Un cúmulo de elementos que remueven la nostalgia de los que fuimos jóvenes en los primeros dos miles. El mp3 y un equipo de música. Monedas para el boleto de colectivo y una entrada de recital que se corta ahí, sin filas virtuales y sin necesidad de escanear un QR. Suena una cumbia que relata un desamor. Hasta acá, todo es puro asombro ya que las reglas de la música dirigida al público joven son muy distintas a este estilo que hoy peca de vintage. Además, a los ignorantes de lo nuevo, el sentido común nos indica que Julieta Emilia Cazzuchelli —cuyo nombre conocí ese mismo día gracias a la celeridad de Google para despojarnos de cualquier duda en un suspiro— es una de las chicas del mainstream trapero.
Algo está fuera de tiempo. ¿Qué pasa por la cabeza de una chica que factura cifras altísimas y decide hacer del pasado nacional su nueva retórica? Lorena Álvarez sintetizó de forma precisa la sensación que me llevé después de ver la oda a nuestros años mozos en el videoclip de “Con otra”, el nuevo corte de Cazzu. “Una gran pintura porque, además, es un retrato muy local, muy argentino, una rareza en tiempos donde todo son cadenas de oro, vestuarios imposibles de llevar, coreos hipersexualizadas pero con nulo romanticismo, rostros de chicas jóvenes remodelados por el ácido hialurónico que las iguala al punto de pensar que salieron empaquetadas como de una fábrica de salchichas y la aspiración constante a ser un Miami que no somos”, escribió en Panamá Revista.

En esa extrañeza que se erige en el espacio que hay entre lo nuevo y lo nostálgico, descubro que en Cazzu hay algo para indagar. Entro a sus redes sociales para conocer un poco más y así me encuentro con que esta canción forma parte del nuevo álbum que la artista acaba de lanzar. El disco se titula Latinaje y está compuesto por 14 canciones. Cumbia, tango, folklore, balada y merengue. Despecho, pasión y hasta una declaración de amor materno.
En paralelo al estreno de su nuevo álbum, Cazzu lanzó su primer libro: Perreo, una revolución (Penguin Random House). En la contratapa se esbozan algunas nociones de lo que contienen las 189 páginas que se leen de modo amable, y cuyo contenido es lo opuesto a la ostentación que bien podría esperarse de una mujer a la que en la jerga llaman “la jefa”. Se aventura un diálogo con los feminismos y algunas de sus premisas, y se pueden leer dos preguntas que suenan de otro modo en boca de alguien que puede narrar la experiencia de primera mano, sin necesidad de que algún colectivo hable por ella y por sus colegas: ¿Cómo se siente tener éxito en un género musical tan machista? y ¿Es machista el reggaetón?
1.
Mientras duró la cresta de la ola del último feminismo, se llevó a cabo un proceso de revisionismo sobre las letras de canciones. Como si el arte pudiera caber en los márgenes de los marcos teóricos de turno, la disección minuciosa de letras convirtió a algunos artistas en victimarios. Este señalamiento, generalmente dirigido a cantantes varones, no distingue género musical ni momento histórico. Así es como el reggaetón no sólo fue incluido en esta bolsa de acusaciones, sino que, además, para el fundamentalismo, mostrarse con poca ropa y bailar sobre el capó de un auto extravagante significaba adular al patriarcado sin perjuicio de que el feminismo letrado hizo de “perrear” un símbolo de empoderamiento femenino.

