Hace más de una hora que estoy tratando de leer y no puedo. Escucho un zumbido alrededor. Me pego en la pierna y ya no sé si son moscas o  gotas de transpiración. Las siento todo el tiempo, las siento en el pelo, en los brazos y cuando no están las siento igual y me pego aunque sea el roce de una espiga o un hilo de la remera. 

Tengo el libro abierto en las rodillas. Desde que llegamos no pude avanzar más de tres páginas. Pero no son solo las moscas. Es la vista, las montañas que empiezan a hacerse lomas para el lado de Tornquist, el cielo que se pone gris y la luz casi naranja. Me hipnotiza ver cómo se forma una tormenta. En un rato se va a despertar mi hija, probablemente este sea el único momento del día en que pueda leer aunque sea un poco y así y todo, no puedo dejar de mirar lo que tengo enfrente. 

Me llega la primera ráfaga de viento. Se escucha un trueno que parece que viniera del lado del arroyo pero que retumba en los cerros de atrás de la casa como si fuesen explosiones, como si alguien estuviera dinamitando, por alguna razón, la montaña. Los pájaros lo saben y pasan volando en bandadas para el lado de la Villa. Reconozco muy pocos. Por el canto, casi que ninguno. Salvo las lechuzas, pero esas no se van. Esas viven acá, en cuevas que hacen en la tierra y donde seguro se están escondiendo mientras el resto de las aves huye como si llegara un tsunami. 

Empecé con el libro en el avión. Es lo primero que leo desde que nació mi hija. Como si no tuviese lugar para otra cosa, como si mi cabeza no pudiera salir del estado de alerta que es la maternidad. “Ya no es más una bebé”, me contestó mi suegra cuando le mandé la foto de ella sentada en su asiento. Era la primera vez que pagaba el pasaje. Y se la bancó bien, no lloró con el despegue. Le puse dibus en el teléfono y ni bien llegamos a la altura crucero me la senté a upa. Viajamos así, ella entredormida con la cabeza apoyada en mi pecho, yo con la frente apoyada en la ventanilla, mirando el trazado de los campos, los cuadrados verdes pegados unos con otros como las colchas que tejía mi abuela al crochet. 

Ahora mi hija duerme tirada en el sillón. Se subió después de comer y se quedó ahí. Debía estar agotada por el viaje. “El ventilador hace ruido”, me dijo mi suegro pero le dije que no había problema, a mí el ruido de las aspas me ayuda a dormir y estoy segura de que a ella también. Mi suegra la tapó con una sábana para que no tomara frío. Yo estuve a punto de decirle que no pero mi marido me dijo “dejala”, y en ese momento no supe si me pedía que dejara a su madre o a mi hija pero le hice caso. Ahora le despego el flequillo transpirado de la frente. La destapo y la miro un rato hasta estar segura de que no se despierte. Los demás duermen y adentro no se escuchan los truenos ni los pájaros. Solo las aspas de los ventiladores batiendo el aire. 

Vuelvo a la galería y la tarde parece a punto de romperse. Los truenos que sonaban lejos ahora están justo arriba nuestro y van avanzando como si fuera el ruido del motor de un avión. Ya no quedan pájaros y las nubes de bordes perfectos ahora se desarman en lluvia cerca del Tres Picos. No debe faltar mucho para que llegue hasta acá. El viento me vuela los pelos contra la cara pero no logra llevarse las moscas, aunque no pueda verlas. Las siento, me zumban, me rodean. 

Vemos caer los rayos desde la ventana del living. Estoy a punto de preguntar si hay algún pararrayos por acá pero no quiero quedar como una ignorante. Si ellos están tranquilos, yo tengo que estar tranquila. Afuera los árboles se doblan como si fuesen de goma. “¡El espinillo que nos regalaron los chicos!” dice mi suegra. La primera vez que vinimos trajimos un pino de regalo. A mí me pareció buena idea y, antes de llegar, paramos en el vivero de Sierra de la Ventana y compramos un pino de dos metros. Los treinta kilómetros que nos faltaban los hicimos despacio, con la punta del pino saliendo por la ventana de atrás del Focus.  Cuando llegamos mi suegra nos agradeció pero nos explicó que no se plantaban más pinos acá, que era una especie invasora pero que no nos hiciéramos problema, que ella conocía al del vivero y lo podía cambiar. Mi suegro se llevó el pino acostado en la caja de la camioneta y cuando volvió del campo, dos días después, trajo el espinillo que ahora se sacude afuera. 

Después de la tormenta la noche queda fresca y despejada. No me puedo acostumbrar del todo a la forma en que se ven las estrellas acá. “Por eso tenemos los faroles apagados”, dice mi suegra cuando me encuentra apoyada en unas de las columnas de la galería, mirando al cielo. Lleva a mi hija a upa. La luna está grande y alumbra un poco los pastos pero igual tengo la sensación de que más allá de las baldosas de la galería no hay nada, de que si doy un paso en falso me caigo al precipicio. 

“Esa es la cruz del sur”, le dice a mi hija y señala un punto entre dos cerros, al otro lado de la ruta. Ella no entiende pero señala también. Mi suegra repite nombres de estrellas. Siento que en realidad me los quiere decir a mí. Tal vez tendría que seguir la conversación, preguntar, pero no quiero. Tampoco le pregunto por el ruido que se escucha cerca de donde estamos. Es un animal que no distingo. Ella lo sabe y no lo nombra, no dice nada. 

