“Como les venía diciendo, todas y cada una de las irregularidades que asoman en la superficie pierden espesor cuando la luz despliega su haz y no deja resquicio sin destellar.” El hombre de la inmobiliaria acomoda el sobre de cuerina que presiona debajo de su axila. El crujido de la tela se oye nítido en el comedor a oscuras de la propiedad. Con la otra mano sostiene una linterna que titila en el centro de una ronda que forma junto a dos jóvenes; las hormas de sus zapatillas, caucho y sintético, también hacen sonar quebradizas sus texturas.

“Es imposible ver algo. Lo mejor es reprogramar la visita para una de estas mañanas, ¿no?”, dice uno de ellos. “O que asumamos que la claridad destruye su creación siempre…”, agrega el hombre de la linterna, que ríe en soledad mientras la luz resplandece sobre la alfombra como un meteoro que rebota contra la atmósfera para capturar su estela una y otra vez. 

“La demora de ustedes eliminó la salvación de los últimos rayos. Convengamos que conocían las condiciones de visita a esta propiedad. No hice aparecer estos tabiques sobre las ventanas con un chasquido de dedos”, continua el agente inmobiliario y es interrumpido por el joven que, con un hilo de voz, a fuerza de desgarrar las fibras de la angustia que atenazan el sonido a la altura de la garganta explica: “Nos robaron en la esquina. No pudimos preverlo.”

“El reglamento es muy estricto en lo que a la preservación de un patrimonio de estas características se trata. No puedo ponerme a desarmar la estructura como si deshojara una flor silvestre para confirmar un amor no correspondido. ¿Qué pretenden ustedes de la propiedad?”, pregunta esta vez el hombre pero la respuesta tarda en llegar. Un silencio indescifrable viaja difuso alrededor de la circunferencia que forman los cuerpos. 

Con el temblor otra vez perceptible de su voz, el joven de las Nike Air Max responde cuando el haz de la linterna asciende de las zapatillas a su rostro: “Pensamos en un proyecto bastante innovador que incluye otro equipo de trabajo y buscamos generar condiciones para producir un espacio creati…”. La luz de la linterna se apaga de repente. La oscuridad, implacable, absorbe la penumbra. El hombre que sostiene el artefacto atraviesa el desconcierto con su voz: “Es curioso que hasta hace un momento empezábamos a ser unos perfectos conocidos a la luz de un poco de filamento de tungsteno, ¿y ahora?”.

“Habría que darle un golpe para que encienda”, dice el otro joven que habla por primera vez. Y agrega: “O salir a comprar pilas y pasar por el auto a buscar el celular que dejamos cargando y no pudieron robarnos. Volver recargados.” El agente inmobiliario lo intercepta desafiante con una orden: “Vamos a iniciar el recorrido. No creo que sea una buena idea sobrecargarse.” 

Con un golpe de percusión ejecutado por el pulgar junto al canto de la mano, el hombre pone en funcionamiento la linterna otra vez. Subyugado por la solemnidad de una gesta patriótica, estira todo su brazo para entregársela al último joven en hablar. Él, listo para recibir el fusil que lo lanza a un combate que no le pertenece, lacerado por la certeza de que tramitará la experiencia con el temblor de su carne, toma el artefacto entre sus manos. Pero el hombre lo retiene con un sutil apretón y desencadena un forcejeo mínimo que se extiende más allá de lo previsible y culmina con la caída del objeto.

En el suelo la luz de la linterna parpadea un momento para luego proyectar su haz agónico sobre un recorte del alfombrado en el que una hormiga roja se desplaza llevando consigo una pequeña carga. “Es asombrosa la supervivencia biológica en los sitios más inverosímiles”, afirma el guía inmobiliario y señala con un dedo la trayectoria del insecto que avanza entre las ondulaciones de la lana con la dificultad de una balsa a la deriva.

En la penumbra, intercambian miradas. Los tres se agachan al unísono para recuperar el aparato, pero es el mayor quien logra llegar primero hasta él y erguirse de nuevo con la destreza de un experto saltimbanqui. Todavía en cuclillas, los jóvenes observan cómo su sombra se alarga más allá de los límites. Puntiaguda y a contraluz, dibuja en el cielo raso una mancha negra que desde las alturas manifiesta todo su poder sobrenatural, capaz de materializar sobre el comedor de esa casa siglos y siglos de innombrables maldiciones acumuladas. El guía dirige la luz a su rostro: “¿Comenzamos? Acompáñenme, por favor.” 

Con un medio giro inicia la marcha. En fila india siguen sus pasos. Atraviesan un pasillo angosto cubierto de un empapelado con minúsculas flores ambarinas que se resisten a su extinción en el papel carcomido por la humedad. La marcha continúa y no se detiene.

Ahogado en sudor, en algún momento, uno de los jóvenes deja salir la voz: “¿Acaso es esto un descenso a los infiernos?”; el eco de la pregunta se superpone a la respuesta del guía: “Alza las velas ahora la navecilla de mi ingenio, que un mar tan cruel detrás de sí abandona”. Tras sus palabras, una carcajada honda resuena imperecedera y comprime hasta la asfixia el estrecho sendero por el que avanza su procesión.  

