“Somos lo que comemos, pienso”
Clara Obligado, Una casa lejos de casa

Uno

Diana frita lonjas de plátano en una sartén pequeña. Recién vuelve de trabajar y hace media hora lloró en el patio mientras Ana, mi novia, la abrazaba. La jefa de la casa donde limpia, cocina y cuida a dos niños españoles, es decir, la madre de esos niños, acaba de maltratarla y decirle que no sirve para nada. Diana tiene treinta y siete años, una hija de veintidós que también tuvo una hija a los quince años como ella. Diana se separó hace poco y mientras cocina nos dice que después de la separación le agarró la tusa, esa expresión colombiana que popularizó Karol G para hablar de la tristeza o depresión. Su nieta, su hija y su gatita quedaron en Medellín, no quisieron venir pero tampoco saben muy bien qué hacer allá. Diana tiene tatuajes en las manos y una biblia en la mesita de luz. Va a una iglesia evangélica pero es católica. Hierve arroz, lo pasa a un pocillo, le agrega mayonesa y las lonjas de plátano fritas. Nos da de probar un poco. El plátano sabe como el boniato le digo, aunque no sé si sabe lo que es un boniato le explico que es como una papa rosa y dulce. Cada vez que conversamos hablamos de comida, de trabajo y de nuestros países. Al instante sobre el aceite frito que quedó en la sartén tira una feta de jamón cocido. Me da un poco de impresión pero se ve que es algo que hacen allá. Diana está triste y entonces le subrayo lo que está haciendo: “comer una comida típica de tu país te va a hacer bien”. Ella sonríe y me da de probar otra rodaja de plátano. Ana le pregunta si quiere café, hace poco compramos una cafetera italiana y es la segunda vez que la usamos. El aroma de la comida de Diana mezclado con el vapor del café recién hecho me traslada directo a Colombia aunque nunca haya estado ahí. Migrar es como estar en todo el mundo al mismo tiempo. Diana le responde a Ana que “le acepta un tintico”. Los paisas le dicen tintico al café negro sin leche. Los tres nos sentamos en la mesa, sonreímos y merendamos en silencio.

Foto: Andy Mainardi

Dos

Ayer el que estuvo triste fui yo. En un momento me di cuenta de que lo único que iba a sacarme de esa tristeza era un bife. Un bife que me haga reaccionar. Una cachetada de carne. Desde que llegamos a Europa, todavía no había comido ningún producto de vaca en formato argentino. Sí unas empanadas de ternera desmechada, sí unos tacos con picada especial, sí un shawarma en un puestito marroquí pero lo que se dice un bife criollo, jugoso, ancho, para cortar con cuchillo y tenedor mientras la sangre se desparrama sobre el plato, todavía no había sucedido. Ese mediodía salí en su búsqueda. El Mercat Central de Valencia queda a diez minutos de casa. Caminé y fui a buscar sus carnicerías. En la primera que cruzo hay una fila larga, eso me da confianza sobre una regla básica: mucha gente es buen producto. También me da ansiedad, entonces sigo el camino en búsqueda de otra. En eso me cruzo con la siguiente. Hay menos gente y la pinta del boliche se ve bien. El mercado es inmenso y hermoso. Un asalto de colores, aromas y frescura al sistema nervioso. Vida. Miro el color de la carne y es rojo. Veo los cortes y distingo algunos pero no son iguales a los argentinos. Veo algo que se parece al entrecot y le pregunto a la carnicera: “¿esto qué es?”, “entrecot”, responde. El corte se ve precioso, maduro, reluciente. Le pido que me haga cuatro bifes. Junto los dedos índice y corazón para marcar el tamaño. Los corta, los envuelve en papel, los pesa y dice “veintiocho euros”, calculo el precio en pesos argentinos y salgo angustiado. A los metros me olvido de esa trampa mortal y sonrío. Desvirgado voy en búsqueda de otros productos. Compro yerba Rosamonte y dos alfajores de maicena en el puesto latino (porque a pesar del revival hispanista de las redes sociales, en España somos gastronómicamente parte del mercado latinoamericano) y dos pata-muslo en la pollería a cinco euros. Yéndome veo que la carnicería que antes que estaba llena ahora está vacía, me acerco y veo la vitrina expositora, en un costado queda un corte rojizo y pequeño, le pregunto a la carnicera (otra vez una mujer) si ese corte es para el horno y me dice que sí, que acá le dicen culata y que es de lo mejorcito de la clase B. Lo pesa, lo envuelve en papel, y me dice “quince euros”. Sonrío porque encontré un precio diferente. Hago un juego de palabras. Mi poder adquisitivo es de lo mejorcito de la clase B. Googleo culata y busco la semejanza en los cortes argentinos. Abro el mapa de una vaca y entiendo que lo que compré es la parte ancha de un cuadril. Así estoy. De camino a casa me pongo los auriculares inalámbricos. Escucho la última canción de Sen Senra, un artista español enamorante, y me queda en la cabeza un fragmento que dice: “la familia se ama, se cuida y nunca se vende”.

