En las últimas semanas, la serie «Viudas Negras» despertó la indignación entre las vecinas de Nordelta. Se sintieron insultadas por la pieza de Malena Pichot que parodia a las habitantes de la ciudad privada de la zona norte del conurbano bonaerense. La indignación terminó en una nota firmada por la editora de la revista Locally, Mercedes Cordeyro. En el texto habla del “estereotipo de la mujer de country” del que se mofa la serie y asegura que ese tipo de representaciones no hace más que “acentuar la grieta”. 

Más allá de la serie, el estereotipo y la indignación, esa discusión no me interesa, lo que me interesa es que mientras la vida de la comunidad cerrada crece y se vuelve una aspiración, hay otra vida que se deprime, que deja de ser deseable y que es la que tiene que ver con lo público. Y esa discusión no tiene nada que ver con las buenas y las malas personas. 

Unos meses atrás me crucé con el libro que escribió la periodista Carla Castello en 2007, Vidas Perfectas (Editorial Sudamericana), un relato periodístico con tono satírico de las vidas de aquellos que viven en barrios privados, countries, ciudades navegables y demás. El ojo curioso de Castello logra condensar una serie de relatos en las voces de los protagonistas y también observaciones de la propia periodista resumen un universo ético y estético de clase, una clase que, con una pared de ladrillos y un policía retirado en la puerta de entrada, blinda su ingreso a la comunidad. El universo que ahí relata condensa varios temas que rodean, infectan y desbordan los medios de comunicación, la política y el debate público: la inseguridad, la propiedad privada, el mercado, el consumo, la competencia y la vivienda.

La socióloga Maristella Svampa estudió el nacimiento y crecimiento de las vidas privadas en una investigación a la que llamó Los que ganaron (2001), pero tiene varios libros al respecto. Se pregunta allí si los barrios y los countries son el fin de toda expectativa política integradora y la disolución de las formas tradicionales de solidaridad. Hace también una investigación sobre sus inicios. El emprendimiento más viejo data de 1930 y es el Tortugas, luego le siguieron el Hindú Club, el Highland, el Olivos Golf Club y el Argentino. Para 2007, cuando Carla Castello escribió su libro, los countries ya eran el hogar de 300.000 personas, un total de 60.000 casas se construyeron detrás de muros. Y el fenómeno no paró de crecer.

Es difícil discutir contra el argumento de “querer vivir mejor”. Generalmente, cuando las personas que decidieron vivir en comunidades privadas explican el por qué, lo que intentan articular está ligado con algunas construcciones respecto del miedo, la seguridad, la tranquilidad y la calidad de vida. Poner en tensión esos aspectos cotidianos y aspiracionales de una persona no parece ni estratégico, ni deseable. En medio del remolino de la rutina, despejar la x de la inseguridad es tentador porque, una vez cruzado el muro, hay un problema menos. Y un problema menos en la vida enquilombada de las familias es como venderle un oasis a una persona en medio del desierto. 

El miedo no siempre necesita un hecho para sostenerse, a veces le basta con una imagen, un rumor, una escena que se repite mil veces en televisión porque lo que se teme no es tanto lo que pasó sino lo que podría pasar. Y ese podría, cuando se repite lo suficiente, termina pareciendo una certeza”. 

Así empieza el episodio «La inseguridad es una sensación» del canal de Youtube Café Kyoto, un canal sobre “las ciencias humanas y cualquier otra cosa que considere imprescindible para la existencia”, que conduce y guiona Juan Felipe. En este capítulo, el conductor aborda una reflexión de Aníbal Fernández reproducida al infinito que quedó en la memoria pública del debate, allá por el 2006: que, como dice el título, la inseguridad es una sensación. No fue eso lo que dijo en realidad Fernández, pero eso es otro tema. Lo que me interesa de esa reflexión es que sí, es indiscutible que el miedo puede existir, que la inseguridad puede existir, pero mientras nos resguardamos en lo privado, dejamos de habitar lo público. 

