Lo de vender drogas se lo perdonaron, lo de desafinar como una rana cada vez que imitaba a Olga Guillot enfundado en un vestido de lamé, también. Que se desplazara como una morsa lenta y dificultosamente no tuvieron más remedio que aceptarlo. Como lo aceptó él. La peste de los años cincuenta, la poliomielitis, también se le pegó. No es que se le notara. Era imposible ocultarla. 

Vi a  Juan por primera vez en Los Ángeles a principios de los ochenta, en pleno furor disco, sexo , drogas y rock and roll. Esto deberá entenderse literalmente. Eso sí, nada de alcohol. Para  Juan los alcohólicos no merecían nada. Eran borrachos.

Digo que vi a Juan pero sólo lo conocí días más tarde. Me gritó desde la ventana de su casa, en el primer piso..

—¡Salí, quiero conocerte!

Yo esperaba a Jorge en el auto, mientras él, seguramente, se abastecía de los pertrechos que Juan ofrecía a precio amigo para el fin de semana.

Cuando me vio, Juan agregó:

—Decime, ¿vas al gimnasio? —y, sin darme tiempo a responder, soltó—: Sos muy flacucha.

Por último, dijo simplemente:

—Hola.

Y se alejó.

Vi a un ancho ejemplar masculino de treinta y pocos —treinta y dos, según mis cálculos—, resultado de horas de pesas y mancuernas. Era de esos que nacen de un gimnasio más que de una madre. “Eso” no podía haber pasado por ningún conducto, por más que alguna vez hubiera sido un niño. Lo vi hasta la cintura: irreprochable. Se sabe que, en este registro, siempre es posible más perfección. A eso aspiraba Juan.

No caminaba, reptaba. Primero un pié y mucho más atrás el otro. Había dejado las muletas. Tenía un ritmo propio, pesado y ágil  al mismo tiempo. Lo singular de Juan era su boquita, como si la fuerza perdida de sus pies se hubiera desplazado con furia a sus palabras. Sin embargo, a su gatita  Ketzele le hablaba en idish, con profunda ternura y extrema protección.

Compartí con él no más de ocho reuniones —largas—, y eso es poco si se tiene en cuenta que ya no soy una niña. Siempre con la misma tensión y cariño. Había que estar alerta con él. Juan hablaba afirmando y despotricando. Yo sabía que sólo levantando la voz más que él podía detenerlo. O sea, gritando. No hizo falta. Llegó a ser dulce conmigo, aunque no tanto como con su gatita. ¿Será que me veía como la hermana menor de Ketzele?

Yo pensaba que conocer el costado salvaje de todo en esta vida lo hacía imbatible. Me equivoqué otra vez. Se contagió  la enfermedad que más dolió en los noventa. Durante un par de años soportó este puto virus con más fuerza de la que podía. Hasta que lo cansó. 

Me tocó hacer la distribución de sus objetos, ya que no puede llamarse bienes a lo que Juan tenía. Lo dejó por escrito. Para hacerlo, viajé a Los Ángeles donde fui bien recibida por un amigo de Juan que me entregó las llaves y luego de un café partió. Allí me alojé durante el mes que duró el reparto.

“Me alojé” significa, entre muchas otras cosas, que dormí en la cama de Juan, comí con su vajilla, usé sus cosméticos —porque a veces Juan se maquillaba— y me sequé con sus toallas.

Alguien me preguntó si no me sentía incómoda con tanta presencia de Juan, pero sin él.

—No —respondí. Y agregué algo así como:
—Si los judíos dormían abarrotados en campos de concentración, entonces yo puedo vivir, dormir y comer en su casa.

No solamente por ser judía —en este caso era un matiz—, sino porque celebraba estar donde me encontraba y que Juan haya sido la persona que fue. Dormir en su cama era, para mí, un honor.

Como en las películas, semanas después aparecieron los acreedores que hablaban en inglés ,  y yo  esforzándome para hacerme entender. Aprendí a decir «Juan passed away» Era mucho más corto que decir «No va a poder pagar la deuda de  sus tarjetas de crédito, ni la de luz y mucho menos la del teléfono.»

Invariablemente, la gente se sorprendía:

Really? —y cortaban.

Su amigo tuvo la triste idea de romper las credit cards antes de irse. Me hubiera ingeniado para usarlas.

A mí, que soy una persona vacilante, que nunca me decido sin arduas deliberaciones en un sistema soliloquio, la idea del “Paga Dios” me pareció acertada. No es ni no ética ni antiética, ni ninguna de esas cuestiones filosóficas. Al fin y al cabo, correspondía que Él pague.