Pero a esas mujeres, a las que se paran sobre el rojo furioso de la trompa de un descapotable, nadie les preguntó nada. Quizás por eso es interesante saber qué piensa Cazzu al respecto, no porque tenga verdades para decir sino porque habla desde el núcleo del género urbano. Julieta se asume feminista y, en ocasiones, construye un binomio nosotros-ellos en relación al género, pero no lo usa para denunciar a los hombres por mera portación de genitales sino para poner de manifiesto algunas desigualdades estructurales, para narrar un camino personal en el que quizás lo más significativo sea que desarmó los prejuicios propios para cambiar el foco. “Paso mucho tiempo reflexionando sobre estos temas y, como todo, mis opiniones van cambiando”, dice la cantante, despojada de la necesidad de inmolarse, cómoda con la idea de escuchar lo que otros y otras tienen para decir, sin intención de autoproclamarse bastión bien pensante. Si alguien le preguntara qué opina sobre el nivel de machismo en sangre que contiene el reggaetón, Cazzu podría responder con alguna de sus letras: “¿Puta? Puta pero no tarada”. Refiriéndose a la letra de esa canción, en su libro explica: “Quería decir que, si te parecía mal mi forma de usar mi cuerpo, mi imagen, mi forma de hacer música y de lo que hablo, no me sentía insultada, y podías decirme puta, pero nunca tonta. Era una declaración de principios”.
Mientras se refiere a distintas exponentes de la literatura vinculadas al feminismo, Julieta reivindica la apropiación de lo sexual como musa, la decisión de “vender sexualidad en el arte”. Para Cazzu, “desvestirme por mi propio mérito y deseo en un videoclip y autosexualizarme en mi propia música siendo yo resulta mi opción y mi decisión” es libertad. En ese punto, no solo le responde al rapero Vico C —quien considera que las mujeres del ritmo urbano se desvalorizan a ellas mismas por mostrarse en paños menores— sino que también discute con un feminismo que comparte esa línea argumental con el músico neoyorquino.
Hace algunas semanas, la siempre reeditada discusión sobre este asunto, volvió a encenderse gracias al lanzamiento de un videoclip de Marilina Bertoldi, producido por Malena Pichot, en el que se satiriza a las artistas pop del momento. La ridiculización trafica un intento de denuncia. Pero, la pregunta es ¿hacía quién? En los términos propuestos por la artista de rock ganadora del premio Gardel de Oro en el año 2019, este hecho artístico se parece más a una burla y a una denuncia de complicidad hacia la cantante que a un cuestionamiento a la industria cultural. Es ahí, en la canaleta que se abre entre la mirada paternalista y la lectura liberal —que muchas veces funcionan como el meme de los dos Spiderman señalándose mutuamente— que Cazzu propone un acto de honestidad en el que corre el foco para decir que tanto ella como alguna de sus colegas fueron capaces de marcar a una generación que, por las razones que fuera, eligió valorar su arte y posicionarlo en la punta de pirámide del consumo cultural. Y, en ese combo, el sexo liso y llano es parte fundamental. Algo que, de mínima, incomoda a muchos que somos de otra generación y no entendemos las métricas actuales, o que creemos que no hace falta que las chicas muestren las tetas de forma permanente, pero lo decimos bajito para no parecer conservadores. El status quo que se sostiene en las columnas del pasado reciente se presenta un tanto reacio a ceder su protagonismo. La impotencia frente a la imposibilidad de seducir a las nuevas generaciones impulsa críticas que no convocan a nadie más que a la propia caja de resonancia. No conformes con el choque frontal contra la realidad en la arena política, los ilustrados deciden profundizar en la estandarización de categorías sociológicas para explicar lo obvio: el exceso de disociación entre lo que pasa en el cotidiano y lo que algunos desean que pase perforó todas las capas del entramado social, y la cultura no quedó exenta.

El rock nacional, la fascinación por algunos exponentes de la música británica o las bandas poperas que supieron parir los reality shows fueron desplazados por un puñado de artistas argentinos que son lo que vende, pero también son lo que la juventud elige consumir. Y la cultura preferida por la mayoría de los sub 30 no valora el modelo de mujer iluminada a luz de las ideas de Simone de Beauvoir. La única explicación certera para este fenómeno parece ser que los tiempos cambian, así como pasó desde los inicios de la historia de la humanidad. La negación funciona en dos sentidos: no asumir que pasaron de moda y reconocer que la estética importada no siempre logra permanecer. Una podría decir que la raigambre de las mujeres argentinas no tiene nada que ver con vender sexo en la música, pero, en el mismo sentido, podríamos asegurar que la tradición femenina nacional y popular nunca se caracterizó por pertenecer a la vanguardia académica y universitaria que dicta charlas en embajadas de otros países.
2.
Julieta Cazzuchelli nació en un pueblo de Jujuy, y durante la primera juventud se mudó a Buenos Aires con su hermana. Después de estudiar y trabajar en distintos rubros, comenzó a vivir de la música. Y llegó a la cima de la fama gracias a su indiscutible talento artístico que, de tan potente, puede hacerle frente tanto a los mandatos históricos como a los actuales. Para aquellas preguntas que no terminan de encontrar respuestas en el marco teórico, Cazzu parece ser una de las voces que, sin necesidad de estridencias, se retira del lugar seguro y reivindica su decisión de perrear a la vez que lee Teoría King Kong y se retoca la nariz para sentirse un poco mejor. No hace de cada tópico un entuerto ni una entelequia, y asume ciertas contradicciones con la naturalidad con que las mujeres charlamos en la intimidad y la confianza que provee una conversación con el grupo de amigas o con una compañera de laburo.

