Llueve en el Tambopata (Omachi, 2025) es una crónica de viaje que Lila Gianelloni escribió luego de su excursión en 2012 a la comunidad Infierno, en Perú, en un apartado rincón de la Amazonía. Con un par de ojotas, algunos vestidos de algodón, un tul mosquitero, una cámara de fotos y unas botas de lluvia que compró a último momento en el mercado del pueblo, Lila llegó a la jungla en el Infierno Express para reunirse con Felipe, su hijo al que no veía desde hacía un largo tiempo.

Naturalmente, el reencuentro entre los dos se produjo, parafraseando a la autora, con esa breve incomodidad que comparten dos desconocidos en un ascensor, pero no tardaron nada en reconocerse mutuamente: Lila como madre y huésped —porque las botas de lluvia las compró para él— y Felipe en su nuevo rol de anfitrión y guía que todo recién llegado necesita para ingresar a lo desconocido. El umbral que la prepare para la experiencia de entregarse al encantamiento, el temor y todos los sentimientos confusos que todavía produce la majestuosidad de la naturaleza desde la noche de los tiempos.

En Volver para contarlo, una historia literaria del viaje (Paidós, 2024) Andrea Calamari encuentra una similitud muy precisa entre las experiencias de viajar y de narrar porque comparten la misma estructura. Dice Calamari: “Cualquier viaje está organizado como un relato y por eso nadie se resiste a la tentación de contarlo”. Pero hay viajes y viajes: de negocios, por diversión y placer, por compromisos familiares, trámites y diligencias. Es decir, que no todo viaje es iniciático, sino cuando éste compromete al viajero en una experiencia transformadora y liminal. Ese estado de transición hacia otro estado más profundo en el que el viajero, incluso de manera involuntaria, frente a la posibilidad del extravío, el abismo o la muerte, se encuentra con su verdad. Es cierto que Lila no es una expedicionaria de la conquista como Gonzalo Pizarro, ni una buscadora de exóticas reliquias como Indiana Jones; tampoco es una contrabandista de caucho como Fitzcarraldo, sin embargo Lila no es ninguna turista. Es una escritora, y además de aprender a sobrevivir en este recodo de la selva más grande del mundo, su mayor aventura será contemplarla: “La contemplación de la selva es un estado del espíritu. No es sólo observar, aprehender, apreciar, es hacerlo en presencia de un dios”.

De ese estado de contemplación, han dicho los griegos, surge la poesía. Por eso los poetas tienen revelaciones y a nosotros nos toca quedarnos con su belleza. Basta con abrir en cualquier página del pequeño libro objeto —que incluye fotos tomadas por la autora y una sobrecubierta serigrafiada— para comprobar que Llueve en el Tambopata está lleno de imágenes preciosas y perdurables. A poco de haber llegado a destino, Lila escribe: “La naturaleza se ofrece mansamente en la selva tropical. En esas pocas horas que estuve a su amparo comprendí la atracción que suscita, y enmudece al que llega por primera vez, pero también se precipitaron sobre mí preguntas que no pude formular. Se impuso callarse, una suspensión, como quien construye un espacio vacío esperando algo que está por llegar”.

En sus caminatas, la narradora pone a prueba sus conocimientos de botánica, descubre nuevas especies, algunas plantas son venenosas, otras dan frutos que son alimento y alivio para el que las encuentre en su camino. Se acostumbra a los inquietantes sonidos y ritmos de la espesura y se estremece ante su mudez: “Cuando el silencio es tan profundo creo que toda la selva nos está mirando”. Toma nota de la existencia de las palmeras caminantes, que se desplazan en el terreno ayudadas por sus raíces; del curso del Tambopata y el Madre de Dios, los ríos que bordean el paraje;  y aprende que la yucumana es la serpiente gigante, madre de todas las aguas y de todos los ríos de la amazonia que solo pueden despertar los buscadores de oro, los depredadores de la selva. Como la serpiente, el chancho salvaje y el jaguar, aunque no se dejan ver, también están presentes en la crónica y en la selva, aparecen en los relatos de los nativos, y en los sueños y visiones de nuestra cronista viajera.

