Me entregué al arrastre que dictaban la luna y esa masa dulce y mojada que era mi carne. Hace tiempo que no había peces, los que sobrevivieron habían emigrado y con ellos se fueron los últimos intentos que hicieron los humanos para preservarme. Los días transcurrían monótonos, no se sospechaba vida bajo el eterno vaivén. La primavera anunciaba el nacimiento de las flores violetas en los árboles y eso me alegraba. El viento les mandaba mis saludos. A veces traía de vuelta algunos pétalos marchitos que se hundían para volverse parte de mí. Solía mirar las avenidas enormes con una curiosidad siempre hambrienta. Las luces difusas eran la única prueba de que la vida proliferaba, aunque ya no cerca mío. 

Un día, bajo ese silencio apremiante que solo quebraba el silbido tímido de algún gorrión, la lluvia me volvió valiente y me acerqué más que de costumbre a la costa. Me estiré para espiar al desierto gris que crecía detrás del puerto. Las luces se volvieron nítidas y empecé a diferenciar las formas. Vi por primera vez a los humanos. A diferencia nuestra, avanzaban descompasados, sin orden. Algunos se chocaban pero no levantaban la vista y continuaban la marcha como quien no tiene un cuerpo. Para ellos la distancia era otra cosa. En eso pensaba, recuerdo, cuando la succión me devoró. No sentí mucho, una fuerza centrífuga y después la oscuridad. 

Nunca antes había estado en el tubo. Había oído rumores, claro. Los había de todo tipo. Lo único que se sabía con certeza era que quienes lograban volver se retiraban a las profundidades, donde estaban nuestros parientes ancianos y donde ya no existían las palabras. Las leyendas que llegaban desde allí incluían advertencias para quienes pululabamos en la costa. Lo más importante era no acercarse demasiado a la zona baja. Pero lo cierto es que a pesar de las recomendaciones y los cuidados, en silencio el tubo nos masticaba de a poco. Apretado contra el metal mis lágrimas tenían otro gusto. Ese fue el primer registro que tuve de que mi cuerpo había cambiado. A eso le siguió volverme más liviano y veloz, la densidad de los años en el vasto lecho me había abandonado. 

Sigo sin ver a los humanos, pero ahora los siento más cerca. Me duelen sus pasos sobre mi pecho. Ya no oigo a los pájaros ni veo a los árboles. En este mundo, el único sonido que me acompaña es el de la máquina pesada que también habita la ciudad subterránea. Por momentos duerme pero cuando no, fluimos de la mano mientras transpira amianto. Con el tiempo aprendí a llamarla amiga. 

Atravieso las calles con apuro. Esta ciudad es un monstruo estirado, para llegar a cualquier parte tengo que desplazarme más de lo que mis piernas resisten. Así explico las llegadas tarde que ya son parte de mi rutina: no soy yo, es este laberinto de cemento. Cruzo la plaza en diagonal y miro a quienes se demoran allí. Hay una pareja sentada en un banco, no se hablan. Se miran y sonríen. Eclipsados, contemplan el silencio. Aparto la vista, la envidia me pica en la piel. No recuerdo la última vez que me senté en una plaza. Mucho menos, la última vez que compartí el silencio con alguien. Hace tiempo que la verborragia cotidiana me arrebató la posibilidad de algo tan íntimo. 

