Comencemos por el principio: soy varón hetero cis, tengo 39 años y soy papá. A finales de 2018 empecé a meditar la idea de hacerme una vasectomía, sin demasiada convicción, francamente. Con el correr de los meses esa idea sin claridad, sin forma, empezó a tomar volumen hasta consolidarse. A principios de 2019, y por razones que detallaré más adelante, la idea se volvió recurrente.
Entretanto, una compañera de trabajo encaraba el camino para ligarse las trompas. Camino en el cual, por cierto, encontró más trabas que yo. Un día, hablando de bueyes perdidos y no tanto, me contó que había tomado la decisión de no engendrar —no tenía hijos ni quería tenerlos— y que estaba cansada de tomar pastillas anticonceptivas. Yo la escuchaba atento. Por un lado, maravillado por el tono de su convicción. Por otro, interpelado.
Es cierto que somos un país que (todavía) tiene un derecho a la salud reproductiva y anticonceptiva amplio, donde encontramos pastillas, dispositivos o cirugías, que le permiten a las personas tomar decisiones de vida sobre la natalidad. Sin embargo, opera un sesgo en la anticoncepción y/o planificación familiar, responsabilidad que recae en la mujer. Es la mujer la que tiene que gestionarse y colocarse un dispositivo intrauterino, tomar pastillas día tras día durante años o someterse a una cirugía, además de lidiar con los costos físicos, mentales y económicos. Mientras tanto, el varón se reserva el uso del preservativo, un método que aún bastante rechazo nos genera y que velamos con un sinfín de excusas.

“¿Vos querés volver a ser padre?”, me preguntó mi compañera de trabajo en la misma conversación. Definitivamente, el planteo me presentó de lleno un gran tema y me motivó a avanzar en la elaboración de una respuesta razonada. La respuesta fue no. No quería volver a ser papá. “¿Y por qué no te hacés una vasectomía?”, profundizó ella.
La vasectomía es un método anticonceptivo de carácter irreversible que se realiza a través de una cirugía sencilla. Es decir, una persona con pene puede someterse a una operación ambulatoria que consiste en realizar dos incisiones en el escroto y cortar los conductos deferentes que transportan los espermatozoides del testículo al pene y así evitar embarazos no buscados y/o deseados.
Sin embargo, si bien sostenía la negativa a reeditar mi paternidad, algo me impedía avanzar. A la distancia, ahora que pasaron cinco años desde la intervención, creo que lo que más me incomodaba era la condición de irreversibilidad. ¿Y si me arrepiento? ¿Y si en unos años me dan ganas de tener otro hijo?
En segundo lugar, y aparejado a lo anterior, operaba el fantasma de la esterilidad. Aún cuando siempre fui bastante suelto de mandatos, estereotipos y tabúes, algunos de ellos se agrietaban y crujían en mí. Podía sostener racional y conceptualmente algunas posiciones, pero ponerle el cuerpo a ellas era llevar las cosas a otro nivel. Sin excepción, estamos atravesados por la cultura y tanto la esterilidad del hombre (aun buscada) o la impotencia (el fantasma siempre agobiante de ¿y si no se me para más?) eran máximas masculinistas que se pusieron en juego. Me demandó un trabajo consciente de desandar caminos para reconstruirlos según mis propios términos.
Otra cuestión que trabajó —y trabaja— en contra fue la desinformación. Si bien sabía que existía la vasectomía como práctica, y más o menos en qué consistía —¡me lo habían explicado en el colegio!— hasta ahí llegaba; era dueño de un enorme desconocimiento. No tenía idea de que existía la ley 2.613 que tutela el ejercicio de prácticas anticonceptivas, que incluye no solo la ligadura de trompas sino también la vasectomía. No sabía que el proceso se podía iniciar solo con ir al urólogo y decir que quería realizarme una vasectomía sin justificarme ni exponer razones.
Fue, una vez más, mi compañera de trabajo quien me desasnó diciéndo que la práctica médica en cuestión, al igual que la ligadura de trompas, estaba cubierta por la obra social. En mi caso, el hecho de no tener que abonar una intervención era otro punto favorable. No obstante, pensar en tener que hacer trámites en la obra social me desalentó. Otra excusa.