Desde su llegada a Infierno, los miembros de la comunidad Ese Eje están dedicados a la preparación del ritual que llevará algunos días, y que comienza con la búsqueda de la planta sagrada de las lianas, su recolección y la lenta cocción del brebaje ambarino. Es la famosa ayahuasca, un nombre un poco manoseado por el mercado de la espiritualidad contemporánea, que ha llegado a comercializar el ejemplar como suplemento dietario o para consumo de evasión, y que la autora tiene la prudencia de no nombrar ni una sola vez. Lila sabe que se trata de un rito ancestral de las culturas chamánicas de la Amazonia, una experiencia extática, de trance, durante el cual el alma abandona el cuerpo para emprender ascensiones al cielo o descensos al infierno, para comunicarse con el alma de un difunto o con los espíritus de la naturaleza. Un asunto muy serio que merece un respeto reverencial, sobre todo por parte de los neófitos como ella.

Si bien Llueve en el Tambopata es el primer libro de crónica de la autora, comparte con las demás obras suyas que todas están situadas en regiones míticas, muy transitadas, conocidísimas y al mismo tiempo cargadas de misterio. Como el bosque en plenilunio del cuento «Lobo», que narra el encuentro furtivo entre un perro de caza y un lobo solitario, como así también la  infancia, ¡ese país! en la nouvelle Mapamundi y en varios de los cuentos reunidos en Camino a casa. En este relato de viaje la narración opera en otra región tan oscura, mágica y salvaje como las demás. Por ejemplo, en Llueve en el Tambopata la narradora observa el sabio comportamiento de los árboles y los claros que se abren en la conversación que mantienen allá arriba, “en el dosel de la selva, donde la vida bulle”. No obstante, también se acostumbra a la negrura del follaje, aprende a ver en las tinieblas.  Ya lo dijo Liliana Heker sobre su primer libro y vale para todos los libros de Lila: hay que leerlos con la devoción con la que se lee un gran poema. Un gran poema acotado en su brevedad y profuso en imágenes que solo la mirada pura, incontaminada, asombrada e infinitamente curiosa de Lila puede capturar.

Gianelloni nació en Rosario en 1959.  En el año 2010 recibió la primera mención del Fondo Nacional de las Artes en el género “Cuentos” por su libro La madre oscuridad, aún inédito, y en el 2016 por Mapamundi. Dedicó toda su vida a la docencia en escuelas primarias y a la escritura, pero recién empezó a publicar después de los 50. La vez que la entrevisté le quise hacer un elogio disfrazado de reproche, le dije que era medio amarreta con lo que escribe, que se guarda mucho y publica poco, y lo poco que publica, se termina muy rápido. Lila me respondió: “La brevedad me acompaña porque trato de molestar lo menos posible. Si te gustó, lo volvés a leer y listo”.

Ese día entendí dos cosas: una, que no hay que hincharle las pelotas a los escritores humildes, porque son muy pocos. La otra es que la modestia, más que un atributo de su persona, es el carácter de su escritura. En medio del ruido insoportable que producimos todos, todo el tiempo, Lila le pide permiso al noble silencio para decir lo suyo. Perdonen la insistencia pero esto es importante: una escritora, un poeta, un músico, una artista no le pide consentimiento al ruido estúpido del mundo para sumarse a su concierto desafinado. Eso sería una agachada y sin embargo no produciría mayor escándalo, porque nosotros no le tenemos ningún respeto al silencio. En cambio todavía hay quienes como Lila que sí.

Claro que todo este asunto de la selva me llevó emocionalmente a buscar otra vez El corazón de las tinieblas, y viene al caso, hablando del ruido, recordar a ese hombre blanco de bigotes que aspiraba a ser ayudante del director de la Compañía europea, “aquel Mefistófeles de pacotilla” que el capitán Charlie Marlow observó en una de las tantas noches de su endemoniada expedición al Congo: «Hablaba precipitadamente y yo no traté de detenerlo. Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla, como el esqueleto de algún animal fluvial. El olor del cieno, del cieno primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de aquella selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra ensenada. La luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata, sobre la fresca hierba, sobre el muro de vegetación brillante que se elevaba a una altura mayor que el muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía mientras corría anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo, mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mismo».

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Eugenia Arpesella es periodista. Trabajó como redactora y cronista en  los periódicos Crónica Santa Fe, El Argentino Rosario, El Eslabón, y el diario La Capital de Rosario. Colaboró en las revistas culturales En voz alta y Apología y cada tanto escribe reseñas para revistas digitales porteñas.


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