Mi sueño fue inmejorable esos días. Su casa terminó siendo la mía durante ese mes. Ahora mismo estoy tomando un café de su taza preferida. Descubrir una vida en los objetos era algo absolutamente novedoso, una mezcla de pudor e inquietud. El placer de abrir un armario y recorrer esa parte de su historia en la que se vestía, yo lo ignoraba.

De su vestimenta solo diré que Juan no era de los que llevan Calvin Klein en el pecho, qué va. Cuando uno retiró la ropa dijo que serviría para el desfile del Orgullo Gay o alguna otra fiesta de disfraces. Todo lo que Juan tenía era caro pero feo. La parte de su historia en la que no se vestía me fue revelada bajo la forma de una múltiple y abultada parafernalia de origen y metasexual. Todo bien regado con fotos hogareñas, y otras no tanto, de él y de otros muchachos. ¡¡Qué cantidad de efectos personales tenía Juan!!

Con los días descubrí desprolijidades. Por ejemplo, era limpio, limpísimo, pero cachivachero y, más que desordenado, caótico —salvo con sus videocassettes, que guardaba en su correspondiente caja.

La cocina… todo un tema: amplia y ecléctica, como el resto de la casa, llena de utensilios que no funcionaban. Siempre algo roto, salido o desgastado. Y mucho, cantidad. Esto último suele ser para algunas personas preferible a la calidad. Ése era el caso de Juan.

Había piezas únicas y muy requeridas, como, por ejemplo, una gorra y arneses SM que un joven bisilábico pasó a recoger previa cita. Fue el primero.

Otro, más pelilargo, me hostigó a telefonazos —todavía funcionaba el teléfono— hasta que coincidimos en una hora y día. Quería las fotos de Juan de los ochentas, de cuando era un sex symbol conocido y popular.

Un tercero, decididamente flower power, me pidió las plantas, y yo se las di, convencida de que hacía un bien al ecosistema.

A la gata hubo que engañarla, haciéndole creer que volvería a la casa luego de un paseo. Sé que se ha hecho de nuevos dueños.

Hablé antes del teléfono. Los de la I.T.T. fueron los menos benevolentes. Casi inmediatamente después de mi llegada lo cortaron. Es cierto que se debía una suma, nadie lo discute, pero eso era América. Y si se demuestra que la parte incriminada tiene la intención de pagar, aunque sea una cuota mínima, no cortan el servicio. Yo estaba dispuesta a hacer un pago simbólico. Pero no, lo cortaron sin previo aviso.

—Bueno —me dije—, comienza el verdadero despojo. Lo anterior había sido pequeñas donaciones a nostálgicos. Y comenzó nomás.

Días más tarde apareció la persona que se dedicó, durante los últimos meses, a limpiar la casa de Juan. Esa mexicana vino con su marido a llevarse todo lo que Juan le había prometido, y que era mucho.

 Luego de  una  difícil negociación logré que no sacara la cama, ni la heladera sino hasta un día antes de irme. Finalmente accedió. Es increíble la fuerza y el coraje que dan esos pimientos en sus comidas. 

Con los amigos más íntimos de Juan tampoco fue fácil. Estaban los que no querían nada. Ni hacerme el favor de llevarse esas cerámicas típicas de Juan. Muchas  Carmen Miranda de vivos colores. Demasiado representativas de Juan y eso los entristecía. 

Luego estaban los que querían cualquier cosa, a todo le encontraban una utilidad y un lugar en su propia casa. Con ellos no me preocupé en ser especialmente simpática. Me molestó que quisieran usufructuar lo que Juan disfrutó.

Juan prometió todo a todo el mundo y no se puede estar bien con Dios con el Diablo, aunque  Juan debe estar en este momento bien con Dios y con el Diablo.

Yo me quedé con una taza de café de fondo negro, con soles amarillos, rectángulos verdes y líneas horizontales coloradas, blancas y naranjas. ¿Existe algo más colorido?

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Liz Spett es argentina, nacida, criada e instalada en Buenos Aires. Pertenece a esa generación de lectores que alguna vez fueron tentados por las letras del abecedario y de ellas las que forman las palabras Woody Allen, Groucho Marx, Grace Paley, Sigmund Freud y Jacques Lacan. Se le preguntará por qué no nombra a autores argentinos. Responderá: para no quedar mal con Fogwill, Guebel, Bizzio o German García. Es psicoanalista, docente universitaria y ha hecho todo tipo de trabajo, menos ventas por mayor en el barrio de Once.


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