Nada de lo que se lea en este texto será una novedad. No obstante, hay en el aire una sensación que merece ser registrada: la angustia de la desintegración. El recorrido de la última ola feminista parece haber llegado a una orilla en la que solo yacen algunos caparazones rotos. Decir que pasó desapercibida no le haría justicia al proceso, pero es cierto que algunos de sus estandartes se volvieron en contra de su vigencia. Y ahora, ¿qué nos queda?

I.

Una marcha, nacida como un gesto de repudio ante la indiferencia socio-estatal frente al brutal femicidio de una joven en manos de su pareja. Un hecho que se erige como el hito inicial de una nueva configuración. Un cúmulo de reclamos, de dudas, de incongruencias e inequidades que puso en cuestión varios usos y costumbres de la sociedad, y que sentó en el banquillo del acusado a más de un tío contador de chistes de mal gusto. 

Pero también un abanico de causas que se acomodaron de modo tal que todas parecían tener la misma relevancia para el tan ansiado cambio de paradigma. Un femicida, el tío desubicado, un marido que no lava las platos, o un ciudadano cualquiera que se manifestaba en contra de la interrupción voluntaria del embarazo. Todos los reclamos, equiparados. Todos los ejecutores, también. ¿Cuál es el factor común entre aquel que perpetúa un crimen y una pareja que no realiza exactamente las mismas tareas hogareñas que su esposa? La pregunta es absurda en sí misma, pero se ha escrito infinidad de literatura que halló el común denominador entre estos dos estereotipos de “machos violentos”. 

La ley para la erradicación de la violencia contra las mujeres, se sancionó en el año 2009. De allí, se desprende que no todo es lo mismo pero sí que el Estado es responsable de trabajar en la prevención de sus distintas formas. Más allá de su fuerza de ley, esta normativa se consagró como un intento de concientización. Su promulgación intentó desnaturalizar algunos comportamientos considerados perjudiciales para el desarrollo más o menos igualitario de la vida de un hombre y de una mujer. Y si bien esta ley refiere a la violencia fisica y, por ende, encierra los tipos penales de homicidio y violación —delitos que ya tenian su pena correspondiente— su espíritu legislativo, supone una tendencia progresiva hacia un nuevo paradigma cultural, por ejemplo, a través de la creación de políticas públicas efectivas. Por eso, la distinción. 

No toda violencia es igual. No todo acto de violencia se contempla en un tipo penal. En criollo: si todo es violencia, nada es violencia. Este puede ser un punto de partida para abrir la puerta a la incomodidad que supone un error: el de haber abordado cualquier disyuntiva al calor del fuego punitivista.

II. 

Para abordar asuntos que pretenden encontrar un respaldo masivo, las formas también importan. No obstante, quienes se consideraban con la potestad de tomar decisiones dentro del movimiento —a la vez que se jactaban de la transversalidad del mismo— impedían la participación de varones en las movilizaciones. No solo eso, sino que además la intervención masculina en la conversación pública comenzó a estar mal vista. Y ese imperativo tuvo un correlato concreto:  los varones que tenían algo para decir, y que pretendían hacerlo en aras de repensar y aportar a un debate, del que sin duda eran parte, comenzaron a llamarse a silencio porque “no les correspondía” hablar. El momento de dejar de estar silenciadas a merced de otro silencio fue una forma curiosa de establecer las bases de la paridad. 

El eco de esa nueva normalidad se sintió entre los grupos de amigos, entre los colegas y los hermanos. La palabra “feminismo” en boca de un varón era una mala palabra, mientras que el lugar reservado para las mujeres por sus propias compañeras era (es y será) el de educadoras. Casi como un deber irrenunciable: enseñar desde el error a familiarizarse con el concepto de deconstrucción. Al varón con el que se compartía hogar había que orientarlo al camino de la nueva masculinidad, formarlo en la noción del buen compañero. Si el mecanismo consiste en enseñar al otro, y si la educación supone  jerarquía, entonces ¿por qué hablamos de igualdad?