Troto en tacos hasta la boca del subte. Hago una fila para bajar la escalera mecánica y otra para pagar. Llego al subsuelo y compruebo que mi mala suerte sigue intacta: anuncian demoras. Me distraigo con el celular, camino de un lado a otro. El tiempo se dilata del piso para abajo. Me siento ansiosa, la cafeína se ríe dentro mío. Se libera un pequeño espacio en uno de los bancos. Me desplomo. Intento distraerme pero solo puedo pensar en cigarrillos. Fantaseo con ahogarme en tabaco. Abrazada por el humo, las angustias que me generan desvelos se apagan. Quedo suspendida en el calor que entra por los poros y tiñe mis huesos. Cigarrillos y cafeína, los motores de mi automatismo. Entonces siento un chistido. Levanto la cabeza abruptamente y miro a los costados. El hombre que tengo al lado me mira de reojo, hastiado. Aceptar la rutina es un trabajo incesante, por eso cualquier interrupción se recibe con ira. Me levanto y me voy lejos. Saco el celular pero no prende. Creo recordar haberlo cargado la noche anterior. Siento de nuevo el chistido, esta vez más cerca. Vuelvo a mirar a mi alrededor, pero nadie parece haberlo oído. Camino apurada hasta el otro extremo de la estación. Durante unos segundos solo escucho el rumor de las conversaciones ajenas y pienso que me equivoqué y que tengo que dormir más horas y comer mejor. Pero ni bien termino de convencerme, el ruido se ensancha hasta convertirse en un susurro. Con una voz honda, algo habla en un idioma que no entiendo. Pienso que estar loca no es sentir algo que no existe sino no poder dejar de buscarlo. Avanzo unos pasos en dirección a las vías y compruebo que el sonido llega desde el túnel. El canto se oye igual de indescifrable pero más claro. Comienzo una danza sutil: me muevo con pasos cortos hacia las vías y me alejo con prudencia. Pienso, una vez más, que me debe haber parecido. Creerle al cuerpo es difícil. 

La gente comienza a mirarme. Debajo de mis movimientos ambivalentes en dirección al túnel se perciben ganas de saltar. El temor al salto inunda la estación. En caso de que decida hacerlo, al temor le seguirá la bronca. Un infortunio que será recordado por el servicio cancelado y por las demoras en la hora más transcurrida de la mañana. Una vida devorada por el reloj. La gran estafa, nadie nos avisó jamás que para llegar al trabajo tendríamos que soportar tanta humanidad. ¿Quién puede culparnos? Si accedemos a todo este circo, es porque podemos elegir no ver al otro, construir nuestra vida alrededor de sombras que se mueven. Pero esa posibilidad es aplastada cuando los huesos se parten bajo la locomotora. 

Me vuelvo el centro alrededor del cual orbita la gente en la estación, un enjambre de murmullos comienza a cercarme. Una mujer se acerca mientras finge distracción y calcula cuánto tardaría en correr hacia mí en caso de que decida entregarme a las vías. La reacción de la gente me parece exagerada. No quiero terminar mi vida aplastada contra el cemento. Solo quiero escuchar más de cerca la voz que me habla desde lo oscuro. La distancia atrofia el ritmo de las palabras, las deforma hasta volverlas impronunciables. Doy unos pasos con confianza, pero me cuesta caminar. Me resbalo. Apoyo mis manos sobre el piso de la estación para no caer. En cuclillas, me miro las palmas. Están mojadas. Me detengo en la visión de esas gotas imposibles que bailan en mi piel. Quiero pararme pero no lo logro. Miro a mi alrededor, otras personas también están en cuclillas. Encorvados sobre sí mismos, parecen estar rezando. De repente, el barullo de la ciudad se apaga. Otros se desploman, pero no los escucho caer. Somos los exiliados del mundo. Intento, una vez más, ponerme de pie pero el peso de mi cuerpo me resulta insoportable. El hombre del banco cae al túnel como una bolsa de papas vacía. Gateo hasta el borde del andén, las vías me reclaman. El murmullo se intensifica justo cuando alcanzo a ver la rabiosa corriente que aparece desde uno de los extremos del andén. Me arrojo con entrega y recibo el caudal con todo el cuerpo. 

Camila Jorge (1997, Buenos Aires) es psicóloga, docente en la Universidad de Buenos Aires y becaria doctoral CONICET. Ha publicado artículos acerca de sus principales temas de investigación: afecto y hábitat, conflictos ambientales y el silencio como respuesta política. Forma parte de La Orejoteca, una instalación itinerante de escucha colectiva, archivo de relatos orales de la memoria barrial y ruidos de la ciudad.


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