larga y ordenada de familias que esperan para subirse a una montaña rusa altísima. Los chicos del patio gritan otra vez. 

―A qué vos no te animás a subir, Nacho.

―¿Qué te hacés? ¿Quién te dijo que no? Y cortala de empujarme, Santiago. 

Sofía pone los ojos en blanco y explica que mucha gente no se anima a subir, que en la pantalla no parece tan grande.

―No se la pueden imaginar, no tiene nada que ver comparado a lo que muestra la televisión.

―Decís eso porque seguro vos no te animaste a subir.

―¿Qué decís, Santiago? ¿Vos estuviste ahí? No hablés si no sabés.

La maestra pide silencio otra vez mientras el veterinario Agliardo enfoca a las personas que forman en hilera para subir al juego. Casi todos, grandes y chicos, tienen vinchas con orejas o bonetes con estrellas. Algunos, pese al calor, llevan puestos los guantes blancos con contornos negros como los famosos ratones. El señor Agliardo enfoca a un chico de la fila que tiene una pollera a lunares como la de Minnie. Nicolás lo ve y espera los chistes de sus compañeros. Pero ninguno dice nada, ni siquiera Santiago. Quizás no lo han visto. El veterinario insiste con una nueva toma de la longitud de la fila, desde el inicio hasta el final, y en ese camino, vuelve a enfocar al niño con pollera. Nicolás piensa que seguro tiene un short debajo y se colocó por encima la falda, como él hizo tantas veces con los camisones de sus hermanas. Josefina tiene uno color rosa con globos estampados en el pecho y volados en el ruedo. Ese es el preferido de Nicolás porque puede ponérselo y sacárselo rápido por arriba. Cada vez que lo hace, asegura la puerta de la habitación por dentro con la silla del escritorio y se mira en el espejo de pie manchado de humedad y cascado en una de sus puntas. De frente, perfil izquierdo, derecho, de atrás, uno o dos giros y a las corridas se lo saca y vuelve a guardar la prenda debajo de la almohada de su hermana. 

Sus compañeros no se rieron del chico con pollera en Disney, como si acaso fuera invisible. O quizás lo vieron pero no desentonó con ese paisaje de ensueño, de colores pastel, de alegría y de castillos. Nada que ver con aquella vez que llevó la cartuchera nueva lila y rosa con doble piso. Durante las dos primeras horas la había guardado debajo del banco y había sacado los útiles de a uno para que no la viesen. Después del primer recreo creyó que no había peligro. Al entrar al aula, la puso encima de su banco. Santiago, como si tuviera un radar, demoró un segundo en verla y empezaron los comentarios. Hasta las chicas se sumaron. Él se defendió como pudo, atacando: qué me cargan a mí, vos con la misma cartuchera desde primer grado, vos no podés abrirla del todo porque se te traba el cierre, vos que usás la que tenía tu hermano, vos que tenés una cartuchera gigante pero siempre está vacía. Nicolás la había elegido en una visita que hizo con su familia a Mar del Plata. Tenía un arcoiris en una de las tapas y un cierre de cada color. ¿Estás seguro de que querés este modelo, hijo?, le había preguntado su papá y Josefina agregó que lo deje, que a él le gustaban ese tipo de cosas y su papá asintió en silencio. Nicolás volvió en el colectivo con la cartuchera pegada a su pecho y acariciando el relieve sutil del arcoiris con la yema de sus dedos. 

Le gustaría ver al chico de la filmación dar vueltas con esa pollera de Minnie abultada. Imagina que los pliegues pueden elevarse y descender de una manera mucho más pomposa que lo que él logra con el camisón de Josefina. Lástima que su hermana usa joggins como él y no tiene vestidos ni polleras. Ya no le molesta la intemperie ni siente el frío del patio. Ojalá el señor Agliardo vuelva a mostrar al chico o el domo con el castillo nevado. Ojalá que el video no se termine nunca.  

Florencia Nelli es licenciada y profesora en Letras. Trabaja en las áreas de educación media y del adulto y del adolescente en diferentes escuelas de CABA.


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