El padre de mi esposo invita a mi madre a comer a su casa. Ambos están muertos pero existe una película realista en la que toda mi familia va a la quinta en Ituzaingó y se arma un asado. La relación se afianza. Cátulo corretea por ahí. Así se llama nuestro hijo, cumplió cuatro años en diciembre. Está despeinado y se acerca demasiado a la pileta. Lo dejo moverse en libertad, pero tengo un ojo puesto justo en la distancia de rescate. Tiene que aprender a respetar el fuego, el agua, a no temer.
Es 30 de mayo de 2025 y estamos en el Complejo Art Media, en diagonal al escenario. Una columna de cemento entorpece nuestra visión. Tal vez justo por ella hemos llegado tan adelante. Somos tres escritores y un fotógrafo: dos parejas. Estamos vivos, muy, debajo. Sobre el escenario están los Wilco. Ellos también están vivos, pero un poco más que esta misma mañana, porque ahora hacen su música y cantan, nos hipnotizan, lo saben.

Juan Pablo y María Wolf también están con nosotros en el Cerro San Javier. Esto sucede antes, en Tucumán. Unos cuántos años antes, pero podría ser ahora. Caminan delante nuestro a paso ágil. Ellos están casados, nosotros no. Falta que corra mucho amor en forma de agua bajo el puente para que lo hagamos. Los cuatro nos hundimos en la yunga. Recuerdo un frío húmedo en la cara, la forestación espontánea, infinita, excesiva. Recuerdo el trayecto como un laberinto circular siempre en subida. Huellas de barro, hongos enormes, troncos corroídos, el vapor saliendo de las bocas y la respiración agitada del ascenso. Tal vez conversamos sobre la diferencia entre Tucumán y San Miguel, o sobre el esqueleto del Campus Universitario que no fue.
Este recital empezó hace muchos años, el día en que mi esposo, todavía novio, me dijo: “escuchá esta banda”, y ya no pudimos dejar de escucharla. El día en que escribí la presentación de un libro de cuentos de María y supe que iba a leer todo aquello que ella fuera a escribir en adelante. Wilco y Wolf, dos estímulos demasiado juntos para esta escritura enrarecida.
El padre de mi esposo amasa unos bollos de pizza. Son como las tres de la tarde en la película que no fue. Ya no queda queso en la tabla de madera y hay dos o tres botellas de vino vacías sobre la mesa. El crepitar de las brasas anuncia la inminencia de la carne. Antes, las palas de madera sacan del horno un pan de pizza. Mi madre se cuida de las harinas y está entretenida con su copa de vino. Dice que hoy es un día especial y se sirve de nuevo. Los demás se abalanzan sobre el pan caliente. Le pido a Nazareno que adelante un pedazo de carne para Cátulo.
La música entra por los oídos pero también por la piel, pienso. Miro a Jeff Tweedy entre nucas de cuerpos más altos que llegaron antes que nosotros hasta el borde del escenario. El cantante se desenvuelve como una sola cosa con su guitarra. Nazareno me abraza. Cuando un tema concluye, Jeff gira, alguien le alcanza otra guitarra y él deja ir la que tenía para abrazarse a la nueva. En esos cortes, María Wolf grita: “te amo, Jeff”. Son como respiros para que el corazón no estalle.

Tiempo después de escribir aquel prólogo iniciático, María viene a presentar su libro a Buenos Aires. En esa gira puedo conocer la parte que existe detrás de sus palabras: ese cuerpo que escribe. La saludo distante en la puerta de la librería palermitana Eterna Cadencia. Hay algo eterno mediando casi todo lo que hacemos. Con el tiempo, muy de a poco, vamos forjando una amistad literaria que se sostiene gracias al correo electrónico.
Sobre la mesa larga de madera de alerce que hay en Ituzaingó, diviso una pila de cajas de vinos sin abrir. Sobre la barra hay copas limpias, muchas. Y tortas que trajeron mis hermanas y cuñadas. Todo es casero. Todo espera el momento de ser con los comensales.
Al final del segundo tema de Wilco digo que este recital es un disco. No parece real. Valoro que nada se salga de su cauce, la sincronía de la banda es dilapidante, convivio orgásmico entre esos hombres virtuosos y todos nosotros. Un chico cierra los ojos con el inicio de un nuevo tema. ¿Qué recordará? ¿Dónde estará ahora?