La retórica de la liberación nos traía nuevas exigencias para salir de un molde y encajar en otro: el de la mujer empoderada y paternalista. No sabemos cuántos hombres se “deconstruyeron” pero, a priori, deberíamos dudar de la eficacia de la pedagogía del feminismo puesto que, según la Defensoría del Pueblo de la Nación, en Argentina contamos un nuevo femicidio cada 30 horas. Cito un fragmento de su la página web: “la violencia de género se ha mantenido de manera sostenida a pesar de las políticas públicas implementadas durante los últimos años. Las cifras del 2024 son similares a las de 2020, año marcado por la pandemia”. Y agrega: “el 66% de las víctimas fueron asesinadas en su domicilio, en su trabajo o en la vivienda que compartían con el femicida; y en un 84% se comprobó la existencia de una relación preexistente entre la víctima y el victimario. En cuanto a la distribución geográfica: el mapeo del relevamiento indica que en proporción con su población, Chaco encabeza la lista de provincias con más femicidios al igual que el año pasado. Le siguen Santiago del Estero, Misiones, Chubut y Salta”. 

No alcanzó con las declaraciones de principios ni con los nuevos decálogos de usos del lenguaje. Tampoco con el intento de disciplinamiento masculino, que no surtió efecto ni en la calle ni en las casas. Los imperativos impulsados desde la calle online, aunque posiblemente pensados desde el centro unitario del país, no fueron suficientes para persuadir a una sociedad a la que, lejos de arrimar al fogón, se la eyectó ante la primera diferencia. El mecanismo elegido por el feminismo soft para terminar con el patriarcado consistió, entre otras cosas, en aporrear al varón. 

Quizás el primer síntoma de este presente fue la errada decisión de expulsar a las propias compañeras que se atrevían a plantear disensos, aquellas a las que no les cerraba reducir la discusión a la fiesta del glitter y los corazones. A esas mujeres también se las mandó a hacer silencio por no ser funcionales al mainstream liberal, por no obedecer a la concepción globalista de las demandas —nunca pensadas en función de una sociedad sino, justamente, en contra de ella.

III.

El desembarco de la cuarta ola feminista trascendió las fronteras nacionales. La agenda propia se replicó con sus propios condimentos en Estados Unidos. Allí, nuestro #NiUnaMenos mutó al hiper replicado #MeToo, movimiento que denunció una infinidad de abusos en el país gobernado por el empresario Donald Trump. Lo propio hicieron las españolas y también las francesas que, bajo el lema #BalanceTonPorc, acoplaron una catarata de acusaciones. Aunque en este último caso, la respuesta de un grupo de mujeres intelectuales que cuestionó los mecanismos de denuncia impulsó un debate que, mediante un documento en clave de manifiesto, advirtió sobre la inconveniencia de igualar el coqueteo insistente con un crimen. Bregaba por el derecho a la libertad de expresión y apuntaba sus cañones contra el puritanismo: un combo imperdonable para el neofeminismo local.

Aquella búsqueda, la de generar un impacto a la velocidad de la luz como sólo puede hacerlo el uso irrestricto de las redes sociales, se cristalizó en una marca. Los hashtags, tipeados hasta el hartazgo para facilitar la búsqueda y reproducir de manera indefinida las menciones, se patentaron. No es un eufemismo: la reivindicación de los derechos de las mujeres —precedida, entre otras cosas, por la creación del partido peronista femenino en los años previos a la conquista del derecho de la mujer a ejercer el sufragio— se convirtió en un producto. El mercado la vió y, de repente, el feminismo se volvió taquillero. En Nueva York, sí. Pero también en la tierra de las manzaneras y de las abuelas de Plaza de Mayo. ¿Cómo fue que la posibilidad de enfriar “los úteros en la fuente” terminó tomando forma de identity politics purificada? ¿A quién le genera un rédito que los derechos de un sector social tenga como referencia a una burguesía liberal importada?

La apropiación de esa retórica extranjera abarcó también su consecuente viaducto marketinero que, cómo era de esperarse, acrecentó el dinero en cuenta de varias autopercibidas referentes (o acreedoras) del movimiento.

