1. “Escribir es una causa perdida de antemano”, escribió en paradoja Terry Eagleton en Cómo leer literatura. Me pregunto qué habría afirmado de haber nacido en suelo argentino en vez de en territorio británico.
2. Tenía pensado escribir una nota para el 10 de diciembre, día en el que Javier Milei cumplía, prácticamente sin raspones, su primer año de gobierno. En luna de miel con un Congreso que le concedió lo que a ningún gobierno de otro signo político le concedería —mucho menos al peronismo—, y un pueblo opositor todavía en la lona por el knock out electoral propinado a Sergio Massa como rostro del Frente de Todos, durante los primeros doce meses del presidente las cuerdas de los violines triunfaron sobre el sonido imaginario de las aspas del helicóptero cortando el aire del cielo. Acaso finos chispazos del deseo antidemocrático que todos llevamos dentro —un reflejo “golpista” que, en realidad, cuestiona las virtudes y limitaciones mismas de la democracia como sistema en lo que va de la corta vida del siglo XXI—, el retrato payasesco de un tipo con contour en la papada y maquillaje de mimo, de un señor sin descendencia que habla con clones de perros jamás vistos y mantiene relaciones sexuales con su hermana pastelera, nos distrajo —una vez más— de lo importante. Es saludable aferrarse a la parodia para reírse un rato, pero tiene que haber otra cosa después de eso.
3. Durante diciembre, pensé mucho en el mítico tweet de Línea Rotativa: “Sé tu propio De la Rua. Abandoná tu vida toda incendiada. Andate en helicóptero. Dejala vacía. Que se la metan en el orto”. Como extraído del I Ching, este poema fue escrito en 2013, un momento en nuestra temporalidad en el que no sabíamos cómo era el torax de Elon Musk, CFK ganaba enemigos al ritmo que su modelo se desmigajaba, y a los incels, que hoy amenazan con violar en las redes sociales a cantantes pop inofensivas, los dejaba la mamita feminista en la puerta de la escuela, detenida en rigurosa doble fila. Pero vuelvo.

4. Decía que esta nota debería haber sido escrita tres meses y pico atrás pero me gusta dejar para mañana lo que las agendas, moldeadas por la demanda histérica y la lógica del escándalo, apuran para hoy. La posibilidad de pensar en términos y condiciones propias se me presenta hoy como un privilegio, íntimamente atado a esa palabra ahuecada hasta el absurdo que se llama libertad. Saber y poder decir no, negársele a las imposiciones, constituye una de las muchas maneras de ser libre, por más que los tiempos libertarios se empeñen en convencernos de que ser libre es solo comprar dólar barato con la guita del Alplax que ya no le entregan a los jubilados.
5. Aunque es imprescindible estar atento a la fuerza que gatilla la confección de un texto, también es fundamental escuchar esa voz interior que apacigua el arrebato y susurra que no seas ridículo, que no vendas tan barato tus palabras a la emoción. No recomiendo empezar una columna semanal alardeando de lo espectacular que te va en la carrera, tampoco comparándote con un escritor fuera de tu talla o quejándote de que en la mercería del barrio no reconocen lo especial que sos para el mundo. Por eso, mientras tener el impulso de escribir es (más que nunca) un milagro, hacerlo en estado de pura sensación puede transformarse, muy fácilmente, en algo así como un hecho egomaníaco y patán.

6. “El propio tiempo es el triunfo”. Esta es una frase que pertenece a Roberto Santucho, uno de los grandes revolucionarios setentistas. “La organización vence al tiempo”. Esta es una cita más frecuente y conocida, salió de boca del General Juan Domingo Perón. El tiempo es político y elegir cuándo decir —es decir, escribir— es incluso tan importante como elegir qué decir —es decir, escribir. Cualquiera que comprenda la lectura y la escritura en su caracter político, tensionada entre lo íntimo y lo público, lo tiene clarísimo.
7. Si escribir es una causa perdida, ¿cuál sería la “causa ganada”? ¿No escribir? Y, en todo caso ¿ganaríamos qué? Desde que leí esa frase, trato de anudarla con la sensación que arrastró la hechura de este texto del diciembre hasta acá: cada vez tengo menos ganas de escribir. O peor, contrafáctico inútil incluido, me gustaría nunca haber escrito. Ni siquiera saber qué significa que te piquen las manos, como diría el bueno de Luis Gusmán —autor de libros arrolladores, fuera de serie, como El frasquito, Villa o Epitafios. Solo que hay caminos que no se pueden deshacer sin desaparecer uno mientras tanto.