Foto: Andrés Mainardi

Tres

A esta hora de la madrugada la casa está en silencio. Entonces escribo. Hace un mes que convivo con mucha gente. Antes éramos diez pero tres se fueron en la última semana. Ahora somos siete: una colombiana, dos marroquíes, un ruso, una española, una argentina (mi novia) y yo. En la cocina hay una lista del mes de junio donde dice qué día le toca a cada uno tirar la basura que se acumula en el tacho del patio. Con ese papelito aprendí a pronunciar y memorizar sus nombres: Diana, Raunak, Rania, Aleksander, Karla, Ana y Andrés. El piso donde vivimos era un consultorio odontológico. Los dueños de la inmobiliaria se lo alquilan a la dueña original. Ellos nos alquilan a nosotros cada habitación por separado. El piso en total lo alquilan a 1500 euros al mes. Una cifra que recuperan con tres de las nueve habitaciones disponibles. El resto se va en impuestos y ganancia para ellos. Cuando entrás a la casa, lo primero que ves es una ex recepción que no se molestaron en renovar o quitar. Atrás de la recepción hay un espejo que ocupa toda la pared. Desde ahí el lugar se divide en dos pasillos infinitos. Uno lleva a los baños y el otro lleva a la cocina. Desde cada uno de los pasillos hay puertas que llevan a pequeñas habitaciones y otras puertas más pequeñas que abren pequeños placares donde la gente guarda pertenencias de todo tipo bajo llaves. Angosto rima con angustia. Comida, zapatillas, elementos de higiene personal, ropa, ventiladores, artículos de limpieza, sábanas, frazadas y toallas. Acá el espacio se aprovecha o se aprovecha. Las habitaciones tienen una pared de material y tres de durlock, las separaciones están hechas por los mismos agentes inmobiliarios que las subcontratan. Ellos te cuentan esa hazaña orgullosos el primer día que llegás. Especulo con mis propias manos tío, joder. El piso no tiene living. Hay un patio interno ocupado por tenders y una mesa que da a la pared. El único lugar digno de sociabilización es la cocina comedor. Espacio donde se generan todos los intercambios conversacionales. Momentos –directa o indirectamente– mediados por la comida: si estás ahí es porque estás comiendo, haciendo de comer, ordenando comida o pensando en qué vas a comer más tarde. También podés estar lavando la ropa porque entremedio de las dos heladeras está la washing machine. Hay un régimen de división de alacenas y compartimentos de freezers y heladeras. Esos espacios se cuidan como territorio soberano y a primera vista se puede ver cuáles son los gustos y la energía vital de cada integrante de la casa. Las heladeras están divididas en compartimentos sagrados. Altares de comida y bebida. Una porción de identidad marcada por límites fronterizos blancos y vidriados. Quiero dormir pero no puedo. Todavía tengo el sistema cronológico averiado. Mi biorritmo cree que sigo en Argentina. Acá son las dos de la mañana. En Argentina cinco horas menos. Recién ahora estaría cocinando o por hacerlo. Acá lo hice hace varias horas. Todavía era de día porque en el verano valenciano anochece a eso de las diez. Cocinamos y comemos la cena con la luz del sol. Es una escena triste. O estoy triste, no lo sé. Me gusta comer de noche, hay algo en la oscuridad que permite otro contacto con la comida. Hacer la noche. Creo que de ahora en más voy a estirar la cena hasta que anochezca. Pienso en el arroz con calamares que todavía está en mi panza, creo que me cayó pesado porque le puse mucho pimiento. Después de tanto girar en la cama en un momento consigo dormir. Me duermo y mientras duermo sueño. A la mañana siguiente despierto. Recuerdo que soñé con mis hermanos, hacíamos una comida en el patio de la casa de mamá, una especie de picada, en el sueño también están unos inmigrantes africanos que no reconozco, cortamos salame, queso, pan en un plato, armamos un fernet con coca en un vaso grande. La escena es preciosa y argentina. Hay algo de esa imagen que me retrotrae a una catarata de recuerdos que comienzan en el año 2004.

