¿Se puede hablar de las “hemorragias sociales” de California y del crimen de Charles Manson a través de dos vestidos? ¿Vale usar gafas de sol mientras se reportea sobre una niña de jardín de infantes consumidora de drogas? ¿Es lícito ir a El Salvador a narrar la muerte diaria y después posar para marcas como Gap o Celine? ¿Qué hacía una típica mujer oriunda de California, a la que fotografiaban con un vestido ajustado delante de un auto de lujo, cubriendo una campaña electoral en Estados Unidos? ¿Puede alguien escribir en Vogue y terminar siendo una referente del nuevo periodismo? Joan Didion mantuvo en su escritura, pero también en su figura, una convivencia pacífica entre lo que muchas veces se asumen como mundos opuestos: uno estético frente a otro más descarnado. Lejos de elegir o autocercenarse, hizo síntesis.  

1.

Didion es, antes que todo, una daga incrustada en la retina; primero entra por los ojos. Su imagen, icónica, en cualquiera de sus versiones, es difícil de olvidar; la de pañuelo en la cabeza y lentes oscuros, la del vestido largo entallado posando con un cigarrillo en la mano frente al Corvette Stingray amarillo o sentada fumando con su hija en el regazo, la de las dos trenzas con la familia típica y el perro en su casa de Malibú (donde Harrison Ford fue su carpintero), la del plano americano en blanco y negro en la que lleva un jersey cuello alto y oscuro. Lo que se ve no es la belleza mainstream, es el semblante de un icono que se fija, que perdura. Por su rostro, su mirada, pero también por sus manos. Escritora “cool”, “elegante”, “icónica”, “it-girl intelectual” son adjetivos que ni siquiera las críticas literarias más agudas evitan. En cualquier caso, su imagen no pasa desapercibida y su estética invita a agarrarse cual niño tomado de la sortija de una calesita. ¿No es este acaso un envidiable capital?

2.

Si me apuran, diré que, en el mundo actual, su estética impulsa a leerla. Las editoriales entendieron rápido ese efecto que causa la “estética Didion”. Las portadas y contratapas de sus libros usaron su imagen (¿A cuántos escritores le sucede?). Y si me apuran un poco más diré que bienvenidas las lecturas de libros que llegan empujadas por ese efecto visual. “Un hombre me preguntó una vez si me gustaba leer a Joan Didion, ‘como a todas las demás chicas inteligentes’.’¡Sí! -le dije- Pero solo porque me gusta el color de las portadas de los libros’. Él no se rió, pero yo sí”, ironizó con algo de verdad la escritora Claire Luchette. Las portadas de libros, pero también lemas como “Leer es cool”, “Don’t look for Love, look for books”, “Preferiría estar leyendo”, “Born to read, forced to work” o toda la señalética impresa en ropas, en tote bags —el lector contemporáneo gusta mucho de las tote bags, y lo mío es un testimonio propio no una risa irónica— o merchandising vario que grite ‘soy un/a lector/a’, son parte de cierta libidinazación de la lectura. En esa línea, hay portadas más fotografiables que otras y más instagrameables que otras, como son las de Didion que aparecieron en películas o entre las lecturas de famosas. Claro, ese es el mundo tal cual es —por enquanto— y no necesariamente como nos gustaría que sea, pero si activa el deseo lector, ¡avanti!

Joan Didion en su casa de Malibú, California, 1972. Foto: Henry Clarke/Conde Nast/Getty Images

3.

Para quedarse en sus textos, más allá de ese impulso “superficial”, hay motivos de sobra. Su estilo, su estética, eran también una mirada. Me explico; las cosas a las que le prestó atención, aquello que miró, la hizo narrar como pocas. “Me encanta cuando la gente describe a Didion: acaban contándome muchas cosas sobre sí mismos. Por ejemplo (…) que no creen que una mujer inteligente pueda interesarse por la ropa. Y es una triste ironía, porque estas son exactamente las actitudes sexistas que Didion cuestionó a lo largo de su carrera”, dijo Luchette. En Didion, ese interés en la ropa está al servicio de su narración. La escritora oriunda de San Bernardino, que vivía en las proximidades de la casa en la que Charles Manson cometió la masacre que fue un turning point para la época, narró esos días en los que “todo era indecible, pero nada era inimaginable”, en los que había un “flirteo místico con la idea del pecado”, y en los que “los perros ladraban todas las noches y la luna siempre estaba llena”, entre otros modos, a través de la historia de dos vestidos: “…todas las conexiones eran igualmente significativas e igualmente carentes de sentido. Prueben con estas: la mañana del asesinato de John Kennedy yo estaba comprando, en el Ransohoff’s de San Francisco, un vestido corto de seda para mi boda. Unos cuantos años después, aquel vestido quedó para tirar cuando Roman Polanski le derramó encima accidentalmente una copa de vino tinto durante una cena en Bel-Air. A aquella cena también asistió en calidad de invitada Sharon Tate, aunque ella y Roman Polanski todavía no estaban casados”. Y la conexión sigue así: “El 27 de julio de 1970 fui a la tienda Magnin-Hi de la tercera planta del I. Magnin de Beverly Hills y elegí, por encargo de Linda Kasabian [miembro de la “Familia Manson”], el vestido con que ella iniciaría su testimonio sobre los asesinatos de la casa de Sharon Tate Polanski en Cielo Drive (…) Aquella mañana necesitaba un vestido porque el fiscal del distrito, Vincent Bugliosi, había mostrado reservas hacia el vestido que ella tenía planeado llevar, un vestido suelto largo y blanco de tela artesanal. ‘El largo es para la noche’, le había aconsejado a Linda”.