8. No sería importante descubrir si el crítico literario Terry Eagleton tiene razón o no, pero sí vital señalar desde dónde propina su afirmación; escribir (o leer) en Inglaterra de ninguna forma, y bajo ningún punto de vista, puede ser lo mismo que hacerlo acá. No es un capricho geográfico, es un asunto de posiciones, de aproximaciones al mundo. Por más que el mercado insista, la escritura no es un certámen de belleza. Afirmar en una entrevista que uno desea la paz mundial no lo hace a uno pacifista sino un tarado. Entonces ¿por qué una muchacha peronista habría de estar de acuerdo con las enseñanzas de un marxista inglés?
9. Afino la búsqueda. ¿Qué significa escribir en Argentina hoy? ¿Qué fuerza se le opone a la nobleza de un cerebro cuando se confabula con las manos, frente a una página en blanco? La fiebre de los acontecimientos políticos y sociales de las últimas semanas en el país, con un trasfondo de inflación baja, un dólar electoral planchado con las reservas del Estado y la llegada inminente de un nuevo préstamo con el Fondo Monetario Internacional, nos mantienen en un estado de emocionalidad permanente. Tener la vida propia en orden, incluso surfear la crisis económica e institucional desde el cobijo de la clase media, no es un detalle pero la sensación de que la vida común del pueblo está “toda incendiada” es tentacular y llega veloz, incluso, al cínico o el indiferente. ¿Qué es posible decir cuando la pantalla de Crónica, silenciada en el fondo, trasmite en vivo el despliegue de balas de goma y gas pimienta, una vez más bajo órdenes de Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, sobre la población más vulnerada del país? Asedio. Desesperación. Violencia. Perplejidad. Alerta. Último momento. Se parece bastante al “Hiroshima con paciencia” que describió la escritora Lucila Grossman, y que tiene un efecto secundario desgarrador: en la Argentina de hoy, parece que solo hubiera presente.

10. Sin futuro y sin pasado, las imágenes se suceden y replican al infinito en los televisores; las redes sociales reversionan esos fotogramas en clips de consumo rápido, en general sin contexto. Sin futuro y sin pasado, los dichos de un minuto son contra-dichos al siguiente, sin solución de continuidad. Sin futuro y sin pasado, el presidente Javier Milei promueve una criptoestafa y se hace entrevistar por uno de sus escorts periodísticos de saco y corbata; la puesta en escena bien podría haber sido un sketch del difunto Antonio Gasalla, irrupción del asesor hialurónico incluida, muy graciosa si no fuera por semejante flagrancia. Sin futuro y sin pasado, las imágenes que muestran el accionar de la Gendarmería Nacional en la última represión desatada en las inmediaciones del Congreso pueden ser desmentidas, a pantalla partida, por la Ministra de Seguridad —con un rictus de desprecio por la verdad visto en contadas ocasiones. Sin futuro y sin pasado, Agustín Laje, intelectual emblema de La Libertad Avanza, se enuncia en un video oficial el Día de la Memoria para discutir, otra vez, la cantidad de desaparecidos durante los años del terrorismo de Estado, utilizando la aritmética como espada de la ideología. Viene goloso Agustín, porque se dio el gusto pocos días después de haber difundido otro video apasionado. Mirando a cámara reconoció el regocijo que le generaba cada balazo dado a un zurdo en la última manifestación social.
11. Son tiempos de paradojas: si bien “las cosas” ya no son como las conocimos, son exactamente “las mismas cosas” que conocimos las que se repiten frente a nuestros ojos en 1.5x o 2x de velocidad. No hay tiempo de más. Ese vértigo cumple una función y es la de incitarnos a no pensar, a tenernos en un trote permanente de confusión y dislate. Es decir, hundirnos en las aguas dulces de la indignación, algo que el sudafricano J.M. Coetzee, en Contra la censura (2014) caracterizaba como “la experiencia de la impotencia”. Entonces, cuando queremos acordar, somos apenas un pueblo que “reacciona” y no virtuosamente, sino más bien como reaccionan las streamers atontadas por la dopamina del corazón, el de eme y el faneo del pajín que no perece.

