El deseo es enfrentamiento y miedo
en escalas aceptables
Juan Sklar

Carla y Julián hacían el amor todas las tardes después del colegio. A veces en la casa de él y otras en la de ella.

La de Carla tenía tres pisos y su habitación estaba en el último. Lo hacían en el suelo, sobre un colchón que tiraban arriba de la alfombra, para evitar los ruidos de su cama, que rechinaba. En lo de Julían era más complicado. Él dormía con su hermano y tenían que esperar a que saliera o se quedara dormido. A veces, no esperaban: se tocaban debajo del acolchado mientras fingían que miraban la tele.

Se habían conocido en el colegio, en el primer día de clases de la secundaria. Carla era una de las chicas nuevas. Empezar en una escuela diferente la hacía sentir insegura pero lo había tomado como una segunda oportunidad. De donde venía no tenía muchos amigos y había sufrido burlas por su cuerpo. Esa era otra de las cosas que se le presentaban como una novedad. Había “pegado el estirón”. O, en otras palabras, ahora estaba buena. Julián era feo. Tenía la piel muy clara y el pelo bien negro. Una cara grande y una boca ancha. Sus pestañas largas eran algo a favor pero tenía las cejas unidas y los ojos saltones. Además, era agresivo, decía incoherencias y se reía con exageración, estiraba su boca ancha aún más y dejaba ver todos sus dientes. De alguna manera, ella se enamoró de él. O quizás lo hizo como respuesta al interés que Julián le manifestaba. A él le interesaban las nuevas porque no lo conocían y le daban una oportunidad de maquillar su personalidad. También, de reforzar su masculinidad con comentarios sobre las tetas de una y el culo de la otra. Estiró su danza de apareamiento por unos meses hasta que, finalmente, eligió a Carla.

Carla era hija de padres divorciados, fruto de una relación idílica que nació en el ‘83 y duró apenas dos años. Su mamá dejó a su papá por el que ahora era el padre de su medio hermano. En su infancia, él había sido una figura paterna para Carla pero ahora le caía mal, le parecía tonto y egoísta. Tenía malos hábitos, como sacarse los mocos con el meñique y comérselos mientras miraba la tele o leer el diario mientras cagaba. Cada vez que ella entraba después de él, se asqueaba con el olor a tinta mezclado con caca y se preguntaba por qué tenía que compartir la casa con esa persona.

La primera vez que Carla y Julián hicieron el amor estaban en la casa de ella. Habían dicho que se juntaban a estudiar, pero tenían el plan armado hacía unos días. Ella se lo había contado a sus amigas durante una clase. Se sentía extraña: por un lado le parecía que estaba lista para hacerlo, aunque tuviera catorce años. Por el otro, le pesaba la mirada juiciosa de las demás porque sabía lo que pensaban en el fondo. No quería quedar etiquetada como la puta de la clase. Tampoco era una inexperta total. Se masturbaba desde muy chica y sabía lo que era el porno.

Esa primera tarde después del colegio fue una experiencia de la que, muchos años después, Carla no podría recordar ni un sólo detalle. Todo el mundo a su alrededor hablaba de “la primera vez” como si fuera un acontecimiento bisagra, un ritual de pasaje. Por un lado, lo era. Pero a Carla, al mismo tiempo, le pareció una cosa más dentro de un todo. Como subir los escalones para ir desde la planta baja de su casa hasta su habitación. Sin embargo, el sexo la cambió: se sentía poderosa, mayor. Hacerlo en secreto le daba miedo y eso alimentaba las ganas de seguir. Se lo contó a unas pocas amigas pero, en poco tiempo, el rumor se extendió por todo el colegio. Julián hacía alarde de todo aún cuando Carla le había pedido explícitamente que no le contara a nadie.

La relación pasó de nivel cuando dejaron de usar preservativo. Estaban en la casa de Carla, re calientes, cuando se dieron cuenta de que no tenían más. Buscaron algo para reemplazarlo e improvisaron con una bolsa de supermercado. Julián se la colocó y la penetró. En algún momento, se les rompió pero no se dieron cuenta hasta el final. Carla tuvo miedo durante varios días, no estaba en sus planes ser una madre adolescente. Sin embargo, no pasó nada y ese mes menstruó con normalidad. De ahí en adelante, ya no usaron protección. Julián empezó a acabar afuera.

En esos años Carla tuvo que soportar momentos muy incómodos con su mamá. Era evidente que sabía lo que estaba pasando, o lo sospechaba, pero no era directa: no le prohibía ver a Julián pero le pedía que se vieran más en su casa y mantuvieran la puerta de su habitación abierta. No le hablaba de sexo ni le explicaba cómo cuidarse sino que sacaba el tema de forma confusa y con rodeos, hacía foco en lo que Carla podría sentir en un futuro hipotético si cortara con Julían. Y, cada vez, sin falta, se angustiaba y terminaba llorando.

Esos momentos fueron el principio de una gran culpa. Durante el tiempo que duró su relación con Julián, Carla sintió mayormente eso. No dejó de hacer nada de lo que se le cruzara por la mente. Pero cuando estaba sola, incluso algunos años después, sentía que lo que hacían estaba mal. En algún punto, tenía razón. Julián era un loco. Entre sus compañeros lo sabían y ella lo sospechaba. Tenía una personalidad volátil. Se enojaba con facilidad y se dejaba consumir por sus emociones. Reaccionaba con violencia, verbal o física. Otras veces, su locura se manifestaba en forma de euforia, con gritos, cantos o ideas espontáneas. Decía que tenía una misión en la vida, como un presagio místico. Era algo que su mamá le había contado: cuando Julián era chico, había visto en sus ojos un mensaje de Dios. A Carla todo eso la avergonzaba, pero no le impedía seguir adelante con la relación.