No hay banalidad, hay un modo de narrar, con conexiones que suenan arbitrarias y otras no tanto, y era la forma en que esa época podía ser contada, o como dijo Alissa Wilkinson en el NYT: “Cuando los hechos parecen tan aleatorios, intentamos, como dijo Didion, imponer ‘una línea narrativa’ a ‘imágenes dispares’. Congelar la fantasmagoría cambiante que tenemos ante nosotros’”. Y eran tan aleatorios que Didion sabría más tarde que la noche de los asesinatos, Manson y sus acólitos manejarían por la avenida Franklin, donde ella vivía con su familia, buscando un lugar donde dar el golpe. “Realmente podrían haber sido ellos”, dijo Wilkinson.

Esos años de transición, pisando los ’70, fueron narrados tratando de encontrar algún sentido y Didion lo hizo no desde el idilio, sino desde una mirada descarnada. Y en ese mismo texto, El Álbum Blanco, sentencia: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”. Pero esa línea, que “pretendía ser una acusación, se ha transformado en credo personal”, dirá Zadie Smith. Era en realidad una sentencia dramática por parte de una escritora que hizo un paralelismo entre lo ecléctico de la época con un momento en que atravesaba una crisis psiquiátrica personal. “Una época en la que empecé a poner en duda las premisas de todas las historias que me había contado alguna vez a mí misma (…), se suponía que yo debía seguir un guión, el problema era que lo había perdido”. Hablaba de ella, pero también de una sociedad en pleno cambio, donde todo crujía.

Didion retratada por Julian Wasser/Time

4.

Didion no hacía meras descripciones genéricas de “la ropa”, ella sabía el mensaje que emite una prenda en un tribunal y la seguridad que puede dar a una niña un vestido nuevo: “…desarrollando un tema que me habían animado a tratar mi madre y mi abuelo, continué, más llena de confianza de lo que debería haber estado por el hecho de llevar un vestido nuevo, de organdí verde claro, y el collar de cristales de mi madre”, dijo en De donde soy al describir una escena de su infancia. En El año del pensamiento mágico, Didion relata el momento en que se da cuenta por qué, a diferencia del típico ritual que había cumplido con la muerte de su padre y la de su madre de separar sus ropas para donar, cuando murió su esposo John Gregory Dunne la vivencia fue otra: “Me detuve en la puerta de la habitación. No pude dar el resto de sus zapatos. Me quedé allí un momento plantada y entonces me di cuenta de por qué: si John quería volver, le iban a hacer falta zapatos. El ser consciente de esta idea no la erradicó en absoluto. Todavía no he intentado averiguar (por ejemplo, deshaciéndome de los zapatos) si la idea ha perdido su poder”.

Pero aun destacando esa capacidad narrativa, de pintar un sentimiento a partir de lo que muchas veces se tilda de superficial, sería un error verla como una autora meramente intimista (pecado en el que es fácil caer, considerando la selección de sus libros editados en Argentina). La escritura de Didion desborda de reporteo —sin eso no podría haber escrito libros como Arrastrarse hacia Belén, El álbum blanco o en su coberturas electorales— así como en datos, fruto de investigaciones históricas y sociológicas, como por ejemplo en De donde soy donde desarma el mito fundacional de Estados Unidos de la expansión hacia el Oeste, en el que disecciona ¿el origen? de la desconfianza sobre los extranjeros y la idea de la autosuficiencia de ese extremo del país, además de retratar los efectos del neoliberalismo sobre una clase trabajadora “sin beneficios  y sin salario fijo”, “una receta para crear gente de motel”.

Ya en los lisérgicos ’60, Didion no había caído del todo en los “encantos” del hippismo de la costa oeste. Ella pudo detenerse minuciosamente en los “pantalones de vinilo negro sin ropa interior” que usaba Jim Morrison o en el trago de Janis Joplin en las fiestas que ella daba o en las que participaba, pero lo hizo para definir o capturar algo del sentido de la época: “El centro ya no se sostenía. Era un país de avisos de bancarrota y de anuncios de subastas públicas y de noticias diarias de gente que mataba porque sí y de niños que se criaban con quien no debían y de hogares abandonados y de vándalos que escribían mal hasta las guarradas que pintarrajeaban”, dijo en Arrastrarse hacia Belén. Y siguió: “Era un país donde desaparecían familias de forma rutinaria, dejando tras de sí un rastro de cheques sin fondo y documentos de embargo. Los adolescentes iban a la deriva de ciudad en ciudad, sacudiéndose de encima tanto el pasado como el futuro igual que las serpientes mudan de piel, chicos a quienes nadie había enseñado —y ahora ya nunca iban a aprender— esos juegos que mantienen a la sociedad cohesionada”.

