El universo en dos gestos

Solamente basta con prestar atención a los dos momentos fundamentales de su expresión para comprender la potencia que engendran. El primero es el de la contención: los labios apretados, como si las palabras estuvieran haciendo fuerza para salir de la boca y ella les impidiera escapar. Es la parte del acto en la que mira para abajo o para el costado, siente temor, culpa o simplemente pone distancia. El rictus es estricto, no deja lugar a dudas. En este segmento, ella encarna la madraza, la quinceañera inocente, la romántica, la señora de barrio con sus valores y deberes. El segundo momento es el del estallido: una risa que explota y atraviesa como un terremoto su rostro de punta a punta. Los ojos se encienden y miran al interlocutor, como si secuestrara con su vista la atención de los demás. De adentro se disipa el temor, la culpa o lo que fuera y sale todo lo otro. Ahora es la loca, la irreverente, la puta, la ofendida, la despechada.

Entre ambos momentos parece no haber nada. Camaleónica, pasa de un estado a otro sin borde, sin grises. Se transforma automáticamente en una o la otra, según la temperatura del aire televisivo. Activa distintos receptores emocionales en su audiencia, que van de la indignación a la risa, pero también incluyen el desprecio, la compasión e incluso la calentura.

Estamos a mediados de los ’90 en la Argentina de Carlos Menem, la del primer mundo. En esa Argentina, Silvia Süller inventará un nuevo sentido en la comunicación pública.

El marco

Los ’90 constituyen una época decididamente anómala en la historia de nuestro país. Por primera vez en mucho tiempo, la fantasía sexual de pertenecer al Primer Mundo se cumple, al menos en lo discursivo, en la mente de la tan indefinible clase media argentina. De repente, las formas de la política se reinventan, y de la confrontación hasta la muerte pasamos a un presidente que construye su capital simbólico desactivando los valores del partido al que pertenece.

Menem va afeitando progresivamente las patillas de caudillo riojano que lo catapultan al poder (revolución productiva mediante) y eligiendo mejores modelos de traje cruzado color beige, enfrascado en una narrativa poco común para nuestro imaginario. Pero como lo que lo convierte en líder es su carácter performativo, el tipo se muestra como golfista medio pelo, basquetbolista de talla baja, futbolista diletante o corredor de autos wannabe, todo sin despeinarse y con una sonrisa. Menem baila con una odalisca famosa en lo de Mirtha Legrand, haciendo honor a sus raíces sirio-libanesas y se convierte al catolicismo, todo en el mismo acto y como si no hubiera contradicción alguna.

Carlos Menem baila con una odalisca en Almorzando con Mirtha Legrand.

Como un artista posmoderno, el presidente del uno a uno deja sin palabras a propios y ajenos, canibaliza las identidades y las recicla en cosas híbridas, en las que caben significantes como peronismo y significados como Neustadt o Grondona. Celebridades lo vanaglorian, lo ven sexy, algunas hasta tienen algún affair con el expatilludo, que no pierde oportunidad para sacarse fotos con cuanto famoso extranjero visita el país.

De fondo, y como un ruido al que esa clase media onanista presta poca atención, los caídos del nuevo modelo económico gritan todo lo que pueden. Algunos rodean geográficamente al poder, como Norma Plá y sus jubilados por los cuatro cincuenta, la carpa blanca docente o los escraches de H.I.J.O.S que reclaman memoria, verdad y justicia. Otros están lejos del termostato nacional, eso que hoy llamamos AMBA: el Perro Santillán en Jujuy, los piqueteros de Plaza Huincul y Cutral Có. Entre todos conforman el coro periférico de una joda que parece joda.

Mientras tanto, el que puede y no está en Disney (literalmente) compra casas con créditos blandos, o si no puede compra licuadoras, teles o planchas a vapor en cómodas cuotas.

Recordemos que habían pasado menos de diez años desde la vuelta de la democracia, tras una década de violencia extrema y de una política sistemática de exterminio por parte del Estado. Ahora, de la noche a la mañana, el líder del partido más popular y presidente de la Nación, el número uno del movimiento más perseguido, torturado y desaparecido de la Dictadura, decide indultar a los perpetradores y fundar una época sin pasado. En este marco, todo lo que conocíamos, todos los supuestos, eso que llamamos marco teórico, se trastoca.

Una tele a la medida de su época

Si todo lo anterior es cierto, si la política ha cambiado en los ’90 y el mundo ya no tiene bloques en guerra por el sentido de la vida, porque ese sentido se ha desvanecido, no parece difícil aceptar que también la televisión vaya a cambiar sus modos de ser.

Durante la década menemista, a partir de la privatización de los canales de televisión, la importación de formatos exitosos de otros países y la necesidad despiadada de generar rating (una palabra inexistente hasta el momento), se lanza para los productores de programas de tele una carrera interminable por el éxito.