12. Por supuesto que alguien se beneficia y alguien pierde en este baiteo que retira del cuerpo del discurso el corazón del contexto. Las discusiones se vuelven cada vez más idiotas e idiotizantes, en tanto se disputan a fondo pero empeñadas en detalles inconducentes, en usos del lenguaje o simbologías. Lo vemos y lo vimos desde que volvió a nuestras calles la expresión popular —luego del interregno de país nórdico del que gozó el gobierno del Frente de Todos, signado por las restricciones del Covid19 pero también por su potencia neutralizadora y desmovilizante (aun cuando le hubiera convenido recuperar la calle)—, más puntualmente los días miércoles con el reclamo de los jubilados, el sufrido cuerpo social sobre el que operan los ajustes económicos de forma sistemática en este país. Incluso antes de la cacería desatada el 12M, en la que las fuerzas de seguridad tiraron a matar al fotógrafo Pablo Grillo, en la más triste soledad, los viejos y las viejas dependían de una misma variable para quedar exentos o salir sorteados en la reprimenda policial: estar o no estar sobre la vereda. Esa es la cuestión. Discursivamente, recibir una descarga de gas pimienta a veinte centímetros de los ojos se ha convertido en un asunto de “merecer”. Es la pollerita corta versión represiva, y la modista que anda con la cinta métrica en mano es una Bullrich Luro Pueyrredón, persona cuyo único valor y proyección política radica en el ejercicio de la violencia.
13. Comparaciones tontas y efectistas aparte, con la misma fórmula que la derecha negacionista hace público el cuestionamiento a la cantidad de desaparecidos, la derecha también encuentra en el protocolo de seguridad otra carnada para llevar la palabra pública adonde le conviene. A río revuelto, se conoce de quién es la ganancia, pero entonces ¿qué hace el pueblo metido en ese juego? Sumidos en la velocidad, en la vorágine, en el instante perpetuo, militantes baleados y jubilados agredidos, periodistas de todos los signos, comentólogos y polemistas, repiten con ignorada peligrosidad la perorata de la vereda y conceden una victoria más a los ejecutores materiales e intelectuales de los gases y las palizas. Sin futuro y sin pasado, la discusión aparece en tiempo presente y se circunscribe solo al infierno de la represión a la que, por cierto, hay que abismarse con equipamiento defensivo y conocimiento táctico: los camiones hidrantes, las emboscadas con gases, la balacera de goma y el quehacer de infiltrados y de servicios de inteligencia para nada inteligentes y muy poco discretos componen el gran elenco. La conclusión a la que se arriba, por defecto, es la más patética y patológica de todas, la que hace coincidir a sometidos y sometedores: te fajan porque estás parado en la calle, no porque reclamás un final de la vida digno para el laburante que alguna vez fue tu abuelo.
14. Es exactamente al revés. Aun cuando nada lo justifica, aun “sin merecerlo”, un pueblo tiene que conocer exactamente por qué lo castigan, quiénes lo castigan y para qué lo castigan, y tiene que saber sobre qué trama se inserta su lucha, de qué color tiene los ojos el enemigo. Mientras estas preguntas estén borroneadas, va a ser muy difícil sacudirnos el derrotismo y el pavor que genera la violencia. A pesar de las elaboraciones que hicimos como sociedad, todavía hoy la figura del desaparecido, en primer lugar, y la de nuestros revolucionarios, en segundo lugar, aparecen discursivamente despegadas de la política económica que llevó adelante Alfredo Martínez de Hoz y los genocidas, a su vez, eximidos de ese mismo programa. No tengo datos de focus group pero no deben ser pocos los jóvenes que no conocen por qué los militares, esa yunta de canallas, se atribuyeron la libertad de desaparecer a los desaparecidos.

15. Disciplinar a un pueblo implica reducir su campo de pensamiento, comprimir su imaginación soberana a la mínima expresión. Disciplinar a un pueblo es despojarlo de su fuerza transformadora para encerrarlo en el corral oscuro del sometimiento, es hacerle perder el tiempo en la inutilidad ortográfica de las comas mientras se lo caga a palos o se lo encapucha. Es cuestión de tiempo. De tenerlo pero también de tomarlo. No es casual que cada vez haya que sortear más obstáculos para leer, sea una novela, un cuento o una de las cientos de notas parecidas a esta, perdidas en el cosmos de internet. Escribir en Argentina es cada vez más difícil, pero no escribir en Argentina puede ser todavía peor. El riesgo es que tu historia la escriba otro, y que la nuestra quede en manos de los imperios y los apátridas.
Paula Puebla es autora de Una vida en presente, Maldita tu eres y coautora, junto a Julia Kornberg, de Diario de un tiempo mesiánico (17 grises). También escribió El cuerpo es quien recuerda (Tusquets). Dicta talleres de narrativa, colabora en medios diversos y, en compañía de Victoria Sosa Corrales, es CEO de Vayaina Mag.







Deja un comentario