Hace algunas semanas en terapia pude decir que a mí, en términos generales, la experiencia del mundo en la diaria me parece mayormente una estafa. No entré en detalles pero aclaré, como si todavía hiciera falta, que no era algo nuevo sino una sensación que ubico muy claramente a partir de los catorce en adelante. Desde entonces, desde esa edad precoz teniendo en cuenta que hasta hacía pocos meses todavía a escondidas agarraba un bebote para jugar, colecciono citas y referencias de diversa procedencia en las que me apoyo cuando necesito darle sustento a esa idea. La primera se la robé al estribillo de una canción de Ricky Espinosa y la usé para hacer un reclamo, una suerte de piquete adolescente a mis padres y les dije “yo no pedí nacer”, como si ellos fueran el personal de atención al cliente y pudieran devolverme mi dinero, reintegrarme al cosmos. No sé qué esperaba ni qué pasó entre el bebote de plástico y la comunión con Flema, pero insistí mucho con esa cita y todavía hoy nos reímos. Las remeras mal cortadas, el pelo grasoso, toda esa época, son cosas de las que ahora sí nos podemos reír.

En un video subido a YouTube hace quince años hay una suerte de entrevista a Alejandro Dolina en la que le consultan por la famosa estadística que dice que los domingos a la tarde hay más suicidios que en cualquier otra hora. Es un video en el que me refugié muchas veces y en donde Dolina da una definición del aburrimiento que hila así: “El fin de semana suele ser para muchos una esperanza. Una esperanza de que algo se produzca en la vida. Que algo venga a romper el aburrimiento, por ejemplo. De que alguien nos venga a salvar la vida con una palabra, que conozcamos una persona maravillosa, y que suceda alguna cosa que produzca un cambio en nuestra vida. Después de todo, la única manera de combatir al aburrimiento es con modificaciones. El aburrimiento consiste en la sensación de que no hay próxima ninguna modificación. Y el domingo a la tarde sucede lo mismo que en las fiestas cuando son las cinco de la mañana: que uno se da cuenta de que ha esperado en vano, que no ha ocurrido nada extraordinario, que no han venido personas a salvarnos la vida ni hemos conocido mujeres maravillosas. Y entonces tiene sabor a desengaño”.

De modo que un primer consenso con respecto al aburrimiento podría ser que se trata de un estado que sucede frente a la ausencia de estímulos. Pero hay algo más que marca Dolina, este carácter casi oracular del que suele venir acompañado el aburrimiento: la sensación de que esos sucesos o acontecimientos extraordinarios no sólo no están ocurriendo en el presente sino que tampoco van a producirse en lo próximo. Esa futurología pesimista es la que le agrega malestar al malestar. En definitiva, el aburrimiento sería mucho más soportable si una pudiera convencerse de que sólo se debe esperar, tener paciencia, porque tarde o temprano la situación va a cambiar. Me arriesgaría entonces a proponer que quizás exista o debiera existir una categoría del tipo “aburrimiento ontológico”, en donde la desesperanza es producto de la certeza de que el mundo así, tal cual es, no incluye las condiciones de posibilidad para que ese o esos acontecimientos extraordinarios puedan producirse.

Después de terapia me quedé rumiando y volví a ensayar un intento de genealogía. La genealogía de mi aburrimiento. En segundo año del Nicolás Avellaneda el profesor de literatura, Tony, nos da para leer El túnel, de Ernesto Sábato. Estoy lejos de ser una alumna al día pero misteriosamente lo leo. En el primer capítulo, Juan Pablo Castel, el narrador, dice: “Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva”. Algo ahí, en esas primeras páginas se siente como una de las primeras revelaciones que aúnan experiencia humana y literatura. Así arranco entonces, juntando acá y allá, aunque no los conozca, algunos miembros del club de los estafados.