Cuatro

El día que decidimos que Beatriz no nos cuide más y pasar a cuidarnos entre nosotros fue un antes y un después en nuestras vidas. Todos íbamos a tener que aportar dentro de un esquema horizontal. Nacho era el más grande con diecisiete, Flor la mujer del medio con catorce, yo el más chico con siete. Un día cualquiera la sentamos a mi vieja en la cocina y le dijimos: “No queremos que venga más Bety, estamos para cuidarnos solos”. En mi vida, desde ese momento, cocinar es sinónimo de independencia y cooperación. Gesta patriótica que construimos con mis hermanos. La primera decisión, que tengo memoria, tomada y comunicada a consciencia. Acá no necesitamos a nadie más que a nosotros. El cuidado mutuo como fórmula de amor y la nave gastronómica como mecanismo para sublimar la soberanía. Había tres tareas tan sencillas como indispensables para construir la escena del mediodía. Alguien tenía que cocinar, alguien tenía que poner y levantar la mesa, alguien tenía que lavar los platos. El orden de estas tareas se mantuvo uniforme por mucho tiempo. Nacho cocinaba. Florencia lavaba. Andrés ponía y levantaba la mesa. A la par de esa repetición aparecían las contingencias. El día que Nacho se iba al club, el día que Florencia tenía doble turno, el día que yo me iba a jugar a la casa de un amigo. A la par de esta secuencia aparecían las recetas y los ingredientes disponibles. Mamá llenaba la heladera una vez a la semana y nosotros teníamos que construir los menús del mediodía. El ideal eran las recetas de Ada, nuestra abuela por parte de papá. Así se fueron perfeccionando los platos: milanesas con puré, costeletas con ensalada, fideos con salsa, merluza a la romana, ravioles con estofado, guiso de lenteja, capeletinis con crema, sopas, tortillas y ensaladas. Todo lo que una familia de clase media aspira a tener en el plato. Con el paso de los años los roles mutaron. Nacho cocinaba menos. Florencia se cansó de lavar. Yo había crecido y ya podía manipular el cuchillo para cortar la cebolla, pelar la papa o picar el ajo, ya había logrado la conquista del fuego, el elemento fundamental con el que me convertí en alguien más para la tribu. Ese cambio mental no hubiese ocurrido sin la compañía de Bruno, mi primo que vivía en otra ciudad y que yo visitaba todos los fines de semana. Juntos mirábamos a nuestra abuela Ada en sus mediodías y así aprendimos a cocinar las recetas con las que ella se había ganado nuestro corazón. De esa forma aprendí a cocinar: imitando, siguiendo recetas, inscribiéndome en un proceso filiatorio, en una identidad hecha de sabores. Cocinar es aceptar que hay algo que ya existe y que para hacerlo hay que hundirse en una herida narcisista.

