Norita me lo dijo ni bien llegué al vestuario, que ya había ido a averiguar a los otros dos natatorios del barrio y que las chicas ya estaban al tanto. Había llegado cincuenta minutos antes de la clase, dijo que para poder compartir las noticias, pero yo creo que llegó temprano porque la corroía la ansiedad. Es cierto que nosotras las viejas tardamos un poco más en cambiarnos, que aunque traigamos la malla puesta no tenemos la agilidad de las de cuarenta, pero cincuenta minutos es demasiado.

No me gusta pensar que somos lentas, después de todo, las profes no hacen diferencias, nos exigen a todas por igual aunque cada tanto digan “cada una a su ritmo”. La mitad de las chicas no las escuchan, no por ser sordas, sino por los gorros de lycra que nos obligan a usar a pesar de que todas tenemos el pelo corto. La otra mitad sigue cada ejercicio al pie de la letra, y al final siempre decimos lo mismo, que no somos ningunas chicas del Pami. Aunque no tiene nada de malo ser del Pami, claro, lo que queremos decir es que no somos unas viejas chotas.

Desde hace algunas semanas la profesora de la tarde pide reemplazos. No sabemos si es porque está enferma o porque ya renunció y a nosotras no nos avisaron nada, como pasó antes con el chico que nos tenía zumbando. La cuestión es que el miércoles pasado ya no tuvimos la clase de siempre. Ese día vino una que, en vez de aquagym, dio una cátedra de aquadance, y pretendía que hiciéramos coreografías en el agua, como si nosotras estuviéramos ahí para perder el tiempo. Si justo lo que queremos es recuperarlo, mirá si nos vamos a arrugar las manos por nada, sin ningún objetivo.

Ese día las más sulfuradas salieron de la pileta casi en fila. Pisaban con fuerza los escalones de la escalera, y fue tanta la presión que casi los dieron vuelta. Habremos quedado unas seis adentro, de las cuales sólo tres aplaudimos cuando terminó la clase. El viernes apareció otra chica, una rubia, flaquita pero con tetas, que nos hizo hacer pesas con los brazos pero afuera del agua. Una verdadera estupidez, si el punto es que hagamos fuerza abajo, empujando el líquido transparente para que nos pese.

Pobre piba, habían pasado apenas cinco minutos y el parlante dejó de funcionar. Entonces se puso a cantar. A mí me dio gracia que se sabía las canciones y decía “a ver quién conoce esta”. Algunas chicas reconocieron una, dijeron que era de una tal Rosalía. Yo no tengo ni la más mínima idea de quién es, y tampoco me importó mucho en ese momento: no hay cosa más aburrida que intentar bailar o moverse al ritmo de una música imaginada, más con la mitad del cuerpo sumergido en el agua.

Y la teníamos a Delia en una punta, gritaba que la clase era un embole, que por qué ponen personas que no son profesoras de aquagym, que para qué nos llenamos de olor a cloro si al final es lo mismo que bailar bajo la ducha, que por lo menos sale caliente. Yo ni sabía que los profesores de gimnasia tienen especialidades como los médicos, pero si hasta existe un otorrino que se encarga de los oídos y es diferente del que se encarga de la garganta, todo puede ser. Siempre pensé que los profesores de natación pueden dar cualquier cosa que sea en el agua, si ahora hasta bicicletas te ponen adentro de la pileta. Le dicen waters pinning, o algo así, como si el nombre en inglés lo hiciera más interesante. No quiero ni pensar en la vida útil de esas bicis, oxidadas en dos pedaleadas, ni en la contaminación del agua, ni en la salud y el bolsillo de los que se anotan en esa especialidad.

Después vos vas y preguntás por qué no vino la profesora, interrogás para saber si le pasó algo y piensan que te estás quejando. Ponen unas chicas en la recepción que tienen la misma paciencia que mi nieta cuando me explica cómo usar el telefonito, o sea, ninguna. Te dicen que no saben, que al reemplazo lo mandaron desde la central, todo mientras se enrulan un mechón de pelo y mascan chicle con la boca abierta. Qué central ni qué ocho cuartos, si todos sabemos que no existe una sede tal y que los teléfonos fijos están de adorno.

Igual, pobres las profesoras, ellas no tienen la culpa, la verdad. El problema son estas cadenas de gimnasios modernos en las que nadie sea hace responsable de nada. Eso sí, te cobran una barbaridad y aumentan la cuota cada tres meses. Que la inflación, que cómo está el país, que la última moda, que la renovación del cloro a precio dólar, blue o viajero, por supuesto, nunca oficial. Todas excusas para llenarse los bolsillos. No les importa que tengas continuidad, ni que las clases estén bien dadas, mientras vos pagues todos los meses, si la clase la da una voz por altoparlante, ellos ya cumplieron con su parte.