En medio de la selva montañosa aparece la gran Mole que nunca acabaron de construir. María Wolf nos lleva a conocerla porque está escribiendo sobre ese proyecto trunco. Lo cuenta como al pasar. El musgo, esponjoso y fluorescente, ha avanzado sobre esa inmensa estructura de hormigón. Parecen fagocitarlas igual a como las enredaderas lo hacen con las casas vacías de los narcos colombianos. Le pido a María que me mire. Ella se ríe y yo camino de espaldas hacia atrás. La hago entrar en el cuadro de mi foto. Es una ardilla al lado de la monstruosa mole de cemento en medio de la yunga a 1200 metros de altura. En pocos meses sabremos que no solo ha terminado de escribir esa tercera novela sino que ha ganado el Premio del Fondo Nacional de las Artes y la publicará Tusquets.
Se llevan bien, pienso al verlos reír. Estoy lejos de la mesa en la que todos comen. El sol brilla en esa bella e impermanente postal de lo que no fue. Le doy mi dedo índice a Cátulo y él lo rodea con toda su manito. Caminamos juntos. No me pesa alejarme del resto para cuidar de él, darle espacio a su curiosidad. Mi hija Malena viene con el bolso de los pañales pero dice que no piensa ocuparse de eso. Mi hijo Octavio estuvo pateando la pelota con el pequeñito. Yo tomo una foto espontánea. Otra vez una foto. Pero no doy aviso. El instante se inmortaliza fuera de foco y mientras cada uno hace la suya. Nadie mira a cámara. Al disparar, algo en mí sabe que todo funcionará. Tal vez esta sea la letra de una canción melancólica / pero lo sé / algo en mí lo sabe / todo funcionará.
El show toca su punto más cándido de despliegue cuando suenan los primeros acordes de “Impossible Germany”. Esto es así no solo por la perfección de un sonido esperado que se ensambla con los gritos del público, sino por la profundidad de lo que narra la letra. Un hombre que sabe que ella lo escuchará. No importa a dónde sea que ella viaje, ni dónde aterrice, él hará lo que pueda, le dirá lo que significa para él y enfrentará lo importante. Decir. Y ella lo escuchará. Él sabe que ella lo escuchará. Todo ese decir sobre un solo de guitarra de Nels Cline que extiende el tema por unos ocho o diez minutos en los que hasta el último espectador puede levitar.
Pero aquel sueño que habría podido ser, no concluye, se pierde, Dios sabe. Lo aceptamos de verdad. La Ciudad Universitaria más grande de Latinoamérica tampoco prospera, los planos quedan llenos de polvo esperando un futuro que no será. No se pudo. Quedan las ruinas. Wilco tarda demasiados años en venir a la Argentina, pero al fin lo hace. Es 30 de mayo y un sonido nos reúne. Tres escritores, un fotógrafo, una banda de rock alternativo y unas 5000 personas más. La noche está ultra fría pero el calor de cierta verdad habita los cuerpos alterados por la música, esa misma que nos transporta en todas direcciones, tiempos y distancias. Vuelvan, Jeff. Yo también te amo.
Suscribite a Vayaina Mag o colaborá con un Cafecito
Leticia Martin es escritora, editora y crítica cultural. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA) y el Posgrado Internacional en Gestión Cultural (FLACSO). Creó junto a Nazareno Petrone la editorial Qeja. En 2023 ganó el Premio Lumen de España por su novela Vladimir.







Deja un comentario