Foto: Ana Cardani

Aunque el mejor estímulo que encuentra para escribir ensayos es la demanda externa —provenga de medios o instituciones— y aunque la novela sea el formato que más reconocimiento le trae, Alan Pauls es un ensayista fenomenal, como confirman los libros que dedicó al género y el nuevo, Alguien que canta en la habitación de al lado (Random House). “Son ensayos sobre mis contemporáneos, categoría que tomo en el sentido de coexistencia no tanto en el tiempo (aunque los hay de esos también) como en las prácticas de escribir y leer. De ahí el título, robado de Virginia Woolf, que veía a sus contemporáneos —sobre los que le resultaba dificilísimo escribir— como personas que canturrean en la pieza de al lado», dice, sobre un trabajo que es literario, no solo por contener reflexiones sobre literatura, sino también personal, aunque el autor apenas emerja como protagonista formal.

Fetichista heterodoxo que prefiere una anotación anónima en un usado a la primera edición de un clásico, Pauls habla en el prólogo de su libro anterior Trance (Ampersand), definido como en contra de un “puritanismo antilectura”. También se mete, brevemente, pero sin vacilaciones, con el problema de la irrupción tecnológica: “Mal que les pese al celular y al Kindle, que privatizan las decisiones y los gustos de sus usuarios uniformándolos con sus diseños idénticos y la gimnasia tourettiana de sus dedos pulgares, los libros siguen luciendo sus portadas-estandarte (…), siguen voceando sus títulos para que otros los lean a su vez, los recojan o discutan. Leer, hoy, sigue siendo proponer hablar de lo que se lee. Leer, una práctica asocial, es siempre un principio de conversación”.

Foto: Ana Cardani

Durante las páginas siguientes se montará sobre una seductora selección de personajes (de Lucio V. Mansilla a Roberto Arlt, de María Moreno a Josefina Ludmer, de Roland Barthes a Sarmiento, de Manuel Puig a Rosario Bléfari, de Rodolfo Walsh a Gilles Deleuze) llevándose un poco por delante la meta del ensayo. Sus “protagonistas” van a engarzar con los roles secundarios y afrontaremos tramas paralelas. No nos intentará convencer, o persuadir demasiado: incluso en sus momentos panfletarios, nos dará espacio para la última palabra. Escribe: “Si el leguaje garantiza algo no es sin duda inteligibilidad, ni comprensión, ni verdad, ni siquiera comunicación. Garantiza un espejismo frágil, esquivo, ínfimo y al mismo tiempo extraordinariamente regocijante: sentido”. Con piezas envidiables, como una entrevista que le hizo a Cesar Aira —preciosos entretelones incluidos— o sorpresas como “Once poemas inadvertidos con Sergio Chejfec”, el libro se ramificará, ampliando los campos de intervención. Pero es gracias a ideas que entran en tensión, a subversiones jerárquicas, a elipsis imprevistas, a digresiones caprichosas y a conexiones muy singulares entre datos y figuras solo ejecutables por un lector como él (adicto, detallista, contumaz), que Alguien que canta en la habitación de al lado deja la sensación de poder perpetuarse en volúmenes futuros, ¿infinitos? Leeremos en las últimas páginas: “excesiva, impune, descarada, la digresión es la pasión gozosa del relato.”

En uno de los ensayos, contás que lo peor que se puede hacer con María Moreno es elogiarla ¿Qué hacés vos con los elogios?

Hago lo peor: agradezco, pero espero el argumento, como dice alguien en un cuento de Borges.

En otro, dedicado a Mansilla, uno de los más extensos del libro, decís entre otras cosas, que «hace de más», al tiempo que encarna la dicotomía sarmientina en sus dos polos ¿Crees que en la literatura argentina hay herederos de Mansilla en este sentido?

Escribí bastante sobre Mansilla, y a lo largo de 40 años, siempre con la sensación de que es el único escritor argentino que hizo del lujo una poética y una política irreductibles. El lujo como alarde del gentleman del que hablaba tan bien Viñas, pero sobre todo el lujo como esa demasía —de actitud, de pensamiento, de narración, fundamentalmente de lenguaje— que altera las proporciones de cualquier economía, empezando por la que está implícita en la polaridad civilización/barbarie. Quizás haya algo de ese goce del lujo en Aira, pero no pondría las manos en el fuego. 

Foto: Ana Cardani

En el ensayo dedicado a Josefina Ludmer, titulado justamente «Una bárbara en la biblioteca del imperio», también te metés con la idea civilización – barbarie…

Josefina empezó a enseñar en Estados Unidos a fines de los años 70, en plena dictadura militar, y —sobre todo al principio, cuando el clima argentino era irrespirable— tenía muy claro que su “programa” de visiting professor era el de una especie de conquistadora al revés; la tercermundista pícara que se infiltra en la academia del imperio para expropiarle el saber que después se traerá y hará circular y discutirá con las comunidades locales.

