Las cejas del padre son rayos que caen directo sobre el tazón de leche, que vuelve bordó, nauseabundo, cada mañana. La temperatura de la leche. Las guardas solitarias que rodean la cintura gorda de la taza. El olor.
No se acuerda de la primera taza que le sirvieron. A lo mejor nunca hubo una primera. Fue algo que pasó, empezó empezado y no hubo una primera vez: siempre tuvo enfrente de la nariz esa taza inmensa, imposible de levantar sin tirarse leche sobre las medias, sobre la silla y el suelo.
No es una taza. Es una bañadera llena de leche blanca, tibia, cuajada, con islas de grasa partiendo la tranquilidad láctea, invocando lo agrio.
Azucarada y con unas gotas de vainilla que enturbian la claridad, apenas, casi ni se nota algo ahí manchando ese blanco de neblina. En invierno es de noche y de todas formas tiene que levantarse, dejar la cama, dejarse estrujar por el frío de lobos de su dormitorio enorme que es un salón de bailes.
La Tríada repugnante: la leche, el azúcar, la vainilla.
La taza es gigante, las dos manos no le alcanzan, se le va a caer y tiembla, un terremoto y la leche cuelga sobre el vestido, ahora sobre el delantal, ahora sobre el mantel arrugado que tiene una mancha de aceite gigante en el medio, un recuerdo de otras comidas.
El padre está enojado hoy y todas las mañanas. Por encima de la taza gigante, y más por encima del humo que sale de la leche caliente y del olor plástico de la vainilla en gotas. La madre está dormida parada, en la cocina primero, después en un rincón del living, con otra taza en la mano –pero más chica, menos humeante-, mirando la nada, tomando nada, la cara de un perro callejero.
La madre mira al vacío. El padre respira sobre su café, echa humo por los ojos. Ni la madre ni el padre tienen ventanas. Son opacos. No hablan.
No sabe qué mañana descubre algo buceando bajo la superficie de la leche. Algo que flota. Puede ser una mosca. Una arcada. Una mosca. No se anima a meter el dedo en la taza para empujarla, o para arrastrarla hacia los bordes con una uña. La madre está ahí, parada, mirando el vacío, pero puede que esté alerta como un cazador. El padre le ladra al café y por momentos la mira, con más furia, y mira su delantal cuadriculado rosa y blanco como si tuviera la culpa, como si estuviera sucio, in-mundado.
Algo que flota puede ser una mosca.
Un terremoto sobre el vestido y en el mantel se hunden las islas. En la taza, no.
La madre tose y el café oscila de norte a sur y después se calma y otra vez nada.
Eso sigue flotando, hinchando el mar de leche en un punto chico, como un grano entre las ondas. Se hace de noche y al otro día sigue ahí, con la leche renovada, la taza limpia. Está o nace de la leche, de la combinación de la leche blanca caliente con el azúcar y la vainilla. Un animal de la leche. Como los que crecen en la harina, en los paquetes cerrados. Los bichos del arroz que a veces aparecen cuerpo a tierra entre las cintas de manteca derretida en el fondo del plato.
La leche y el pis tienen la misma temperatura. La leche huele peor. Los pies no se mojan, ni con una ni con el otro. Abajo de la mesa hamacándose sin ruido las piernas, con las botas de lluvia que le llegan casi hasta la rodilla. Grandes. Rueda por la escalera, botas abajo, dejando un rastro rojo como el de las linternas prendidas en una carrera de noche. No sangre: plástico rojo, una centella de cordones y empeine. No sangre.
Un mes, dos meses. Un año. Va a tener que tomar leche. Siempre. Esa leche. La leche fría está prohibida, es asco, pecado, mala palabra. ¡Silencio! No.
Caliente, de caliente a hirviendo y de ahí a tibia, con las costras flotando. La cuchara no sirve, ni siquiera para cazarlas y echarlas fuera del tazón. La leche sólida, que ya se enfrió y que no sirve para tragar. Va a tomar bajo amenaza, con el dedo flaco metido en el asa cortajeada, crujiente, de cerámica rota, llena de caminos y rajaduras.
Luciana de Luca creció en el litoral argentino. Participó en distintas antologías de cuentos: Cuentos Cuervos, Ficciones de argentinos en Brasil, Cuentos Raros. Es autora de libros para niños como Soy un jardín, Ratón de Biblioteca, Nunca vi una bruja y Ansiosa, también traducidos al inglés, al coreano y al portugués. Escribió el libro de relatos Las fiestas no son para los niños (2013). Publicó las novelas Otras cosas por las que llorar y El amor es un monstruo de Dios (Tusquets).







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