Podemos no hacer de todo lo personal un hecho político, podemos elegir estar delgadas y rubias en un momento de la vida, y no darles importancia a esos aspectos en otra época. No obstante, Cazzu reconoce que, para muchas, la modificación física puede constituir una clave de acceso a una mayor sensación de autoestima para encarar las vicisitudes del mundo. Por supuesto que defiende la idea tendiente a valorar el talento como aquello que debe conducir al artista, pero también pone sobre la mesa la influencia de los factores adyacentes. Y, sobre todo, no se considera juez como para dictar sentencia sobre todos los temas. No endiosa a nadie y no es solemne. Retoma la famosa frase de Mirtha Legrand, una que sí sabe de trascender y conformar la cultura popular: “Como te ven te tratan; si te ven bien, te contratan”, y afirma que para muchas chicas que hoy trabajan, por ejemplo, en redes sociales, unas siliconas, una lipo o una nariz “armónica” pueden significar una mayor rentabilidad comercial. No hace un culto de esto, de hecho, en el mismo párrafo en que lo menciona refiere que todo lo lindante a la belleza entendida en estos términos puede resultar un arma de doble filo para la salud en todas sus dimensiones.
Julieta no demoniza a nadie ni tampoco hace un culto de la estética. Incluso, cuenta que su manera de amigarse con un aspecto puntual de su fisonomía fue haber encontrado en esa facción una marca registrada de las mujeres de su familia. Su nariz se parece a la de su tía Claudia y a la de su madre. Y, en ese detalle, en esa metáfora al linaje familiar, detecta el punto de encuentro con la confianza. Sencillamente, es honesta. Y esa honestidad implica prescindir de la pureza que demanda la época para ser una buena mujer.
3.
Cazzu reconoce el bagaje cultural en relación a las desigualdades entre hombres y mujeres. Las menciona, incluso esboza algunos reclamos hacia la industria musical, pero no las ubica como una responsabilidad de sus colegas varones, sino como el producto de una puja entre managers, plataformas y empresas discográficas. Y, si bien celebra la creación de leyes de cupo —La Ley de 27.539 establece un mínimo del 30% de participación de mujeres artistas y personas con identidad de género auto percibida en eventos musicales—, también remarca que las organizaciones destinadas a proteger y crear derechos de las mujeres no alcanzan a efectos de ofrecer soluciones al problema. Es una conversación para otro momento, pero ¿no deberíamos repensar la eficacia de las leyes de cupo? Dejemos latente el interrogante.

Para dar cuenta de esta situación menciona, Julieta menciona lo que sucede con la música seleccionada en playlists de Spotify. El reggaetón es un género musical en el que existen muchas artistas mujeres consolidadas; sin embargo, la plataforma cuenta con mayor presencia masculina. Entonces, el ejercicio que hace es observar quiénes son los que arman las listas e identifica que aquellos que seleccionan las canciones son editores que forman parte de la estructura de las empresas que marcan el ritmo de los consumos. En esa tónica, extrae un textual de la plataforma que reza: “Nuestros editores alrededor del mundo saben todo acerca de música y cultura”.
Lo distintivo de Cazzu —en un tiempo en el que la víctima es el nuevo sujeto social protagónico— es que, lejos de quedarse en la denuncia, propone un camino de acción e invita a replantearse la concepción de la cultura. Tomar posición. Hacer desde el lugar que se ocupa. Abandonar los lamentos. Si el principal problema es el poderío del mainstream, entonces, disputemos la toma de decisiones. En esta instancia, no importa si eso decanta en un saldo en favor de la equidad, porque nos replegamos tanto en la victimización que hoy lo novedoso reside en que una mujer decida que su paso por la discusión pública sea algo más que el mero hecho de regodearse en el concepto de injusticia. Ella va, viene, circula entre los grises de esta era, no esboza teorías filosóficas, pero cita bibliografía sin necesidad de tener credenciales. Acuerda, tensiona y cuestiona. Se hace preguntas.
“Si me acusan de agresiva, lo fui cuando hizo falta; si me acusan de saltar de combativa a romántica, también lo soy porque puedo ser todo eso y más. Jamás podrán reducir mi arte a la inspiración que me han dado los romances de mi vida, porque he escrito enamorada, enojada, aburrida y contenta. Escribí para los traidores en el amor, para los cobardes en el trabajo, para las amigas que sufrieron, para perrear hasta el piso y para llorar hasta el cansancio (…). Yo me sirvo de lo vivido, hago arte que se vende y por ende hago dinero con lo que me dieron, lo que me quitaron y lo que rompieron”, dice la artista en el cierre de su primer libro. Cazzu es nuestra, y su arte podría caber en el cuerpo y en la voz de otras mujeres a las que nadie puede negarles su condición de patriotas, y que marcaron nuestra cultura. Karina, Valeria Lynch, Lucia Galán o Tita Merello.

Una mujer jujeña que escaló a la pirámide del éxito de la mano del reggaetón y del trap, que decide jaquear a la industria, y que no lo hace para combatirla sino para hacer uso de su potencia y así reivindicar una tradición y amplificar su mensaje más allá de lo que canta. Y, cuando tiene la atención de toda una generación que la idolatra, recupera lo nuestro, vuelve a la raíz. Julieta pone sobre la mesa la identidad. La de su fuero íntimo, la popular, la de nuestro país y, ¿por qué no?, la de toda una región. Y también hace lo propio cuando tensiona con los mandatos del patriarcado, del mercado y de los propios feminismos.
Julieta o Cazzu: una mujer argentina.
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Florencia Lucione es abogada en ejercicio (y en construcción). Colabora con columnas sobre actualidad en distintos medios de comunicación. Escribe para saber qué piensa sobre las cosas que no entiende.







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