Al quirófano no para de entrar gente. Hay 3 obstetras, 2 anestesistas, 3 neonatólogos, un puñado de enfermeras y residentes, una instrumentadora y algún estudiante de medicina. Todos llevan barbijo. Tengo puesto un camisolín celeste de friselina suave e incómodo en las tiras. Una obstetra de ojos azules me dice “contá hasta tres”, me abraza por el cuello y lleva mi cabeza contra su pecho. Tac, un ardor profundo en la espalda. Alguien, a quien no puedo individualizar entre esa marea de personas, canta las coordenadas: lunes 30 de agosto de 2021, a las 10.05 comienza intervención quirúrgica, Estefanía Dubois, 35 años de edad, RH, gesta gemelar bicorial, biamniótico. Al frente del equipo, el Dr. Martínez”.

Siento que lo que pasa dentro del quirófano es una fiesta y mi cuerpo, el banquete. Siento la superficie helada de la camilla metálica en la piel, tengo las manos atadas por si en algún movimiento involuntario pongo en riesgo la operación. El anestesista mayor se acerca y me hace un chiste: “¿Estás segura de que te querés operar con Martínez?”. El anestesista jóven me toma la presión cada tres minutos y me ordena “Quedate quieta, quedate quieta” cada vez que apenas me muevo. Soy como un chancho abierto sobre una parrilla y, ante cada cosa que me dicen, me parece que viene el lobo. Para comerme mejor.

Matías está vestido con las prendas reglamentarias de quirófano. Me agarra de la mano y tiembla. Mira el biombo azul que divide mi cabeza y parte superior del torso con la masacre. Entonces siento que abren mi panza, lo sé por las cosas que va mencionando el obstetra, por los sonidos de los instrumentos cuando son sacados de la bandeja, por la tensión general en los espectadores. Pero a mí no me duele, no me arde, más allá del biombo soy nada. Hasta que comienzan los sacudones: tironean para arriba, para abajo, para el costado. Los obstetras hacen fuerza, dicen cosas que no entiendo. Piden tijera, pinza, tijera, pinza. Tac tac tac. ¿Cuántas manos tengo metidas dentro? Sostengo la mirada en las luces, en el techo. Matías me acaricia y me susurra “está todo bien, amor”, pero tiene el seño fruncido como cada vez que está sucediendo algo que no le gusta. La parte superior de mi cuerpo aguanta, resiste; la inferior es una cosa, un organismo que no siente. 

Primero lo sacan a Felipe. Blanco, pelado, pesa 2.390 kilos. Lo ponen sobre mi pecho apenas unos instantes. Matías, tal como se lo indicaron en el curso pre parto orientado a gestaciones de un solo bebé, encara para seguir dónde se lo llevan enfermeras y neonatólogos. Pero le dicen que espere, que falta nacer la otra bebé. Matías siente culpa, piensa que van a robarle su primer hijo y que lo único que tenía que hacer ya lo hizo mal. Me lo contará una vez en la habitación. 

Catalina tiene un diagnóstico de restricción de crecimiento y esperaban llevarla a neo. Pero cuando la sacan, Martínez está eufórico: nace una nena con ojos abiertos, absolutamente sana, vital.  Pesa 2.190 kilos. El doctor grita: “Son dos nenes rubios, son dos nenes rubios!”. Como si fuese un estadio llenos de fans, él un rockstar y mis hijos su hit.

“Ahora, papi, andá con los bebés y nos quedamos terminando a la mamá”, dice una enfermera. Hay que limpiar la zona  y cerrarla. Oigo ruido de aspiradora y la vuelta a la acción del lobo. Indicaciones cruzadas, tijera, aguja, hilo. Tengo frío, tiemblo. El camillero trae frazadas y en algún momento mueven la camilla hasta la habitación, donde vuelvo a mirar el techo y las luces.