Más acá en el tiempo, como si los Tony fueran los destinados a oficiar de ayudantes, encontraré a otro con quien hablar. En el emblemático primer episodio de Los Soprano, la Dra. Melfi le pregunta a Tony por qué los patos que aterrizaron en su pileta y que para ese momento ya se fueron, eran tan importantes para él. Tony empieza a llorar antes de responder, es un mafioso emocionalmente quebrado y dice que esos patos eran una ilusión. Aunque él enseguida los asocia con la familia y el miedo a la pérdida, yo veo algo más: algo del orden del evento, de eso eso que viene romper un estado de cosas solidificado en el tiempo. Incluso para Tony, cuyos días transcurren entre aprietes armados a pobres diablos que le deben dinero, mujeres desnudas que bailan en el Bada Bing!, encuentros en yates con amantes, comidas calóricas en el restaurante de Artie, y peleas maritales, la irrupción de lo distinto también es algo que se espera.

Yo pienso en esa cristalización de los días unos tras otros cada mañana cuando me levanto: hay una grosera falla de diseño. Cómo puede ser que sea esta la propuesta más jugosa que el mundo tenga para hacerme. Cómo puede ser que la vida se parezca tanto a comer un balde gigante de pochoclos así, compulsivamente y esperando ese que tenga un poco de dulce. La repetición de lo mismo, de gente, de lugares, conversaciones. Tiene que haber algo que me esté perdiendo. Algo se me está escapando y un día de estos voy a dar con esa piedra angular. Abrir los ojos, salir de la cama, levantar las persianas, lavarse los dientes ¿de verdad? ¿y? ¿y entonces qué? ¿esto es todo, amigxs?. “Ha de haber algo que una espere, si no, no voy a poder seguir viviendo”, le escribe Chris Kraus a su esposo en Amo a Dick, y yo hago de esa cita mi lema para impulsarme hasta la cocina y poner el agua para el mate.

Pienso en esta escena: es el 2016, tengo veinticuatro años y estoy adelante de todo con mi mejor amiga en un sucucho oscuro, viendo a la banda que más nos gusta. El recital acaba de empezar, van dos temas, dos que me gustan mucho y la noche es toda una gran promesa. Sin embargo, haciendo malabares con el vaso enorme de fernet que tengo en una mano, me agacho para abrir la mochila, saco una libreta —es justo una nueva porque la anterior se me terminó—, pongo la fecha, hago una raya de diálogo y lo primero que escribo es “¿Falta mucho para este momento?”.

A esa escena la ligo con una anterior, de la época de El túnel. Me enamoro por primera vez o al menos eso creo. El chico tiene un apodo cuyos sinónimos posibles, según el diccionario, son “rudo”, “villano”. Tiene dieciséis años, yo quince, y él ya dejó el colegio. Mientras estamos juntos, en dos oportunidades va a granjas de rehabilitación por períodos cortos. La segunda, cuando vuelve, cree traer algún tipo de sabiduría y tal vez así haya sido porque una vuelta me dice, en más o menos estas palabras, que yo no tengo problemas de consumo pero mi mentalidad, “tu cabeza” dice, “es la de una adicta”.

El aburrimiento, cuando asoma, cuando empieza como quien dice a gestarse, y lo veo viniendo, ganando cada vez más terreno, me hace rogar. Suplico, rezo como aprendí a hacerlo en la secundaria pública, con la discografía de los Redondos: “¿puede alguien decirme me voy a comer a tu dolor, y repetirme te voy a salvar esta noche?”.  A esa edad se maquilla fácil con un par de porros y fiestas en clubes deportivos de mala muerte del otro lado de la autopista, pero lo que queda para siempre es el aprendizaje de que el infierno sólo es encantador si una tiene con quien compartirlo. Cuando un pelado de anteojos grita que no sabe lo que quiere pero lo quiere ya, no hay demasiada vuelta: algo no está bien y no lo alcanza con lo hay. Tan equivocada no estoy, pienso.

Pero por qué tanto, qué es este drama romántico que orbita alrededor del lecho de la abulia cronificada. El punto ciego para mí, de todo este meollo, es aquél que consiste en el traspaso inmediato que va del aburrimiento a la total falta de sentido. Que el mundo y la época no acompañan tampoco es una verdad que necesite demasiadas pruebas. La vara está cada vez más baja, el horizonte más lejano sólo llega hasta donde hace tope la aspiración máxima: llegar a fin de mes escatimando acá y allá con un empleo explotador o a través del pluriempleo precarizado. Y eso si se llega.