La ropa aparece reiteradamente en el libro Noches azules, las memorias de Didion sobre su hija Quintana Roo, quien falleció en 2005, 16 años antes que la escritora.

 

5.

La síntesis Didion está hecha de Berkeley y Hemingway, pero también de la revista Vogue. Cada vez que le preguntaban por sus influencias decía: “Siempre digo Hemingway, porque él me enseñó cómo funcionaban las frases. Cuando tenía quince o dieciséis años mecanografiaba sus historias para aprender cómo funcionaban las frases”. Pero no muy lejos de esas repeticiones, estaban las referencias a su paso por la revista Vogue. Eso no fue un dato a ocultar. Sobre esa experiencia dijo: “Fue en Vogue donde aprendí a manejarme con soltura con las palabras, a considerarlas no como espejos de mi propia ineptitud, sino como herramientas, juguetes, armas que desplegar estratégicamente en una página. (…) Éramos conocedores de sinónimos. Éramos coleccionistas de verbos… Aprendimos como un reflejo los trucos gramaticales que solo habíamos aprendido como correcciones marginales en la escuela (…) aprendimos a escribir y reescribir y volver a escribir. ‘Repásalo otra vez, cariño, no está del todo bien’. ‘Dame un verbo de choque a las dos líneas’. ‘Pódalo, límpialo, haz el punto’. Menos era más, suave era mejor, y la precisión absoluta esencial para la gran ilusión mensual. Ir a trabajar para Vogue era, a finales de 1950, no muy diferente de la formación con las Rockettes [compañía estadounidense de danza de precisión]”.

Ese coctel no puede llamarse “la poeta del Gran Vacío Californiano”, como la describió Martin Amis a Didion, o no solamente. Fue ella quien tuvo el criterio suficiente para decir que los medios de Estados Unidos no cubrían correctamente lo que pasaba en El Salvador como se debía, la que tuvo la determinación para decir a un editor que quería viajar hasta allá, así como la versatilidad para narrar lo que pasaba de esta forma: “Hay una modalidad especial de información práctica que el visitante de El Salvador adquiere de inmediato, de la misma manera que los visitantes de otros lugares adquieren información sobre las tasas de cambio de moneda o los horarios de los museos. En El Salvador uno aprende que los buitres buscan primero los tejidos blandos, los ojos, los genitales al desnudo o las bocas abiertas. Uno aprende que las bocas abiertas pueden usarse para transmitir mensajes, rellenándose con algo emblemático; rellenándose con un pene, por ejemplo, o si el mensaje tiene que ver con la propiedad de unas tierras, rellenando la boca con un puñado de la tierra en cuestión”.

6

“Una convivencia pacifica entre la superficie y lo profundo”, es una frase que me hace pensar en Didion y que la suele usar la abogada y comunicadora brasileña Gabriela Prioli. Es una frase que busca escapar del laberinto por arriba ¿De qué laberinto? De uno que Prioli plantea como un “dilema irresoluble” al que nos vemos enfrentadas las mujeres: “No podés no hacerte las uñas, pero tampoco podés pintártelas de rojo; tu pelo tiene que ser femenino, pero tampoco puede ser demasiado femenino para no parecer que estás queriendo seducir a alguien; tu ropa no puede ser tan masculina al punto de generar un rechazo —porque estás negando el estereotipo de tu género—, pero tampoco puede ser tan femenina al punto de que te desacredites en un entorno de liderazgo; si ejerces el liderazgo —no lo digo yo, lo demuestran las investigaciones— necesitás ser lo suficientemente asertiva para competir con un liderazgo que sigue un patrón masculino, pero al mismo tiempo necesitas ser lo suficientemente cordial para que no te consideren antipática. Necesitas ser agradable y el patrón de agradable para las mujeres es un ‘agradable cordial’. No podés ser demasiado inteligente porque, de lo contrario, vas a generar un rechazo en el público que te escucha, pero tampoco podés ser modesta, porque mientras que la modestia en los hombres se percibe como un signo de disminución intencional para generar simpatía, en las mujeres se entiende como una declaración verdadera sobre su falta de capacidad. Así que es un dilema insoluble”. Y cierra con lo más importante y es que todo esto lleva un desgaste de “energía y tiempo”. Desengancharse de ese dilema, proponer una síntesis, una propia, esa es la cuestión.

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Dacil Lanza es periodista especializada en política internacional. Trabaja en France 24 en español. Antes, fue parte de la agencia Télam y ha colaborado en medios como Il Manifesto (Italia), revistas Nueva Sociedad, Cenital, Late, El Destape, entre otros medios. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Buenos Aires) y maestrando en RRII (UTDT).


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