Florece la tele por cable pero también la privatización de los canales de aire supone mucha guita, mucha inversión y mucho despliegue técnico y artístico. Así, la televisión deja de ser un aparato que informa, entretiene o muestra el mundo (sus culturas, sus guerras, su arte) para convertirse en un familiar más, uno al que se le presta mucha atención y durante muchas horas. En la intimidad del living, lugar por antonomasia del televisor argentino en el momento (no todos tenían tele en el cuarto, lujo de clases medias acomodadas) se desarrolla su narrativa más potente: el talk show.

Este formato, para nada argentino, encuentra un lugar de privilegio en las tardes. A esa hora, las amas de casa (que todavía las hay como colectivo no organizado) se encuentran como público para ver en tercera persona los dramas de cualquier familia argentina: adolescentes embarazadas o en guerra con sus padres, traiciones amorosas de esposos con amigas de la mujer, “confesiones” de homosexualidad, adicciones, violencias domésticas varias, enfermedades sin cura. Cualquier sufrimiento barrial, hasta entonces íntimo, se convierte en tema de la res publica. El llanto, la desgracia, el infortunio se transforman en contenido, y el contenido en rating, que no es otra cosa que dinero.

Así surgen programas dedicados a tratar estos temas. La pionera del género en Latinoamérica fue Cristina (nombre que se atribuía automáticamente hasta hace unos años no a CFK sino a Cristina Saralegui). Acá tuvimos a nuestra propia Cristina, personificada en Lía Salgado. Pero también periodistas de, digamos, renombre, se inclinaron rápidamente por el formato, redefiniéndolo. El número uno fue Mauro Viale, que llegó a tener un campo de batalla propio, cuando el “caso Coppola” invadió los televisores argentinos.

La tele argentina entra en una fase confesional, en la que la identidad no se preserva como hasta entonces, cuando solamente los programas de chimentos comentaban lo que podían (y con cierto decoro) de las vidas sentimentales de los famosos. Ahora es al revés: los famosos deciden exponer sus vidas privadas, a cambio de segundos de pantalla de aire. Entonces, emisiones televisivas decorosas, para toda la familia, como los almuerzos de la señora Legrand de Tinayre, viran hacia el escándalo y la confrontación. El griterío ya no es un accidente ocasional, algo que sale de la norma, sino que es producido, atizado por los productores y conductores que mezclan personajes explosivos, indecorosos, lúmpenes.

En este caldo de cultivo irrumpe una figura única: Silvia Süller.

Una chica normal, como cualquiera

Silvia del Carmen Süller es la primogénita de una familia de clase media. Al finalizar la primaria le dieron una medalla por asistencia perfecta. Se egresó de un colegio católico y, según ella, al mismo tiempo completó el profesorado de inglés en un instituto privado. Posteriormente, comenzó sus estudios de psicología y trabajó en un banco. Hasta ahí, la vida de una chica lo que se dice normal, en los estándares del manual argentino de ascenso social.

Eduardo Marrazzi entrevista a Silvia Süller, coronada Miss Cinematografía 1978 y luego Reina del Cine Nacional.

Pero Silvia quería otra cosa. Entonces, desde adolescente comenzó a participar de certámenes de modelaje en los que obtuvo resonantes victorias. Entretanto, se casó y divorció en menos de dos años de su primer marido al descubrir, según ella, que era “bisexual, drogadicto y alcohólico”. Luego conoció al padre de su primogénita, Marylin, de quien se separó solo seis meses luego de parir. El hombre nunca volvió a ver a su hija.

Por esas casualidades que abundan en la tele y que alimentan la fantasía popular de ser famoso, Silvia acompañó un día a su pequeño hermano Guido a un casting. Pero la que quedó seleccionada fue ella, para acompañar al reconocido Silvio Soldán en Grandes Valores del Tango, uno de los buques insignia del Canal 9 de Alejandro Romay. Trabajando juntos en el programa, Silvia y Silvio se enamoraron. Estuvieron por casarse, pero por alguna razón eso no sucedió. En 1991 nació Christian, el único hijo que tuvieron juntos. Y un año después, como si el infortunio amoroso la persiguiera, una tarde Soldán le preguntó: “¿Vas a estar esta tarde?”. A la pregunta inocente, Silvia respondió asintiendo también inocentemente. Sin embargo, su marido le dijo que entonces esa misma tarde sus abogados la llamarían para tramitar la separación, porque él no podía convivir con alguien que tuviera un mal vínculo con su madre (doña Tita), y que entre Silvia y su madre, él elegía a la madre. La separación es el detonante, el click en su carrera.

Había cerrado una etapa, la de la chica de barrio de familia trabajadora, estudiante con asistencia sarmientina, rubia con cara de sueca-cantante-de-ABBA inocente y sonrisa enorme, mujer joven de Soldán, madre abnegada, odiada por su suegra-vieja-bruja. Ahora empezaba otra, su periplo fascinante.

Una escena o dos

“Estábamos hablando de los últimos tres años de tu vida y vos decías que habían sido los peores”, dice Susana, mirando a Silvia y buscando confirmación. Es 1995, han pasado efectivamente tres años desde la separación de Soldán. Silvia es ahora una persona rica y famosa.