El último joven de la formación deja caer todo el peso de su cuerpo sobre una pared lateral del pasillo; los dientes que rechinan sin pausa amenazan con triturarlo entero: “No me siento bien”. El joven que va delante interrumpe sus pasos y se da vuelta para mirarlo. Como si quisiera introducirle la salvación por los ojos, se detiene frente a él. Desde el otro extremo, la luz de la linterna modifica su proyección y languidece rojiza sobre ellos con la intensidad de una antorcha. El resplandor flamea sobre sus caras; debajo de los párpados se acumulan lágrimas. Las miradas vidriosas de los jóvenes, unidas por una sorpresiva afinidad ancestral, se reconocen en la pureza de un entendimiento profundo e indestructible. Al final, las lágrimas se desprenden como si derribaran el dique de contención que las retenía contra natura

En la dirección de la luz, el hombre de la inmobiliaria desprende un sonido gutural que atraviesa el espacio como un movimiento telúrico y deviene en sentencia: “¡Corred al monte a echar las impurezas!”. “¿Dónde estamos?”, replican los jóvenes. “En el pasillo de distribución que nos conduce al segundo cuerpo de la casa. ¿Dónde si no?”, responde el guía. “No podemos seguir avanzando”, suplican los amigos. “¿Y acaso retroceder sí?”, contesta  carrasposa y desafiante la voz del hombre. “¿Por qué a nosotros?”, lo interrogan en su confusión los jóvenes. “La razón no puede alcanzar el porqué y tiene que conformarse con el qué. ¡Ánimo! Completemos el último tramo.”

Del pecho de los jóvenes brota un llanto ahogado y desciende perceptible por el cuerpo hacia un subsuelo de espanto y turbación. “Entro en ustedes, hablo por sus bocas”, la advertencia del agente inmobiliario se pronuncia difusa ahora que les da la espalda para avanzar y retira de ellos el haz que los sumerge otra vez en la oscuridad.

Uno de los jóvenes quiere avanzar bajo la estela protectora del guía, pero el otro lo retiene. El agarre certero de la mano del amigo lo devuelve al punto de partida. En la densa negrura del pasillo, susurran al borde de la súplica:

— Por favor. Volvamos. 

—Ya no hay a dónde volver.

—Sí hay, de algún lugar venimos.

—No entiendo nada.

—La pasti. 

—Qué tiene que ver eso. En mí el efecto ya no está; esto es real, no lo buscamos, pero es real. 

—Con más razón entonces: corramos, busquemos la voluntad de ir hacia algún lado.

—Vamos hacia la luz. 

—Vamos al infierno. El viejo nos quiere ver descuartizados. 

—No podríamos volver atrás; no sabríamos cómo. No es nuestra batalla pero ya no queda alternativa.

Los jóvenes se limpian las secreciones que chorrean de sus narices con la ayuda de los antebrazos. Se miran, y a pesar de no verse, pueden sentir la fuerza del contacto visual; sus lagrimales brillan como diamantes incrustados en una tierra baldía. Respiran profundo al unísono con el alivio inusitado de la verdad en el cuerpo y apuran el paso para alcanzar al hombre que los conduce hacia un destino inexorable. 

Durante ese trayecto creen que el pasillo es un túnel pantanoso en declive. Las paredes se estrechan entre sí para estrujar el aire; un olor ácido, mezcla de pólvora y resina, brota de sus poros ocultos. 

Las Nike Air Max hacen avanzar sus suelas de polietileno sobre escombros de una naturaleza que el roce plástico no puede identificar. Los jóvenes sienten que las puntas de sus zapatillas en realidad patean los órganos mutilados de otras víctimas; testículos desprendidos de su centro cubiertos de moho y polvo; restos de intestino vueltos añicos por la huida aterrorizada de sus antecesores; un corazón de válvulas y arterias estalladas, seco e inmóvil, rueda por el suelo como una pelota de trapo que rebota contra los talones de amortiguación.

Como una penumbra amarillenta al final del túnel, encuentran el rayo luminoso del guía que los espera con su haz petrificado sobre la estructura de hierro de una larga escalera caracol. De espaldas, gira la linterna hacia el centro de su pecho. A contraluz su figura se deforma otra vez como una sombra terrible sobre los jóvenes. Con una risita que deja escapar el aire entrecortado por espasmos y contorsiones, les dice: 

—Sí. Acá están. El juego de la civilización es el juego de la curiosidad y no de la necesidad.

Inclinando la espalda hacia adelante, los brazos caen hacia abajo adheridos al cuerpo, las rodillas se flexionan a cuarenta y cinco grados; el agente inmobiliario se prepara para saltar. En el despegue, forma la figura de un palito y cruza la oscuridad hasta llegar al último peldaño que lo separa de una pequeña puerta ubicada en la cima. Desde abajo, los jóvenes lo miran con la última expresión de piedad. La escalera caracol serpentea infinita sobre ellos. Con un movimiento suave, el guía se agarra del picaporte y sin esfuerzo logra abrirla por completo. La luz que entra del otro lado los atraviesa con un destello fulminante. “Llegamos a la terraza con parrilla”, es lo último que se escucha antes de que el espacio se funda a blanco.

Cecilia Ursi nació en la Ciudad de Buenos Aires un 12 de julio. Se graduó en Letras y se formó en artes escénicas. Trabaja y estudia.


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