Después de algunas idas y venidas, saqué un turno para ver al urólogo. Me apersoné en el centro médico y, aunque estuve muy poco sentado en la sala de espera, sentí esos minutos como una eternidad. El médico me consultó a qué había ido y, tragando saliva, respondí que quería hacerme una vasectomía. “Bien”, fue lo primero que dijo y la sensación de convalidación me tranquilizó. Sin embargo, el médico prosiguió con las preguntas de rigor. “¿Tenés hijos?” “¿Estás en pareja?”. Respondí que sí a ambas interrogantes. “¿Sabés que esto es irreversible?”. Sí, contesté y alegué haberme informado en internet. “¿Estás seguro? Mirá que no te podes arrepentir”, “Vos sos joven todavía, mirá si en un futuro te ponés en pareja con otra persona que quiere tener hijos, no vas a poder”. La insistencia me brotó de indignación, y me empaqué como una mula: quería hacerme la vasectomía más que nunca. Sostuve mi posición y el médico cerró con un inapelable: “Vas a tener que sacar turno con otro urólogo porque yo no realizó vasectomías”. Anotó dos nombres en una hoja de su recetario y salí del consultorio.
En el inicio del 2020, fui a ver al primer urólogo de la lista. A la información que ya tenía, el médico me comentó en detalle de qué constaba la cirugía, me explicó que era ambulatoria y sus resultados irreversibles. Agregó: “Si buscás en internet, podés encontrar información donde se sostiene que es reversible” y puso sobre la mesa que, si bien hay algunas prácticas de retroceso de vasectomía en España, todavía se encuentran en fase de desarrollo, con pocas chances de resultados positivos. Y que además, acá, al menos por el momento, no se hacen. “¡Ah, genial!”, respondí. Me hizo las órdenes para el pre-quirúrgico y me fui contento.
No soy una persona afecta a ir al médico, más bien todo lo contrario. Pero al llegar al trabajo saqué los turnos necesarios y en febrero estaba fijando junto al urólogo la fecha para la operación.
Aquel 5 de marzo del 2020, me presenté en el centro médico. La empleada de admisiones no me quería hacer el ingreso porque había acudido solo, y no podía hacerle entender que mi pareja —“acompañante” en su léxico sanitario— llegaría solo un rato antes de la operación, pautada para las 15 horas, porque estaba trabajando. Al fin, el minué del me interno-no me interno se resolvió por la buena voluntad del médico que firmó el acompañamiento confiando en que estaría acompañado al momento de la intervención. Ingresé a la habitación, me prepararon y me ingresaron al quirófano a la hora pautada. En efecto, mi novia llegó a tiempo.
Cuarenta y cinco minutos después, ya estaba en la habitación para recuperarme de la anestesia o sedación, no recuerdo qué fue. Solo recuerdo que me sentía super descansado y que quería llevarme un poco de esa sustancia a mí casa. A las 17 horas, me dieron las recomendaciones: si duele, ponete hielo; tomá ibuprofeno; nada de sexo duante una semana. Debía volver en quince días a que me sacaran los puntos y a que me hicieran la orden para el espermograma que confirma el nivel de espermatozoides en el sistema, pero la irrupción de la cuarentena a raíz del Covid-19, el estado de emergencia sanitaria a nivel global, lo impidió. Los puntos se absorbieron o se cayeron solos.
En lo que a mi experiencia respecta, la cirugía fue realmente sencilla —algo así como el entra cuchillo, salen las tripas de Bart Simpson— y además, el hecho de ser ambulatoria, o sea, digamos, no quedar internado, fue algo que me sigue sorprendiendo por su genialidad.
Sin embargo, el proceso previo a la toma de la decisión fue más complejo, en tanto tuvo un aspecto social e interpersonal. Cuando conté en mis grupos de amigos que tenía en mis planes realizarme una vasectomía, las reacciones fueron variadas. Aunque nadie objetó expresamente lo que pretendía hacer, aunque todos me apoyaron, hubo algunas expresiones de incomodidad indisimulables. Otros validaron con cierta alegría la decisión que tomaba. Con la intervención ya hecha, se lo conté a una persona y me confesó que él también pero que, en su caso, el procedimiento salió mal. Mala praxis o un caso médicamente excepcional, lo cierto es que el espermograma arrojaba el recuento de espermatozoides como si no se hubiese operado —una información que me cargó de paranoia. En otra oportunidad y otra charla, años más tarde, una persona llegó a decir que la vasectomía era una mutilación y por tal motivo no estaba de acuerdo con su práctica.
En lo que respecta a mi pareja, la cuestión fue difícil. Ella no estaba muy de acuerdo con la decisión la primera vez que le mencioné el tema. Ambos tenemos hijos con parejas anteriores y, si bien yo estaba sin ganas de volver a ser papá, ella sí quería volver a ser madre. Esto generaba ciertas tensiones aunque no fue del todo un problema: nunca nos planteamos realmente planificar un embarazo. La decisión de la vasectomía fue motivada por asumir la tarea de la anticoncepción en lugar de que ella tomase pastillas. Sin embargo, eso tampoco ocurrió. Mientras tanto, sucedió un evento que fue parteaguas: un embarazo no planificado. En mi caso, tampoco deseado. No nos habíamos cuidado. Yo no estaba feliz y ella tampoco, aunque ella solo por no haberlo planificado debidamente. La idea de maternar otra vez no la rechazaba de plano.
Por cuestiones médicas ese embarazo no prosperó —era anembrionario— y hubo que proceder a la extracción del saco y evitar complicaciones en su salud. Definitivamente, fue una situación espantosa para ella, y para mí también pero por otros motivos. Fueron días de sentir una pesada contradicción interna. Por un lado, me aliviaba no ser padre otra vez y por otro lado, me atenazaba la culpa de que ella estuviera pasando tal situación.
Este hecho fue decisivo para avanzar hacia la vasectomía. Ella me apoyó sin objeciones, no tanto por convencimiento sino por temor a que tuviese que pasar nuevamente por una intervención así. Estaba dispuesto a asumir mi posición individual en pos de evitar que cualquier desprolijidad en mi accionar generase efectos que no deseaba. Una decisión que debí tomar antes y su dilación trajo consecuencias totalmente evitables. Muchos podrán decir que tomé una decisión drástica —pudiendo usar preservativo— y no interpondría objeciones: es, en efecto, una decisión drástica. Pero está fundada en ahorrar deslices.
Es innegable que operan una serie de mecanismos para que la ejecución de ciertas ideas no se concreten y por eso es importante el análisis personal, racional y sincero. También es primordial que los varones comencemos a ampliar el repertorio de temas a charlar en la mesa de amigos. Que entre nosotros podamos colaborar en procesos individuales de otros varones, en lugar de reforzar comportamientos que resultan negativos y, que lejos de aportar libertad, solo robustecen diversas formas de sometimiento.
Agustín Agüero es politólogo y actualmente se encuentra terminando la carrera de abogacía en la UNLP donde es ayudante de Derecho Constitucional y Sociología. En X es @elbunaguero y en IG @elbun86







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