Libros, seminarios y talleres. Incontables frases pegadizas hechas remera. En un abrir y cerrar de ojos, asistimos a la gentrificación de los feminismos que, en un pasado reciente, pelearon por causas justas y contaron entre sus filas con mujeres valiosas cuyo trabajo y militancia fueron pilares de la construcción social que hoy nos permite mirar para atrás y darnos cuenta de que habitamos un territorio un poco más prolífero para desenvolvernos sin tener que andar pidiendo permisos extraordinarios. 

IV.

Decir que la agenda woke es sinónimo de feminismo, o que el feminismo es la causa de que al destino de la patria lo guíe un perro muerto es un reduccionismo pero también un acto de hipocresía. Sin embargo, si queda alguna esquirla de intención para la reflexión, no se puede desconocer la relación entre el desgaste de la retórica del último feminismo y la astucia de Javier Milei para capitalizar ese rechazo hacia lo políticamente correcto. 

Cuando los excluidos advirtieron que alguien los estaba considerando, se produjo el agotamiento total de las abstracciones. Sin necesidad de negar la existencia de categorías sociológicas que explican el comportamiento de los jóvenes y su devenir en este contexto, sospecho que la academización de los problemas no es suficiente para resolverlos. No hacemos nada con los mil papers que se escribirán sobre los incels si no observamos qué factores influyen en la vida de los pibes, si nadie piensa en el futuro que la sociedad les propone. El fracaso se percibe cuando las ideas que se solventan en los máximos niveles de la academia colisionan con su imposibilidad de brindar respuestas concretas.

Mientras tanto, las que dirigieron la batuta durante los años dorados del feminismo se debaten entre reconocer su finitud y la ansiedad por no perder el protagonismo. Al mejor estilo Elisabeth Spark en The Substance, la desesperación por no desaparecer es lo único que las motiva. Y en ese afán por permanecer en su rol estelar a como dé lugar, hacen cualquier cosa. Les resulta impensado analizar los fenómenos a través de otras variables que no sean la de la hegemonía machista o patriarcal. Mucho menos, barajan la posibilidad de que aquello que producen no siempre guste. Ya no se preocupan por conocer al público al que aspiran llegar, por saber cuáles son sus intereses. La pretensión es una: pegarla. Y pegarla implica hacerlo con el menor esfuerzo posible. Ser masivas, tan masivas como el “masivo, bro” del que se burlan. Pero cuando eso no ocurre, asistimos a la ofensa y a la queja, a la denuncia precoz. No importa si, hasta hace un rato, fueron líderes en ventas de libros, exigían cachets imposibles y ser hospedadas en hoteles 5 estrellas para sus infinitas charlas por el país o si pudieron crear espacios de laburo que les permiten ofrecer trabajo y darse algunos gustos, aún en un contexto económico en que muchas de sus suscriptoras no llegan a fin de mes. Da igual, porque siempre la culpa es de un chabón.

Los feminismos de la brillantina solidificaron un esquema que esterilizó al movimiento de sustancia política para convertirlo en una puja por ser la más mirada. La más mirada y, al mismo tiempo, la que nunca dejó de esperar la aprobación de los tipos. Esos niveles elevados de egolatría acabaron por convertirlos en una entelequia.

V. 

La interrupción voluntaria del embarazo no deja de ser una conquista importante para las mujeres argentinas. Recuerdo haber militado con vehemencia durante el año 2018. Lo hice con la potencia propia de quien tiene una convicción. En forma orgánica y en el intercambio diario con mis compañeros de trabajo o con los integrantes de la familia. Ese período fue el que me obligó a priorizar el ejercicio de la escucha, un hábito que conviene sostener toda la vida aunque en ocasiones el yoismo nos gane la parada.