Foto: Andrés Mainardi

Cinco

Raunak trabaja frente al piso en una pastelería chic. Nació en Marruecos y tiene nuestra edad. Ella y su amiga Rania tienen las habitaciones más chicas de la casa, las que no tienen ventanas a la calle, las que no tienen luz natural. Para sobrevivir a la condición claustrofóbica que les propone la crisis de la vivienda española y la especulación inmobiliaria que ejecutan los agentes sobre los migrantes, Raunak deja la puerta abierta en los ratos libres que está en el departamento y no trabaja. Ella decide anular su intimidad por el tímido rayo de luz que ingresa tibio por el pasillo hacia su cuarto. Desde su habitación se escuchan canciones o telenovelas árabes que salen del parlante de su iPhone última generación. Rania también tiene el último iPhone, trabaja en gastronomía y estudia español, es amiga de Raunak, pero también parece su hija. Rania parece que está deprimida: vive en pijamas, duerme hasta tarde y sale poco de la habitación. La relación entre ellas es tan intensa como extraña. Raunak le abre la puerta a su amiga sin golpear la puerta y empieza a contarle problemas con su novio –también marroquí– que está en Bélgica. Ella se quiere casar y tener hijos, pero él, por lo que ella ventila, tiene pinta de ser un tiro al aire. Entre ellas hablan marroquí, una mezcla de árabe con francés y español. Entiendo que hablan de él porque Raunak cada cinco palabras dice Bruxelles o Belgique. Raunak cocina platos increíbles en cuestión de minutos todas las noches, también cuando tiene tiempo libre realiza recetas de pastelería en el departamento. Cuando las termina hace una sesión de fotos y las sube a sus redes. Después solo las prueba o las deja días estacionadas en la mesada. Se apodera de la cocina en cuestión de minutos. Es avasallante y mandona. También es la inquilina con más tiempo en el departamento, lleva casi un año y los mejores cajones de la alacena y cubículos de la heladera son de ella y su amiga. Ahí hay un gris en los contratos que hacen que cada quien tenga que luchar por sus centímetros cuadrados compartidos. Esa competencia sin mediación muchas veces saca lo peor de uno, pero también otras veces te sorprende con los gestos de solidaridad que algunos pueden tener. El otro día estábamos almorzando en el patio y Raunak se acercó a la mesa, nos dejó dos porciones de budín de coco y se fue. Creo que esa es su forma de demostrar cuidado pero también poder. En todo gesto de amor convive una contradicción. Decirle te amo a alguien es como regalarle un elefante. Es algo increíble sí, pero el otro también tiene que ver qué hace con el elefante. Rania no cocina nunca, mira TikTok en el celular mientras su amiga lo hace. Es un poco más relajada y buena onda, menos obsesiva. Cada vez que cocinan, Marruecos se apodera del piso. En uno de los cajones de la alacena tienen un arsenal de especias. Comino, curry, pimentón, pimientas, ajo molido, azafrán, canela, cúrcuma, jengibre, sales y cilantro. Cilantro. Cada vez que Raunak cocina le pregunto qué está haciendo, en su español primitivo me explica las recetas mientras no parpadea. Usa mucho maquillaje y, entre el calor de la cocina y el rubor facial, los cachetes parecen estar siempre a punto de una explosión. Me quedo pensando en el cilantro. En un momento me doy cuenta de que con Ana todavía no armamos nuestro propio kit de especias. Voy al supermercado y elijo algunos frasquitos, copio los que recuerdo que Raunak tiene en su cajón, esa es la única forma que conocí para crear y cocinar. Soy perfeccionista en el arte de la copia. No puedo escribir si no tengo un libro al lado. Agrego el cilantro a mi dieta diaria. A la noche armo ensalada de tomate, atún, huevo y palta, le pongo jugo de limón y decido echarle un poco de cilantro para condimentar. Mientras comemos escuchamos una entrevista a Rafael Chirbes, uno de los mejores escritores valencianos de la historia. En eso cuenta que vivió en Marruecos muchos años y que desde esa vivencia no pudo dejar el cilantro, también dice que está bien comer las recetas que nos da la patria pero que la verdadera cocina es el arte de la tolerancia, que uno llega a conocer en profundidad al otro cuando interioriza lo que el otro puede darle. Cilantro.

