Estaría bien incluso si cayera en bancarrota,
estaría bien si perdiera mi pelo y mi juventud,
estaría genial si ya no fuera una reina,
estaría magníficamente si no lo supiera todo.
Alanis Morissette
Recorre el escenario como si flotara, de un lado a otro, con su melena de frizz, vestida con una camisa de seda azul con dos aureolas de transpiración tatuadas debajo de las axilas, un pantalón metalizado atemporal y unas zapas que todas podríamos tener. “Hace dos días que no puedo parar de llorar; pero no es tristeza, es emoción: emoción de haberme conmovido, de que Alanis me haya conmovido con tanta belleza”, me dice mi amiga María Guerrero Menéndez, que pudo presenciar el show de Alanis Morissette en el Lollapalooza.

El diálogo por WhatsApp se desprende de un tweet que publiqué después de ver ese fragmento de video de la artista sobre el escenario: “Qué lindo ver a una cantante vestirse como me podría vestir yo, con un talle de jean que podría ser el mío, con unas zapas que me gustaría tener. El hialurónico hizo tanto daño que se va a poner de moda lo humano”
¿Se va a poner de moda ‘lo humano’? No lo sabemos. ¿Podemos imaginar una vida sin culpa por tener un pegoteado cabello lacio en los días de humedad? ¿Sin cowash sobre la vida salvaje de los rulos? ¿Cómo sería salir al mundo sin el escudo del corrector de ojeras? ¿Y sin el pánico de probarse la bikini en un verano incipiente? ¿Qué se sentiría estar en paz con nuestras tetas caídas después de amamantar? Lo que sí sabemos es que en un mundo plagado de algoritmos que promocionan rinoplastías que no pedimos, inyecciones que no buscamos y una estética que no nos incluye a todas, un poco de sudor femenino vino a sacudirnos y a identificarnos. ¿Hace cuánto tiempo las minas que tenemos más de treinta no nos sentimos representadas por las pibas que inundan escenarios con faldas tableadas ultra cortas y bronceados permanentes?
Justamente, la trampa radica en intentar ser aquello que ya no somos: jóvenes adolescentes de presencia lúdica en redes sociales. Es que si Wanda Nara y Rocío Guirao Díaz recrean challenges de Tik Tok junto a sus hijas, y también en soledad, ¿por qué no podemos hacerlo nosotras? ¿A quién le hablamos cuando encendemos la cámara del celular y sorteamos la suerte de pescar la mayor cantidad de likes? ¿Quiénes son las referentes de las que ya no tenemos veinte años?

A mi amiga le preocupa que su sobrinita sea fan de Emilia Mernes. “Me preocupa que crea que no existe otra opción”, me dice, y la duda que aparece tiene que ver con qué otra alternativa artística tienen las jóvenes hoy. Si Alanis Morissette pudo hacerle frente a la industria discográfica y decirles que ella iba a vestirse con la ropa de su placard, en aquellos dorados años 90’s de rubias con vientre plano y jeans tiro ultra bajo, ¿por qué otras artistas no podrían seguir su ejemplo?
Ahora bien, si las minas de treinta y pico hemos sido las que formamos a una generación de adolescentes y veinteañeras bajo el lema “no se opina de los cuerpos ajenos”, ¿con qué autoridad moral podríamos señalarles ahora que Emilia Mernes no es el canon indicado? Y, al mismo tiempo, vivimos bajo el bombardeo de un concepto contemporáneo desolador: “armonización facial”. ¿Cuál sería una cara en armonía? ¿Cuál sería un rostro en caos?
Volver a opinar de los cuerpos y los rostros ajenos y propios puede ser el camino si queremos darle batalla a una sociedad de consumo que encuentra en la estandarización de las narices, los pómulos, los labios y las frentes un nicho de mercado. Alzar la voz frente al mandato estético de la época no es un deber pero sí un hecho tan valiente como el de la autora de Jagged Little Pill (1995), que nos sigue despertando del letargo dosmilero donde duerme un sueño inalcanzable.

“¿Pensas en mí cuando cogés con ella?”
¿Quién no cantó a los gritos “You oughta know” de Alanis Morissette después de que le rompieran el corazón? Me veo manejando a toda velocidad por la ruta de mi pequeña ciudad, sola, con la luna de testigo. En el auto sollozo y al mismo tiempo canto este tema a los gritos una noche de verano luego de descubrir que mi novio me engañaba. Vivía un despecho en carne y hueso, y exorcizaba ese dolor que —al igual que el puente que separa mi ciudad de la ciudad vecina— es importante cruzar y no bordear.

“The only way out is through”, cantó en otro disco y otra canción Alanis. Fue en 2004 luego de separarse del actor Ryan Reynolds. Atravesar el dolor, enojarse, putear en todos los idiomas a tu ex y también a su nueva novia. ¿Tampoco se habla de los cuerpos que acompañan a quién era tu ser amado? Pienso que una dosis de realidad y menos diplomacia nos ayudaría a salvar a una generación —¿o tal vez dos?— con las que fuimos demasiado categóricas, prohibitivas e hipócritas. El despecho es un sentimiento real, que arde y del que ninguna está a salvo: por algo sigue vendiendo tantas reproducciones en YouTube.
Cuando digo que lo humano se pondrá inevitablemente de moda también me refiero a estas emociones que son un quilombo. Sentirse fea, pero única. Sentirse traicionada, pero saber transformarlo en un arte que nos mantenga a salvo. Es necesario dejar de engañarnos con el verso de la superación de 3 minutos, como si fuera la fórmula de un puré instantáneo.
Hace unos meses, Candela, una de mis mejores amigas, me señalaba que las tiendas de decoración ofrecen como única opción tazas, vasos y demás objetos de color rosa pastel y marrón, mucho marrón. ¿Qué hay detrás de esa generación ocre y aversión a los colores? ¿La imposición solapada de una sociedad mansa, dócil y domesticada? ¿Los hogares de quién queremos imitar?

Gracias, Alanis, por despertarnos una vez más, a tus impecables, genuinos, naturales y humanos cincuenta años, vividos con intensidad. El interrogante que sobrevuela mi cabeza al final de esta nota es si en realidad es necesario un talento desmesurado para ser libre de los outfits armados, los rostros quirúrgicamente diseñados y, pese a todo, los 45 kilos de rigor. Si pensábamos que las secuelas de leer a los quince años Abzurdah, de Cielo Latini, habían desaparecido, la perfección de las modelos de Instagram nos reencuentran con las esquirlas de aquellos traumas falsamente superados.
No estoy segura de si el talento mata la fuerza intempestiva de los estereotipos. Pero estoy segura de que podemos perdonar que alguien desafine o pifie su compás si es por el arte, acaso la forma más virtuosa de la autenticidad. Algo que el algoritmo y la inteligencia artificial no podrán generar jamás.
Agustina Sosa es cordobesa y Licenciada en Comunicación Social por la UNC. Twittera que se rehúsa a decirle X a Twitter. Asesora de Imagen. Ha escrito en diversos medios digitales (Tierra Roja, Comunicadas, La Jornada) y produjo podcast sobre la problemática del fentanilo en EEUU. Periodista militante en un terreno hostil.







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