El patio está lleno de luciérnagas y a veces, cuando se encienden, pienso que son ojos. Debería quedarme acá, debería sentarme en la mecedora y dejar que mi hija se duerma a upa mientras miro este cielo infinito pero me corre el miedo. “Ya tiene sueño”, digo mientras se la saco de los brazos. Cuando la tengo conmigo el miedo se me va. 

Arriba de la mesa quedaron las cuatro copas vacías de la cena. Restos de pan, la piel del salamín, cáscaras de maní. Mi suegra agarra las copas. “Después te ayudo con lo otro”, le digo. 

“No hace falta”, me contesta, “se lo llevan los chimangos”.

Los hombres se fueron a buscar un repuesto al pueblo. Algo de la cortadora de pasto. “Traigan pan”, les encargó mi suegra. “Nosotras nos quedamos acá”. Yo no quiero quedarme con ella pero tampoco tengo chance de decir nada. Pienso que es un rato nada más y que no estamos solas, está mi hija también. 

Cuando acepté venir lo hice pensando en desenchufarme y en volver a leer. Como cuando éramos jóvenes y viajábamos con una reposera y tres o cuatro libros cada uno. Vuelvo a abrir la novela. Desde ayer avancé dos páginas. Me da la sensación de que la chica que leía antes, la que leía novelas gordas de letras chiquitas no soy yo sino otra; una que hoy en lugar de a las nueve se levantó a las once y almorzó y desayunó a la vez alguna cosa fría que tenía en la heladera. Y ahora sí, ahora está leyendo como yo, tal vez hasta lea este mismo libro y nos encontremos acá, en este punto, pero solo por un rato, hasta que mi hija me llame y yo tenga que dejar el libro en la reposera de lona, y ella sí, ella  pueda seguirlo y saber cómo termina. 

“¡Mamá, mamá, lechuza!”, me dice y pronuncia la ch como una ye. Dejo la página marcada con la solapa y me levanto a buscarla. “¿Dónde?”, le pregunto, pero ella en vez de mostrarme va hasta mi reposera. 

Me descuido un segundo, abre el libro y me saca el señalador. Debe ser la frase más trillada de la maternidad. Me descuido un segundo. Nunca es cierto, nunca es un segundo, pero lo repetimos hasta el cansancio para justificar que no podemos estar al cien por cien, que tratamos pero que justo ese rato que deberíamos haber estado se nos pasó. 

“Ya te dije que no toques los libros de mami, mi amor”, le digo pero no vuelvo a marcar por donde iba porque pienso que en unos minutos más voy a retomar la lectura y me voy a acordar. “¿Por qué no vas a jugar un poco al arenero?”. Esas cosas nunca funcionan pero hoy sí, mi suegra le da una palita y unos vasos y ella juega a llenarlos de arena y volcarlos formando una torre. 

Voy adentro a servirme una copa de vino. Agarro un poco del pan que quedó de ayer para tapar el hambre y para que el vino no me pegue fuerte. Vuelvo a sentarme, busco la página donde había dejado, no la encuentro. El silencio es casi total salvo por el zumbido de las moscas que me persiguen a donde voy. No se escuchan los camiones que pasan por la ruta, ni las chicharras, ni los pájaros que estaban ayer antes de la tormenta. Hasta que mi hija llora.  

No tengo ganas de levantarme pero el llanto repentino casi siempre es urgente. Tal vez no importante, pero urgente seguro. La encuentro parada con la palita en la mano, al lado del arenero. Su abuela está a un metro de ella, mirándola. “¿Qué pasó?”, pregunto, pero ninguna me responde. Vuelvo a preguntar. “No sé”, me dice mi suegra, “se largó a llorar”. 

“Hija ¿qué pasa?”, digo y ahí lo veo. Decenas de pequeñas hormigas rojas le trepan por una de las piernas. Enseguida la agarro a upa y trato con una mano de sacárselas. Pareciera que cuantas más arrastro, más aparecen. Mi suegra me ayuda y le sacamos la zapatilla. Brotan montones más debajo de la planta del pie, como si salieran de algún lugar que no podemos ver. La llevo corriendo adentro y le pongo la piernita debajo del chorro de agua en la pileta. “Ya está mi amor, ya se van”, le digo. Y es cierto, miles de hormigas caen directo a la bacha y se van por el desagüe. Pero aparecen cada vez más.

Mi suegra me mira petrificada desde un rincón. Las hormigas empiezan a treparme a mí, se me suben a los brazos y en segundos las siento en el pecho, debajo de la remera. Mi hija ya no llora y yo le hablo mientras las hormigas corren con el agua. Necesito que me responda. Le digo “mi amor” y cuando la abrazo fuerte siento que se me desarma, que sus bracitos se me escurren entre los dedos en millones de puntos rojos que van a parar al fondo de la pileta. 

Y ya no sé si dejar que se vayan o poner el tapón y juntarlas todas, y dejo que me trepen por la cara, por el cuello, que me caminen el pelo, que se me metan adentro del corpiño, adentro de las orejas, mientras mi suegra me mira con ojos de espanto. 

Carolina Amorosi (Bahía Blanca, 1980). Estudió Realización cinematográfica. Participó de diversas antologías y publicó el poemario Vamos a estar mejor en otro lado (2022, Unidad de Sentido). 


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