Seis

Aleksander hace poco tuvo problemas en los riñones. Cuentan las marroquíes que un día, antes que nosotros lleguemos, lo encontraron tirado en el piso de la cocina del dolor y tuvieron que levantarlo para llevarlo al hospital. Ahora cocina mientras mira videos de YouTube o hace videollamadas con gente de Rusia. Habla en ruso y poco se entiende. A veces creo que chatea con su novia o algo por el estilo. Casi no sabe español. No sabemos muy bien qué hace acá, ni a qué se dedica. Solo sabemos que sale de su pieza en silencio, que tiene sus propios utensilios de cocina, que hierve papas, pollo, pescado, arroz y coles, que solo condimenta los platos con un poquito de sal, que toma mucho té durante todo el día. Cuando nos cruzamos nos dice “hola”, cuando estamos comiendo nos dice “buen provecho”, arrastrando la erre, y cuando se va para su pieza nos dice “chau”, alargando la u. Esa es toda nuestra interacción. Es un hombre que emana tranquilidad y misterio al mismo tiempo. Con esas pequeñeces sabemos más de él que de Karla, la española más joven del piso. No tengo nada en contra de ella pero su vida es muy distinta a la de todos nosotros. De vez en cuando se escucha que llega con chicos y se los lleva a su cuarto. Casi nunca cocina, el compartimento de la heladera tiene una Coca Cola sin gas desde hace semanas, el refrigerador está lleno de bolsas de papas fritas y cuando la cruzás por los pasillos casi siempre tiene puestos los auriculares de los que sale el retumbe de un reggaetón lento. La única española de la casa casi no socializa con la gente que vive en el mismo lugar que ella. Tal vez sea porque no lo necesita, o porque entiende que no somos lo mismo, o porque es excesivamente joven y no cree que pueda conversar con nosotros, o porque lisa y llanamente, no le da la gana.

Foto: Andrés Mainardi

Siete

Hasta los veinticuatro años viví en la casa de mi mamá. Eso no es algo  bueno ni malo. Es tan solo un dato. Alentador si vemos que al día de hoy, entre el precio de los alquileres, la precarización laboral y el espíritu forever fifteen que se le busca implantar a mi generación, el promedio de edad de migración de la casa de los padres en Argentina ronda entre los 25 y 35 años. Hay algo en las estadísticas que no me cuadra. Irse de la casa de papá y mamá no es sinónimo de independencia. La distancia no se mide en kilómetros, se mide en actitudes. Es como la historia de esa escritora que, cuando lograba concentrarse, su hija se largaba a llorar a su lado porque creía que su madre había desaparecido. Porque también puede suceder al revés, podés irte a vivir al fin del mundo y seguir con las lógicas familiares pegadas en el cuerpo. Y de eso, lamentablemente, no hay distancia que te salve. Un poco de eso se trata también, a lo Virginia Woolf, tener un cuarto propio. Son cuatro paredes y una puerta pero también una disposición mental. Una forma de estar en el mundo que una vez que la conquistás y sabés que está ahí, nadie puede quitártela, ni vos mismo, jugando en contra tuyo. El deseo. Algo de eso me sucede cuando cocino y cuando escribo. Nacemos como una demanda. Si no nos dan calor, comida y amor, nos morimos. Entonces, para nacer otra vez, es decir, para salir de esa demanda original, para no trasladar ese gesto a otras personas, debemos, cuando crecemos, transformar nuestra vida en una oferta, aunque sea, por un rato. Para nacer otra vez hay que dar calor, comida y amor, otra vez. Si tengo que pensar en mi independencia no puedo pensar en otra cosa que no sean los momentos en que aprendí a cumplir mis necesidades básicas. No fue un recorrido solitario. Había varias personas ahí. Papá estaba en una y mamá necesitaba trabajo. Y la única forma que había para que nosotros nos quedáramos solos era que nos la arreglamos con la cocina y el cuidado. Esa fue la propuesta. Si ustedes pueden cocinar solos, yo voy a poder trabajar y traer guita a casa. Tal vez por eso es que me gusta tanto la cocina: es un espacio para poder cuidar a los demás, para construir una soledad con los otros. Ahora que no estoy más en Argentina, cuando extraño a todo lo que antes me rodeaba y ahora me rodea de otra forma, sé que puedo invocarlo con un bife sobre una plancha, y así, aplacar un poco la tristeza, que siempre está, pero que no te hunde.

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Andrés Mainardi nació en Rosario en 1996. Hoy en día vive en Valencia. Es hincha de Rosario Central. Desde hace varios años se define como periodista cultural y poeta. Colabora con publicaciones escritas para medios digitales de Argentina y España. Coordina encuentros de lectura y escritura en formato virtual y presencial. Analizantes: Nueve entrevistas sobre psicoanálisis contemporáneo (2024) fue su primer libro y tesina de grado en la Licenciatura en Comunicación (UNR).


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