Hay comunidades y comunidades. Pero el branding del barrio privado y del country es una promesa a priori modesta, una solución de mercado para un deseo extendido en la clase media argentina: el de la casa propia, la comunidad y el barrio tranquilo. Una vida que, se repite una y otra vez, dejó de existir. Ese relato permea la subjetividad de miles de personas, en parte, porque es el relato mediático que se construye a partir de experiencias de vida que ocurren, casi exclusivamente, en Buenos Aires. Pero una vez dentro, la promesa empieza a transformarse en algo más que sólo la vida tranquila del suburbio.

Nordelta, el country más popular, por las personalidades que lo habitan —futbolistas, políticos, streamers, abogados, jueces, ricos y famosos—, pero también por su expansionismo soviético, hoy ya no es sólo la promesa de un paisaje verde. Eduardo Costantini, el cerebro detrás, descubrió que las personas, aunque no lo quieran asumir o aunque lo ignoren, añoran la ciudad. Descubrió que la paz controlada y los céspedes de verde vibrante por sí solos aburren a los habitantes y la transformó en una ciudad de más de 30.000 habitantes. Es mucho, si tenemos en cuenta que hay pueblos de la Provincia de Buenos Aires que son apenas de 10. Ante semejante despliegue, algunas preguntas incómodas quedan flotando en el aire: ¿Cuándo termina? ¿Cuándo para de crecer? ¿Y qué se lo impediría?

Además de anillos de protección, Nordelta ofrece marcas que sólo existen en Nordelta, cine, supermercados, shoppings, incluso una apertura controlada para quienes sólo pueden costear un departamento o las visitas de fin de semana que terminan en historias de Instagram. Nordelta es una aspiración alcanzable aunque sea por un rato, aunque sea por ósmosis. Una vida de la casa a la autopista y de la autopista al trabajo, sólo cuando es absolutamente inevitable dejar la burbuja. Y pasan los años y cada vez se vuelve menos inevitable, no sólo porque Nordelta crece en tamaño y servicios, sino porque la política del encierro opera sobre el cuerpo que se acostumbra a no salir. Se desarrolla una especie de sensor, una alarma que te predispone para la tensión permanente cuando estás afuera.

La vida es más agradable con dinero. Lo reconocen todos y cada uno de los extraños habitantes de los countries, barrios cerrados y emprendimientos. Por eso es que, así como se quieren, se sacan los ojos. Conocen la adrenalina de la competencia, y algunos se volvieron adictos. Adictos a mostrar a la mejor mujer, la última casa, el último modelo de Peugeot, un buen terreno, un impresionante celular. Despliegan su vorágine consumista y sus habilidades de estrategas”, ilustra Vidas privadas. 

Esa vida moldea imaginarios nuevos, fundamenta nuevos tipos de relaciones, establece jerarquías, modas, consumos, un aparato moral, ético y cultural que es cada vez más grande y se derrama desde lo más alto, contagia como un virus la existencia del afuera.  

El arquitecto Alejandro Csome —alias @Bashasaurus— lo puso en palabras en el podcast Aprender de Grandes: “El barrio privado resuelve, obviamente de forma parcial e inmediata, muchos problemas. Principalmente, calidad de vida; las ciudades empezaron a ser muy malas en muchos aspectos, contaminadas, ruidosas, inseguras, sucias. Corrió el foco del espacio público al lugar de amenities. La construcción de lo público empezó a ser muy atacada y si vos la atacás y no la fomentás, de alguna forma se degrada. Entonces el espacio público empieza a desaparecer y si eso desaparece, nosotros en lo público también desaparecemos, y eso es con el otro. Empezamos a tener una vida mucho más para adentro y eso, constitutivamente, está bastante en contra y en dirección opuesta a lo que somos nosotros culturalmente”

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Rosario Radaelli es periodista. Trabaja como redactora en la 750 web. Además es estudiante de Ciencias de la Comunicación, entusiasta de la fotografía y las rom-coms.


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