Es el segundo día de internación. Matías duerme en la cama de al lado hecho un bollo y no quiero reconocerlo pero me da algo de bronca. Yo no puedo dormir. Los bebés son como dos gatitos chiquitos que duermen en sus cunitas de acrílico transparente. En una de sus rondas, le pedí al rockstar del obstetra que me dé algo para dormir, que no duermo hace mil días. Él me ofrece hablar con una psicóloga de interconsulta. Le digo que no quiero hablar con ninguna residente, que yo soy psicóloga y además tengo mi propia psicóloga. Que solo necesito algo para dormir. Me dice que aguante.

Viene la obstetra de ojos claros, la que me abrazó cuando me inyectaron en la espalda. Le digo que estoy harta de las enfermeras, que una me trata mal cuando se tapa la vía. Que por favor me indique analgésicos vía oral. Me responde que a ella también la tienen harta. Y escribe en la hoja de indicaciones mi pedido. 

Viene una puericultora a la mañana y otra a la tarde. La leche tarda en bajar, pero por las dudas todas me manosean las tetas. Las enfermeras también. “Hay que estimular así producís”, repiten. Ven con malos ojos que los bebés usen chupete. “Ah, chupete. No van a agarrar bien”, repiten. Dicen que dos gotitas de calostro son mil millones de defensas para los bebés. Pero te aprietan las tetas como si fueses una vaca, una vaca en época de sequía.

Viene el jefe de neonatología y me explica: “Mamá, yo sé que querés dar la teta pero tus hijos nacieron con poco margen para esperar tu leche. Es necesario darles fórmula así pueden subir de peso. Si bajan de 2 kilos, van a neo”. Yo empiezo a llorar y el señor, que es como un padre, me habla, me da estadísticas y me dice que soy buena mamá. Yo pienso que me chupan las dos tetas agrietadas las estadísticas, la fórmula, el ideal de la lactancia materna, las puericultoras. 

No doy más. Lloro todo el día de espaldas a las cunitas porque es la única manera de que se me vaya el dolor de espalda causado por el aire que me entró en la operación. Mi cuerpo parece un sifón de soda a punto de explotar. Tengo las piernas hinchadas, entuertos en el vientre. Necesito que lo que pase con los bebés no dependa sólo de mi cuerpo. Que su bienestar no dependa sólo de mí. Que sean ellos también del padre y del mundo. 

Al tercer día de internación ya no lloro tanto, calculo que dormí una o dos horas. Matías cambia todos los pañales, da mamaderas, pone chupetes. Sale al pasillo y a la vuelta me dice: “Me crucé al padre de la habitación de al lado. Todo fresquito, recién bañado. Qué fácil es tener de a un hijo solo”. Cuando nos enteramos de que estaba embarazada de dos bebés, Matías estaba feliz, y yo preocupada pero como lo vi feliz me puse feliz. Él no sabía de todos mis antecedentes familiares de mellizos y me hacía el chiste que le había jugado la carta oculta, esos chistes que marcan para siempre la historia de una familia. 

Antes del alta, los neonatólogos me explican que hay que hacerle otros estudios a Cata por su diagnóstico RSU, para ver si tiene enanismo. Les digo ok, pero me tienen harta: mi hija está sana. Firmo la autorización y le sacan sangre. 

Viene mi hermana a ayudarnos con la externación. Hacemos todos los papeles. Como no estamos casados, los niños son técnicamente míos hasta que yo diga que también son de Matías. En recepción me quitan las pulseras a mí y a los nenes, que certifican que estuvieron en mi vientre y que puedo llevármelos del hospital.

Afuera, en la calle Perón y en todos lados, llueve. Es el típico día de frío y lluvia de Santa Rosa. Matías y mi hermana van con un huevito cada uno, además de otros bolsos. Corren hacia el auto para que los bebés no se enfríen ni se mojen. Yo los veo de atrás; camino despacio porque me tira la herida. “Mirá, ¡son mellizos recién nacidos! Y atrás viene la mamá llorando!”, escucho que dice una señora a su hijo y me señala sin disimulo.

Estefanía Dubois nació en 1985 en Juan N. Fernández, Provincia de Buenos Aires. Es especialista en psicología clínica y psicoanalista. Participó de publicaciones grupales de narrativa y tiene dos libros de poesía inéditos. 


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