Hablás, a cuento de esos pedidos de ranking o, peor, de elegir un solo libro, de contradicciones, cambios de juicio e incluso vergüenza por algunos gustos u opiniones del pasado. ¿Hay, en ese caldo, algo flagrante, algo que te parezca infamante haber ensalzado alguna vez?

Flagrante no. Matices, por ahí. Pero a partir de cierto momento es difícil que uno se engañe tanto como para detestar lo que adoraba o viceversa. Lo que no quiere decir que tenga la posta. Simplemente son decisiones, y se toman en función ya no de una escala de valores “objetiva” (la Literatura) sino de una cierta práctica, una poética, un modo interesado de pensar y hacer literatura. Y además siempre está la instancia de la relectura como salvación, como la posibilidad de asomarnos a las ridiculeces o las abyecciones que adorábamos en el pasado y “rescatarlas” desde alguna perspectiva más o menos contemporánea, que no borra su ridiculez o su carácter abyecto, pero los vuelve pertinentes para el estado de cosas actual. Bien releída, la payasada de hace treinta años siempre puede ser la palabra justa y urgente de hoy. Hay algo muy esperanzador en esas supervivencias. 

La palabra «payasada» me hace pensar en la política actual, llena de personajes payasescos, con todo lo que el payaso tiene de terrorífico. Más allá de lo preocupante que es este escenario, ¿no te parece atractivo en el peor sentido? 

Cuando decía “payasada” pensaba en algo más naïf, con más gracia y brillo, aun en su torpeza, que la runfla de canallas sádicos que nos gobiernan ahora, salidos —como el propio Milei lo vio cuando se apropió del emblema de la motosierra— de una mala película gore de los años 60. Entiendo lo del atractivo: lo imprevisto, lo incalculable, lo que obliga a barajar y dar de nuevo… Para un país tan acostumbrado a la repetición, el mileismo tiene ese no sé qué intempestivo que muchos hubiéramos preferido ver surgir de otro lado. Pero el atractivo de la novedad, sobre todo cuando es atroz, dura muy poco. Diez minutos después, lo que queda es pura necrosis.

Foto: Ana Cardani

En varios de los ensayos aparecen amigos, colegas y contemporáneos…

Sí, “mi generación”, de la que me siento extrañamente orgulloso…

A mi manera de ver, es una generación que parió trabajos muy heterogéneos, algo que no sé si pasa con las generaciones posteriores. ¿Tu orgullo tiene que ver con esta diversidad y/o con otras cosas?  

Sí. Pero también con lo que esta generación escribió, con sus “obras”, palabra que nunca nos gustó, o no lo suficiente para usarla para nombrar lo que hacíamos nosotros. Pero Guebel es una obra, como también Sergio Chejfec, Luis Chitarroni o Rodrigo Fresán, todas muy singulares, ajenas a cualquier pompa o fatuidad, como si la “obra” fuera el accidente de una apuesta que sólo tuvo entre ceja y ceja la idea, el placer, la obsesión de escribir.

Foto: Ana Cardani

Estás instalado en Berlín. En una de esas notas en las que te preguntan sobre las diferencias con Buenos Aires, dijiste que los argentinos discutimos mucho y con gusto…

Sí, el debate como pechazo compulsivo, fitness social, ejercicio de ágora autodidacta, salvaje, que no necesita llegar a nada para satisfacerse. Por supuesto, uno puede ver ahí todo lo mejor y lo peor del “ser argentino”, sus talentos y su fatuidad, su encanto y su vocación por la ineficacia, etc. Pero ¿para qué? Viviendo en Berlín no extraño la gimnasia de esas batallitas retóricas (más extraño la música del afilador que en este momento pasa en bicicleta por la calle), pero a veces me pregunto si no les vendría bien practicarlas un poco más a menudo a los alemanes, que hacen del silencio una especie de mística de lo privado y cuando no dan más…

Dijiste que la filosofía también es algo de lo que estás hecho, que la reflexión filosófica nunca fue incompatible con la literatura y, que, en ese sentido, te sentís muy argentino…

Argentino de la Argentina de Macedonio, de Borges, de Saer, de Aira, que no separan escribir de pensar, que cuando escriben llevan el pensamiento a un límite de radicalidad al que no siempre llega la filosofía.

Foto: Ana Cardani

Nancy Giampaolo es periodista, guionista y docente. Colabora en medios gráficos y es columnista del suplemento cultural del Diario Perfil. Publicó Género y política en tiempos de globalismo (Nomos), Radiografía de la corrección política (Casagrande) y Feminismos, liberación o dependencia (GES). Co escribió el guión de la comedia Caida del cielo y, entre 2005 y 2013 hizo guiones periodísticos en la Televisión Pública. Desde 2021 lleva adelante El Lado C, un ciclo de entrevistas con Diego Capusotto en teatros de Argentina y otros países hispano parlantes.  

Ana Cardani es estudiante de Diseño de Imagen y Sonido en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA. Es fotógrafa freelance.


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