Aún así las reglas del juego más democráticas dictan que hay que ser bueno, defender las causas nobles, comer sano y tener consumos responsables, hacer ejercicio pero sin rendirle un culto al cuerpo que nos vuelva superficiales, ser exitoso pero haciendo lo que nos gusta (aunque el éxito no se debe buscar porque sería poco auténtico, a lxs exitosxs el éxito lxs encontró escribiendo, filmando desinteresadamente y sin rosca, y sólo cuenta verdaderamente si es remunerado, muy bien remunerado). Hay que cultivar la vida interior pero sin perderse adentro, sin terminar ovillado en el individualismo. En ese tirar, en esa milla extra que le ponemos a cada día de esta perra vida simplemente para poder sobrevivirla, ¿dónde está el tiempo, la energía, la fisura en la que sobra un pequeño espacio para creer que ahí se puede germinar la potencia de algo? El aburrimiento está atado a la sensación de sinsentido porque no hay un brote de promesa de nada.

Este escenario nos deja en una situación bastante desagradable en el que todo está en nuestras manos, en las de cada quien. Cada cual será responsable de encontrar su propio motivo, una respuesta a su personalísimo para qué. O no, también como dijo Ricardo Mollo, se puede hacer cola para morir. Pero si una tiene un poco de suerte quizás encuentre una, dos o tres cosas que ponerse adelante como zanahoria. Quizá cada tanto incluso se reciba algo mundano como un mate especialmente rico, una anécdota espectacularmente contada por una amiga, una tormenta tan grande y hermosa en la que parezca haber alguna forma de dios, un libro que al cerrarse haga agradecer por haber nacido.   

Por todo esto, lo que es yo, antes que el aburrimiento, prefiero cualquier cosa. Antes que masticar el hastío como un chicle eterno, prefiero el pánico, la depresión. Y así es que le encuentro y le encontré rápido el yeite al aburrimiento: la única manera de combatirlo y estarme a salvo es y fue a través de momentos o actividades que produzcan emociones altas, emociones que contengan alguna forma de éxtasis. Porque con el tiempo fui aprendiendo algunas combinaciones de teclas que pueden hacer que la música de la euforia suene. Pero se me ocurren pocas cosas más contradictorias y tristes que la pretensión de provocar un milagro. Al fin y al cabo, el gusto artificial nunca sabe como el auténtico y todas y cada una de las señales de humo que me inventé para invocar a la efervescencia son obsoletas. Como si fuera poco, el precio del milagro on demand se paga caro: la violencia de la caída es directamente proporcional al empeño que hubo que poner para tocar con la punta del dedo esa copia berreta de experiencia epifánica. 

Para la ventana de entre los dieciocho y los veinte años ya le tengo un poco de miedo a mi psiquis y soy muy cautelosa con las drogas. Pero vamos al country de los abuelos de una amiga, llevamos mucho porro y un par de pepas. Fumamos durante todo el día y para cuando llega el momento de meternos los cartoncitos, yo ya me siento tan drogada que no le veo sentido a meterme algo más, así que espero. Mi mejor amiga toma el suyo, se duerme una siesta y cuando despierta le pregunto qué onda y, al estilo cristiano de “una palabra tuya bastará para sanarme”, cuando me da el okey, me tomo el mío. La noche es un parque de diversiones alucinante, idílico: cada instante es una novedad. Todavía tengo una foto de Ana con la cara deformada de euforia, parada en la punta del trampolín de la pileta, justo un momento antes de tirarse con la ropa puesta. Horas más tarde, vuelvo a acercarme a ella y le pregunto si no quiere que colemos el cuartito que nos queda. Ana dice que para ella ya fue suficiente y yo, que quisiera quedarme ahí para siempre, me siento sola como pocas veces me sentí en la vida porque ¿por qué para mí nunca es suficiente?