Total que las chicas de la mínima hace rato que dejaron de venir, y nosotras ahora nos vamos a ir. Norita ya convenció por lo menos a cinco. Sería bueno que nos vayamos todas, pero la nuestra parece la actividad más cara del mundo. Ni hablar de lo que salen las mallas anticloro, las antiparras, las gorras de silicona que te mantienen la cabeza seca, el toallón de microfibra, las zapatillas sumergibles antideslizantes, el candado para el locker que también corre por tu cuenta. Yo entiendo, no debe de ser fácil mantener una pileta, pero se aprovechan de que es poca la competencia y se zarpan. En zona norte, a mi consuegra le cobran un treinta por ciento más barato, pero solo puede ir dos veces por semana. Acá nosotras podemos venir todos los días si queremos, sólo que no nos da el cuerpo.

Graciela pide que hablemos bajito, que nos va a escuchar algún empleado y nos van a hacer la vida imposible. Mirá si la encargada del vestuario no se va a dar cuenta de que andamos en algo: qué va a estar haciendo un grupo de viejas reunidas en círculo y cuchicheando, ¿un ritual para calentarnos porque no prenden la calefacción? Ya saben que nos morimos de frío, lo mismo que cuando entramos a la pileta. Mil veces hablamos con el bañero, y siempre la misma cantinela: la temperatura del agua varía según los grados que hace afuera y él no puede hacer nada, son las reglas. Mentira. De la escalera de la punta donde se queda Delia cuelga un termómetro, él no sabe que cuando se da vuelta lo miramos. Debe pensar que le clavamos la mirada a su culo, pero el que está clavado es el bendito mercurio, siempre en treinta grados. En todos los años que hace que venimos nunca marcó otra cosa. Se piensan que somos boludas.

Viejas sí, boludas no, dice Alicia cada vez. Ella no tiene vergüenza de hablar en voz alta. Enfrentó un cáncer súper agresivo, mirá si no va a plantarle cara a esta manga de mafiosos capitalistas. Desde un principio dijo que los mandáramos a la mierda, pero no todas nos animamos: ¿y si en otro lugar las clases son para la tercera edad? ¿Y si hay que subir o bajar muchas escaleras? ¿Y si el fondo de la pileta resbala? ¿Y si hay mucha gente porque es más barato? ¿Y si al final cambian de profesor como de calzón igual que acá?

—Nelita, dejá de mostrar las tetas, ¿querés?

—Peor Marga, que anda sin bombacha.

—Ustedes se piensan que porque somos viejas no somos pudorosas.

—No, nena, es que estamos acostumbradas a los vestuarios, todas hicimos algún deporte de chicas, ¿vos no?

Ni Nelita ni Marga son vergonzosas, pero a la hora de hablar de los problemas que nos aquejan se hacen las zonzas. Son el voto en blanco de la pileta. Y también de las primeras que vinieron al club, tal vez por eso la lealtad. Yo creo que son de las que hacen pis en el agua, y no veo la hora de que pongan ese cloro especial que te delata cuando se te escapa el chorro.

Mientras pienso esto, que no sé por qué lo hago, Betty pregunta por los hombres del grupo, si alguien les consultó. Yo nunca hablé con ninguno de los tres, menos voy a encararlos ahora. Está el gordo, el marido de Graciela, que, obvio, va a hacer lo que diga la mujer. Los otros dos, un pelado de ojos felices y un señor de short rosa que no llega a los sesenta, no parecen tener problema con los reemplazos ni con el valor de la cuota. Pero si alguien quiere preguntarles, puede aprovechar y hacerlo cuando se los cruzan en el toallero, mientras se sacan las ojotas para entrar a la pileta.

Mary dice que, sea cual sea la decisión, no podemos demorarnos: faltan cuatro días para que el cobro se refleje entre los gastos de la tarjeta de crédito y diez para que termine el mes. Propongo que votemos por alguna de las opciones que trajo Norita, con la mano en alto, como en una asamblea. Graciela dice que no podemos ser tan obvias, que armemos un grupo de Whatsapp. Alicia no la manda a la miércoles porque no quiere escucharla más, se envuelve en la toalla turquesa y empuja la puerta de vidrio en la que se lee “a la pileta”. Miro el reloj en la pared, la clase está por empezar. Cierro el candado del locker, me acomodo los pelos debajo del gorro y la sigo. Se forma una fila detrás de mí, se escucha un “ojalá el reemplazo de hoy sepa de qué se trata todo esto”. Bajo la escalera, toco el agua con la punta de los dedos del pie derecho, está fría. Nada mejor que un buen chapuzón para entrar en calor, así que me sumerjo y no escucho nada más.

Bibiana Ruiz (La Pampa, 1979) es periodista y docente. Su cuento Cinco minutos subterráneos fue publicado en Derivas Urbanas, antología del Festival de Narrativa de Bahía Blanca.


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