Durante los meses previos a lo que fue primero un triunfo y luego la derrota en el Senado, me avoqué al estudio del aspecto legal, a explorar los alcances de la autodeterminación del proyecto de vida y de las libertades individuales, aquellas que pueden preservarse ajenas al escarnio moralizante de la sociedad. Nunca me pareció del todo apropiado hablar únicamente de un problema de salud pública ni del hoy caricaturizado slogan “mi cuerpo, mi decisión”. En aquel momento creía que esos ejes eran fácilmente refutables y que, sobre esos mismos parámetros, se podían erigir los fundamentos para darle formas siniestras a otras cuestiones vinculadas a la intimidad del propio cuerpo. Aún hoy hay preguntas que no logré responder, y ciertas contradicciones en las que sigo inmersa. No obstante, el cimbronazo social fue inevitable y un factor decisivo para garantizar la práctica en un marco lícito para que cada mujer, cada familia y cada pareja pueda elegir lo que considere más conveniente para su fuero íntimo, despojada de imposiciones morales que no sean las propias. 

Un poco antes, en el año 2015, alguien con quién suelo conversar largo y tendido sobre los temas que me generan muchas preguntas, me dijo que lo que estaba naciendo podía ser muy bueno si se consolidaban reclamos concretos y de a uno por vez. En aquel momento me pareció una observación menor pero, con el diario del lunes, puedo reconocer la certeza de esa afirmación. Alzar la voz puede ser un hecho crucial en una primera instancia. Gritar el reclamo, también. Pero después, hay que tener algo para decir y, para eso, hay que poder pensar y organizarse. 

Pero ¿qué persigue el feminismo hoy? ¿Existe como movimiento más allá de las asambleas surgidas para responder a declaraciones ridículas de un presidente al que le encanta llamar la atención? ¿Qué queda de la legitimidad propia de aquello que congrega a quienes logra interpretar? Este estado actual, esta crisis de representación ¿es tan aguda como para no configurar una nueva organización?

En nuestra sociedad existen reservorios de deudas con el acceso igualitario a los derechos. Pero la banalidad con la que se enchastraron las demandas feministas resultó ser el velo para garantizar el normal funcionamiento de otros poderes. Mientras algunas intentan seguir viviendo de la “feminización del victimismo”, por ejemplo, en nuestro país se gesta una industria alrededor de la subrogación de vientres. Un tema del que solo se habla para recordarle a los ricos que pueden hacerse de un hijo en el tiempo que tardan en contratar un paquete con destino al Caribe. No debe faltar mucho para que las empresas que se dedican a ofrecer este servicio envíen bebés en aviones privados con forma de cigüeña, o para que seamos espectadores de su evolución intrauterina vía streaming. ¡Qué tierno! 

Pasamos más tiempo de lo que creemos debatiendo si las chicas tienen más o menos visualizaciones que los chicos, y si ese desequilibrio responde a la genitalidad. Mientras las chicas se jactan de eliminar tabúes para hablar de sexualidad promocionando productos de sex shop por Instagram, solo se habla de prostitución para que las iluminadas lo ensamblen a la idea de “abolicionismo”. Un concepto que es, a priori, una utopía cuya materialización es difícil de explicar. 

Me pregunto qué es lo que se oculta detrás de la voluntad deliberada de hacer caso omiso ante las desigualdades manifiestas que se sustentan en este estado de cosas. ¿Que tenemos para ofrecerle a la mitad de los niños y de las niñas argentinas que son pobres? ¿Cuál es la propuesta para aportar al futuro inmediato de los adolescentes? En un panorama en el que el Estado se ausenta de forma casi siniestra en materia de financiamiento y políticas públicas, los feminismos tienen para ofrecer un dossier de bellos artículos sobre la serie del momento que solo leemos algunos adultos, los que conservamos un espacio mínimo para el esparcimiento. Por supuesto que no se le puede exigir al feminismo que brinde lo que no garantiza el Estado, pero también es cierto que la organización es una vía para traccionar siempre que se tenga un norte. 

Si la organización procede solo cuando se defienden los intereses de las mujeres de clase media que habitan la Capital Federal, entonces deberíamos dejar de hablar de movimiento político para asumir que solo nos convertimos en un aparato de condescendencia hacia los intereses del libre mercado, las garantes de que todo siga igual.

Florencia Lucione es abogada en ejercicio (y en construcción). Colabora con columnas sobre actualidad en distintos medios de comunicación. Escribe para saber qué piensa sobre las cosas que no entiende. 


Descubre más desde VayainaMag

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

TEMAS