Hacían planes como hacen las parejas adultas y pensaban que estarían juntos toda su vida. Que se casarían y harían viajes, tendrían hijos y una casa. La mamá de Carla insistía en “no quemar etapas”, una frase que le sonaba tan despersonalizada y arbitraria que no llegaba a captar su significado, menos su intención. Ella vivía todas las etapas de su vida en ese mismo momento, aprendía, aún cuando lo que aprendiera no fuera definitivo.

Por ese tiempo, la mamá de Carla buscó una ocupación que la mantuviera lejos de su casa y empezó a dedicarse más a la iglesia. Además de ir a misa, colaboraba con un grupo de mujeres que juntaban cosas para donar y organizaban eventos, como celebraciones o ferias. En una de esas ocasiones, Carla y Julián participaron con un emprendimiento propio de aros, collares y pulseras de mostacillas que habían hecho ellos mismos con insumos comprados en Once. Julián tenía una obsesión con Bob Marley y los colores de la bandera rastafari así que muchas de las piezas eran una combinación de bolitas o canutillos rojos, amarillos y verdes.

En el fondo, en varios momentos de la relación, Carla sentía que a nadie le caía bien su novio. Ni a sus amigas, ni a su familia. Pero ella estaba enamorada. Su relación evolucionó y juntos vivieron diferentes hitos. Celebraron su primer aniversario en un tenedor libre del barrio, una novedad de la época que gustaba mucho entre la clase media. Julián, fiel a su estilo, festejó la primera vez que lo hicieron sin forro con un titular en la cara interior de la contratapa de su cuaderno, con la fecha del evento. Se hicieron regalos y se acompañaron a eventos familiares. Vieron las Torres Gemelas derrumbarse en la tele y la crisis del 2001 suceder en la realidad. Probaron el sexo oral y el anal. Tuvieron que abstenerse unos días porque a él le salieron hongos en el pene y se hicieron escenas de celos. Sobre todo de parte de él. Se masturbaron en fiestas de amigos y debajo de una campera en un viaje escolar. Vieron películas en el cine y alquilaron otras en Blockbuster. Pasearon en bicicleta por el barrio y pedalearon agitados para despedirse del primer perro de Julián el día que su mamá llamó a la casa de Carla para avisarle que su cuerpo sin vida lo esperaba en el patio.

Un domingo, mientras cogían en su habitación, Carla escuchó pasos en la escalera y supo que era su mamá. Tuvo que reaccionar rápido: estaban completamente desnudos, con el colchón sobre la alfombra. Saltó hasta la puerta y cerró. La madre le preguntó qué estaban haciendo y le pidió que abriera. Carla apoyó todo su cuerpo contra la puerta y la sostuvo con fuerza. Con un hilo de voz, le pidió a Julián que se vistiera. La mamá de Carla se desesperó y empezó a empujar del otro lado. Fueron unos pocos segundos de forcejeo que parecieron una eternidad. Carla sintió que toda la casa la juzgaba. Estaba avergonzada y arrepentida. Cuando su mamá se rindió y se fue, recuperó el aliento. Se vistió rápido y esperó a que ella saliera hacia misa para abrirle a Julián. Volvió a su habitación y se metió en la cama.

No se habló del tema. Esa noche su padrastro subió a ver cómo estaba y trató de consolarla, pero a ella le molestó. No entendió cuál fue su intención. No la estaba retando y tampoco quería saber cómo se sentía. Carla estaba incómoda y le pidió que se fuera. No bajó a cenar cuando su mamá volvió y ella tampoco la fue a buscar.

Con los días, el hecho se enfrió. Julián siguió yendo a lo de Carla y ella a su casa. “La vez que casi los encuentran cogiendo” pasó a ser una anécdota que todos en el entorno conocían pero no recordaban. Su mamá se concentró en otras, como “El día que Carla le contó que su novio decía que ella tenía el mejor culo del colegio”. De eso hablaba con frecuencia y lo comentaba entre las amigas de Carla o las propias. 

La relación de Carla y Julián fue llegando a su fin de forma natural. No hubo una discusión o una situación específica que los llevara a separarse. O tal vez fueron varias peleas, celos injustificados y un agotamiento general. Carla se quedó con lo que había sobrado del emprendimiento hippie: unas mostacillas, la tanza y las pinzas para trabajar el metal para los aros. Julián, con una remera que tenía impresa una foto de ella en las últimas vacaciones que hizo con su papá a Brasil. Al poco tiempo él se puso de novio con una piba nueva del colegio, un año más chica, y se aseguró de que todo el mundo se enterara de que cogían. Carla prefirió no hacerlo con nadie más. Sentía que había estirado demasiado los límites, que tenía que castigarse por esos años de tanto sexo siendo tan joven. Prefirió dedicarse al estudio y a sus amigas. Le gustaron otras personas y volvió a enamorarse, pero no se permitió llegar más lejos, al menos hasta que cumplió dieciocho años.

María Victoria Massaro (Buenos Aires, 1987) es Licenciada en Comunicación Social (UCES). Publicó los libros de poemas Lo que hice con tu cepillo de dientes cuando me dejaste y otros poemas de amor, Cada vez que alguien se va me replanteo todo lo que creía saber sobre el amor (2019 y 2020, Halley Ediciones), Nadie quiso subirse al auto con nosotras (2020), El fantástico mundo del home office (2020), Me dejaría morir en el sillón (2022). También la novela Las ladronas (2023) por Qeja Ediciones.


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