Como un arrebato de domingo por la noche (supongo que tanto los aciertos como los errores están hechos del mismo material: una idea repentina sin filtro, la cabeza mirando el techo un rato), saqué un tuit al aire que fue más un deseo que una propuesta. Empezaron los me gusta, los RTs, las respuestas. La idea se popularizó bastante en apenas unos días y se terminó concretando en algo real. 

Fue una noche de abril de 2023. 

El proyecto era simple: un club de lectura (no sé porqué usé la palabra club y no grupo, supongo que me parece más estimulante) que se dedicara a los libros de política del momento, durara un cuatrimestre y siguiera la regla de compartir vino y empanadas sin subir nada a las redes sociales. 

Es decir, usar la red para salir de la red. 

No se trata de una idea original: hay cientos de clubes de lectura en la Ciudad de Buenos Aires y en el país. La mayoría se dedican a la ficción. Hay decenas de películas sobre clubes de lectura: la mitad está centrada de alguna u otra forma en Jane Austen o sus salieris (las vi todas). Hay un millón de talleres de todo tipo para compartir la lectura de novelas o cuentos. 

Mi inquietud (o mi berretín) eran los libros de política y de actualidad. Los que tal vez se quedan en claustros de facultad, en espacios de militancia, en cafés intelectuales, en presentaciones de ferias o debates de centros culturales. Quería  compartirlos sin solemnidad y con disfrute: por eso el vino y las empanadas. 

Cuando arrancamos, las elecciones generales nos pisaban los pies y Elon Musk aún no había comprado la red. Otra vida.  

Empezamos con Conocer a Perón, de Juan Manuel Abal Medina, un libro que ante todo es divertidísimo. Entretenido, bien escrito, lleno de detalles de color, testimonios y lecturas esperadísimos sobre una época bisagra en nuestra historia. 

El Club se llenó de tipos y de un intenso debate. Después organizamos otro para charlar de los libros de Carlos Pagni (El Nudo) y de Diego Genoud (El arribista del poder). Seguían siendo encuentros mayormente masculinos. 

¿Por qué no venían chicas al Club? 

Decidimos incorporar por fin la lectura del best seller del momento, La llamada, de Leila Guerriero, y ese libro torció por fin la cuestión. ¿Será que fue una señal de que era un lugar para hablar de todo, no sólo de rosca y macroeconomía? ¿Era esa la razón por la que no atraía a las mujeres? ¿Será que fue un libro movilizante, que desató pasiones? ¿Será que estaba narrado por una mujer y protagonizado por otra? Me sigo preguntando eso, tratando de esquivar prejuicios o atajos del pensamiento. 

Un día fui por más y directamente les pedí que vengan: anoté decenas de nuevas inscriptas. 

Hoy estamos casi en paridad de género.  

Además de política, economía, ensayo y actualidad, fuimos por la ficción. Nos propusimos pensar en Los reventados de Jorge Asís en clave actual, y nos metimos de lleno en el debate de la subrogación de vientres con El cuerpo es quien recuerda, de Paula Puebla. Ningún debate nos fue ajeno. 

Y mejor aún:  comprobamos, como decía Mariana Moyano, que los temas de las mujeres son todos los temas. 

Y con el tiempo también logramos juntar, tímidamente, generaciones que no suelen compartir espacios. En un mismo bar, vi debatir a pibes de veintipico o menos con señores de sesentis sobre redes sociales, violencia política, apps de citas y machismo. 

El primer objetivo se cumplió sin que nos diéramos cuenta: un cuatrimestre, cuatro libros. La prepotencia del deseo propio, pero especialmente el deseo de los demás, nos empujó a seguir. Pensar que era posible juntar un viernes de diciembre por la noche a veintipico de personas, en medio de una ola de calor, para reflexionar sobre la salida de la crisis del 2001 de la mano de un tal Jorge Remes Lenicov. ¡¿Qué?!

Cavas, bares, centros culturales, espacios de hospedaje, casas de amigos (amigos queridos y generosos). Con ruido, menús más o menos económicos. La gente se anota vía mail. Nadie llena formularios. Muchos traen amigos, novios, compañeros de trabajo. Tantísimos nos hicimos amigos en los clubes. Otros se reencontraron. La mayoría ya se saluda por su nombre. 

Hoy el Club llega más por el “boca en boca” que a través de la red que lo vio nacer. 

El mismo método por el que sugerimos dentistas, centros de estética o buenas verdulerías. El mismo método que puede consolidar un bodegón escondido o un buen diseñador gráfico. En dos años ya logramos 26 encuentros, encaramos 17 libros de todo tipo, alcanzamos el récord de 40 personas juntas debatiendo un mismo texto y hubo encuentros que duraron hasta la 1 AM.  Algunas veces los bares bajaron persianas con nosotros aún dentro. 

Me sorprendió un poco esa performance virtual moderada, pero al fin y al cabo debemos ser firmes con la idea: si queremos que esto suceda en la vida física, es justo que tengamos que regirnos por sus reglas.  

Y ahí radica el verdadero desafío de esta propuesta: todo lo que implica el encuentro, la presencia, el cuerpo, la mirada ajena, la casualidad y el azar.   

La conversación es un riesgo.  

Tal vez el pedido es un poco complicado para estos tiempos: leer un libro completo durante un mes. Sí, leer, un libro, en formato papel o digital, y llegar a terminarlo en un mes. El desafío de que un acto privado y solitario —que en realidad jamás es tal— se vuelva colectivo. Pero aún más complicado es ir a un bar, llevar tus ideas y anotaciones, y abrirte al terreno de la charla con extraños. Sin más agenda que un libro común. 

Leer, beber, charlar.  

Probar primero con la catarsis, después con la reflexión conjunta, aspirar a un intercambio, a un ida y vuelta inesperado. Tirarse a la pileta sin garantías, con la incertidumbre de ir enfundado con apenas algunas nociones y con muchas más preguntas. Y lo mejor de todo: sin la espera de una retribución inmediata, sin la cuota de dopamina eficaz y veloz que otorga un corazoncito virtual. 

La recompensa es lenta, paulatina y requiere esfuerzo. Pero especialmente tiempo: un tiempo denso, de subte, tren y sillón, de pausa, subrayado y hojas dobladas. De intentar conseguir un libro en Parque Rivadavia. De pedir prestado, de reencontrarse con la propia biblioteca, de pasarse la madrugada leyendo para llegar. 

En la era de la búsqueda permanente de la validación, de la microsegmentación, de los gustos e intereses hiper medidos y calibrados. En esta época decir “no me gustó el libro” pero sentarte a escuchar igual, un rato largo, porqué a otros sí les gustó, es casi un acto de soberanía personal y de generosidad enorme. 

La convocatoria es asumir, por ende, el riesgo de la incertidumbre y de la construcción de un tiempo presente distinto, sin la atadura permanente al celular, que está ahí, vibrando o lanzando destellos, a un costado, reclamando atención, arañando invisiblemente las manos de todos.  

Un gesto humano, colectivo y político. Al menos por dos o tres horitas, en un bar de Villa Crespo, un hostel en San Telmo o una casa en Almagro. ¡Vengan!

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Rocío Galván es licenciada en Periodismo, hoy trabaja como asesora en Comunicación. Vive en la Ciudad de Buenos Aires pero tiene carnet del Conurbano. Ante todo, entusiasta.


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