Entonces para sentirme mejor pienso en el aburrimiento como un hijo díscolo del deseo. Pero aunque el tedio es una forma de rebelión absurda, inconducente frente a la reiteración de lo mismo, me resulta inevitable. Una y otra vez estoy de nuevo ahí, mal sentada en posición de loto en el epicentro más crudo del nihilismo. El deseo es un caballo salvaje al galope; un trompo endemoniado; el olor a nafta recordándote que estás viva; un corte milimétrico de papel que arde cuando lo toca el jugo de un limón; un fuego artificial en el centro de la noche. No. Desde hace un tiempo hay un nombre para esta mezcla de abulia y urgencia, y se lo puso mi mejor amiga. Se llama “black hole” y ahora bastan dos palabras para responder al “¿cómo estás?”. Intuitivamente ella dio un nombre que apunta a la manera lacaniana de pensar al deseo como falta. Como motor incógnito que orbita alrededor del agujero estructural de una. “Todo deseo es respecto de la parte perdida de uno mismo”, dice Anne Carson. Y mi amiga, además, captó su inmanencia: la incapacidad intrínseca de ser satisfecho.

Los agujeros negros del espacio no succionan pero sí atraen, piden, son voraces. No entienden de límites. Mark Fisher lee los efectos de la paradoja de la felicidad neoliberal a través del concepto de hedonia depresiva cuya expresión es “la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea sentir placer”. Y nos advierte del peligro, de la trampa que nos inocula la lógica capitalista: la dificultad para pensar más allá de cualquier cosa que no esté regida por el principio del placer. “Aburrirse es carecer, por un momento, de la gratificación azucarada a pedido”, dice.

No hace falta ser muy astuta para tender un puente entre los patos de Tony Soprano y aquellos del Central Park cuyo destino inquietan a Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. Los personajes de la obra de Salinger han sido ampliamente leídos en clave de defensores de la niñez, una niñez que representa la pureza en oposición a la corrupción que implica el mundo adulto en donde hay realización posible. Si esto es así, si Salinger leyó a su contemporaneidad con esa agudeza, entonces la adolescencia vendría a ser una suerte de umbral, de momento liminal en donde tiene lugar la expresión más viva de la rebeldía. En ese sentido tal vez no sea tan errado pensar que la bandera que Salinger ondeó entre líneas es una que invita a tratar de conservar tanto como se pueda, el corazón vivo y enfurecido de la adolescencia en contra del status quo.

Qué problema el de hoy entonces. En qué lugar habrá que posicionar la perilla del dimmer para usar el deseo como arma para combatir el aburrimiento y el conformismo, sin caer en la cadena del consumo y la producción desenfrenada que propone el capitalismo. Seguro ese hacer algo con el deseo no podrá estar guiado por la lógica resultadista, más bien habrá que pensar a conciencia qué tipo de recompensa se espera. Quizás incluso haya que sumergirse en la paradoja de hacer el esfuerzo para hacer algo cuyo único objetivo sea la inutilidad. Desordenar algo ordenado para volver a ordenarlo. Mirar media hora por día una pared lisa. Leer un libro de atrás para adelante. Inventará cada quien su propia consigna de despropósito. El único acto productivo será ahí la invención. Y aún así, aunque también esto quede en nuestras manos, habrá que abrazar ese valor de lo sin valor. Y tal vez recién ahí, después, ver qué cuota deseo queda y de qué tipo.

En la última sesión de terapia, L. me preguntó si vale la pena vivir así, persiguiendo el placer constantemente. La pregunta está bien pero tengo otra. La puedo hacer a través de una canción de Babasónicos para bailar mientras tanto: “¿la vida es un vaso de gaseosa aguada/ como una secuencia de bromas pesadas?/ disfruta de este trago porque al terminar, habrá que pagar/ y quizás pagarlo de más, habrá que insistir/ como lo hicimos tantas veces”.

Con “vivir así” creo que L. se refería a este rechinar los dientes, apretar los puños esperando el milagro. La verdad es que no sabría qué otra cosa hacer, cómo podría ponerme de pie todos los días sin la ilusión de esa zanahoria por delante. No me olvido de Fisher, está ahí, pero de momento no se me ocurre un mejor plan que este. Tengo que insistir, inventar en el mejor de los casos. Perdón. Nunca fui muy buena para los finales felices.

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Agustina Espasandín nació en 1992. Es licenciada en Artes de la Escritura por la Universidad Nacional de las Artes. Publicó Que pase algo pronto (Sigilo, 2024).


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