Querido,

Con vos sí que no sé por dónde comenzar. Tal vez por describirte en alguna de  tus formas. ¿Sabes qué cosas me marcaron de vos? Tu olor a colonia, tu obsesión poco blanqueada por combinar el color de las medias con el de la camisa o, la más rara de todas, la de no sumar o restar prendas a pesar de las variaciones climáticas del día. Me parecía tan absurda la exigencia depositada sobre esa decisión de mañana ¿Cómo era que no te habilitabas a sacarte o sumar una prenda y obligarte así a pasar frío o calor? ¿En qué momento decidiste castigarte tanto? Pero lo que más detenía mi atención, era tu modo de fumar y de sujetar el cigarrillo. Empecemos por ahí. No sostenías ese cilindro del mal como cualquier mortal entre las primeras falanges del índice y el dedo medio (¿podés creer la poca elegancia e identidad del dedo medio que hay que  nombrarlo con dos palabras genéricas y tan poco particulares a diferencia de los  demás?). Cargabas el cigarrillo con una seguridad de acero. Lo posicionabas  más vale casi llegando a la base de los dedos, pasando los nudillos. Nunca llegué a preguntarte si habías imitado el gesto de alguien o si naturalmente te resultó mejor, un día, agarrarlo así. Lo prendías con encendedor y ahí sí, esa primera pitada ameritaba mínimo un registro fílmico. Tu mirada mientras  aspirabas ese humo era la verdad. Era verte desplegar el arte de aceptar y  rendirte a la vida con toda su muerte. Como si la hubieras estado viendo a la  cara y mientras le dabas un beso en la frente le hacías saber que, de alguna manera, te le habías animado a la desgraciada. Siempre respeté tanto esa  pausa. Te veía respirando ese aire espeso y entendía que de ahí sacabas el  oxígeno para poder dar el paso siguiente. Sin esos minutos no había después. Lo que deambulaba alrededor de esa cápsula de tiempo que te inventabas con tu vicio, era de un nivel de desatino digno de una comedia costumbrista. La teluria del afuera era un tropiezo tan perfecta y torpemente coreografiado que, a veces, tenía que esquivarte la mirada. Era insoportable reconocerse en tanta  realidad. Recuerdo cuando unos vecinos, esa pareja joven, padres de unos  mellizos rubios de catálogo, (¿cómo se llamaban?), te habían regalado una  chomba a rayas gruesas, rojas y azules. Lo único oportuno era el color, porque era el de tu club. Todo lo demás era tan evidentemente desacertado que llamaba la atención. No me voy a borrar nunca la imagen de cuando apareciste en el cumpleaños de esas criaturas. Tanto los querías que ahí estabas, impecable, peinado para atrás, portando esa pieza de indumento a la que te habían expuesto. Realmente parecías disfrazado. Para los que sabíamos, todo aquello fue de una incomodidad digna de presenciar. Ese eras, el del gesto silencioso, el que impregnaba todo de una elegancia callada. Cualquier esfuerzo por intentar describirla, hubiera sido en vano. ¿Sabes de qué me acuerdo también? De esa tarde de velorio. Yo tenía 11 años y de pronto me di cuenta que no la iba a ver  nunca más. La muerte no es un problema hasta que te atraviesa ese instante en el que, con una claridad de cristal, te hace entender que es la última vez. Ahí me desbordé. El ataque de llanto fue tan escandaloso que hubo que apartarme de la multitud porque estaba arrastrando a todos. Me acompañaste a un auto,  todavía no logro acordarme de quién era. Me subiste a la parte de atrás y te sentaste conmigo. Me diste la mano y te quedaste ahí, aguantando mi angustia. ¿Sabes qué fue lo más curioso? Que sin pronunciar palabra fue como si lo hubieras hecho. Como si me hubieras querido decir que sí, que qué pena todo aquello pero que era así y que podía llorar todo lo que quisiera, pero que no había vuelta atrás, que solo existía ese presente y que la vida era un poco eso. Un falso ahora que, con mucha suerte y viento a favor, te regala a alguien que sea capaz de darte la mano mientras lloras un rato.
Hablabas poco pero, cuando lo hacías, no andabas con vueltas. Como ese día que estábamos en el quincho y se me ocurrió preguntarte si Dios nos castigaba por las cosas que hacíamos mal. Se ve que sentiste que me debías una respuesta porque con una sabiduría de voz profunda y serena me respondiste: “Mirá, si Dios nos tiene que castigar  por cada cosa que hacemos mal, nos viviría pegando patadas en el culo”. Cortito  y al pie. Todo lo que no decías lo observabas. Resolvías tanto en tu forma de mirar que lo único que pensaba era toda la información que cabía en esos ojos.  Cuantas noches de club, tango y billar. Como cuando viajabas a capital y  gustabas de ir a milongas y quedarte en tu hotel favorito de esa avenida famosa llena de bares. Aún hoy si camino por ahí siento que te tengo cerca. Miro esos postres de cafetería y no logro entender como una persona de gustos recatados como vos, de movimientos solemnes y austeros, era capaz de comer semejante rejunte de crema y dulce. Siempre los veo tan poco vivos a esos postres, todos hechos sin tiempo, apurados con alguna gelatina sin sabor para aguantar la exposición de mostrador, ostentando un falso lujo que anticipa decepción. Igual, con vos conocí los mejores cafés con leche y tostados de la ciudad. Esas rutas te las sabías bien. Ahí, en esos lugares, tampoco te hacía falta hablar. Con la  majestuosidad con la que insinuabas el gesto de pedido de un café chico al mozo de turno, alcanzaba. Esos boliches eran tu lugar. Ahí yiraba la verdad, a su propio  tiempo. Aún hoy me parece increíble cómo, a pesar de esas tristezas que te  arrebataban el aire tan a menudo como podían, le dedicabas el tiempo al gesto amable y oportuno. Eras la medida justa de cabronería, sensibilidad, política y buen perfume. De las combinaciones más poéticas que conocí.
Antes de  despedirme te confieso que, a veces, me pregunto cómo me veías, si pensabas algo de mí, si te parecía una decepción o si te inspiraba futuro. Aunque tal vez mejor no saber la respuesta, si con tu mirada de jueves ya me decías más que  todo lo que podía llegar a animarme a preguntar. 

Siempre gracias.

Cecilia Turnes es oriunda de Mar del Plata. Egresada de la Universidad de Palermo de la carrera de Diseño de Vestuario y Espectáculos, actualmente trabaja en el ámbito teatral, audiovisual y académico. Ha participado de talleres de escritura en los que ha expandido su gusto por la escritura.


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