El living de Susana Giménez es uno de los lugares más preciados para el famoso argentino. En los ’90, la Diva de los Teléfonos, la Raffaella Carrá que supimos conseguir, acapara la atención de todo el país, cuando a la noche sortea sistemáticamente un millón de pesos/ dólares. Como aperitivo, numerosas figuras engalanan su living, que nuevamente se erige como el proscenio del drama familiar.

Vuelvo a la escena en cuestión. Tras el convite de Susana, Silvia actúa su primer número, el del gesto inicial. Dice que ha triunfado en la noche, que conoce todos los boliches, pero que le parece horrible, terrible. Como si hubiera sido forzada a hacer eso para ganarse el pan, Süller pone cara de indignada.

Pero la consternación no dura mucho, porque sabe que el aire es valioso y que en la tele el tiempo es tirano. De adentro, y sin intervalo, como si fueran dos entrevistas o dos universos distintos, dice que las mujeres son todas interesadas, y que ella no sale con nadie si ese alguien no le regala algo: “me encanta pedir regalos y me encanta recibirlos”. Ahí sale de adentro el monstruo con su risa. Silvia se expande, crece como una fiera que despierta del letargo, mientras cuenta lo que quiere que le regalen. “Yo no pierdo el tiempo. El ser humano no tiene precio, pero el tiempo del ser humano sí tiene precio”.

Silvia en el mítico living de Susana Giménez.

Susana se ríe, acompaña como quien mira un animal de circo hacer su gracia. Ambas son rubias (¿quién no lo era en los ’90?) pero las separa un abismo de decoro. Susana todavía no protagonizó su propio escándalo, el del cenicero que la teletransportó a lo mundano, el hecho que por un instante le recordó de dónde venía. Y justo cuando el programa parece derrapar del todo, cuando Silvia parece un escaparate de ofertas sexuales a cambio de dinero o joyas, Susana reencuadra y evita que la señora cambie de canal en su casa, volviendo al amor, a la pregunta por Soldán. Silvia hace el corte justo y transforma sus ojos de fuego en los de una quinceañera enamorada: “no sé, yo estoy ahí, esperando”. Pero no dura mucho, porque Susana quiere saber si a él también le había pedido un regalo. Una vez más, la sonrisa estallada en el rostro de Süller.

Pero hay otra escena, que no tan casualmente se hizo viral en 2022. Nuevamente estamos en 1995, aunque Silvia luce completamente diferente. No tiene el pelo lacio y larguísimo, ni el sombrero o el escote. De moda entiendo poco, pero de comunicación no tanto, y me atrevo a decir que el look en esta escena es el traje desde el que ella puede decir lo que va a decir: pelo corto, poco o nada de maquillaje, un saquito beige. El acto está compuesto por muchas mujeres que rodean a nuestra protagonista y es moderado, desde afuera, por el inefable Samuel “Chiche” Gelblung.

“La mujer ha sido siempre usada y yo me pongo en el papel que estoy diciendo. Usada, maltratada, ultrajada, pisoteada y tirada a la basura como un trapo viejo”, dice Silvia. Un coro de mujeres progresistas, intelectuales, lo que se diría en la época “mujeres que no hacen de mujeres” la critica. La primera, Esther Goris, que reclama agradecimento a los hombres por todo lo que han hecho por las mujeres a lo largo de la Historia. Otra le exige que por qué si se sintió pisoteada se dejó pisotear. “Que te haya pasado a vos no quiere decir que le haya pasado a la mayoría de las mujeres”, acusa una más allá. Silvia alega solamente estar defendiendo a las mujeres. A esas mujeres que ella ve cómo la policía se lleva de boliches de los pelos. “Si se las llevan es porque estaban haciendo algo”, dice otra de entre el coro. La cara de Silvia se desfigura, pero no para invocar la risa que todo lo tapa, sino para redoblar sus esfuerzos.

Un estilo fundacional

Acá me empiezo a pelear con los noventólogos. Claro que Silvia Süller no fue la primera ni la única que habló de su vida privada, ni hizo escándalos para estar en televisión, ni mucho menos la que utilizó el aire como espacio de catarsis (lo pongo en itálica porque uso la versión televisiva que nada guarda en común con el término griego original).

Lo que sucede, o lo que planteo como pequeña hipótesis, es que en general todas hicieron su performance desde el corset, desde el rol que se esperaba de ellas. Silvia trasciende los temas, los atraviesa. Pasa de denunciar a una falsa médica asesina (Mónica Cristina María Rímolo, alias Giselle) al chizito de Jacobo Winograd, del feminismo a los ponchazos al escándalo sexual con todo el plantel profesional de San Lorenzo de Almagro.

Hay una figura parangonable, solo en parte, que es Moria Casán. Quizás la mejor en el rubro, lengua karateca décimo dan, polemista envidiada por el mismísimo Platón. Pero existe una diferencia notoria entre ambas: Moria nunca es víctima, Moria nunca pierde: “todo lo que entra tiene que salir”, o “soy de teflón, todo me resbala” son algunos de sus clásicos latiguillos. Comparada a Moria, Silvia es una Juana de Arco à la Maria Falconetti: sufre su destino y vive su pasión con una intensidad desgarradora. El llanto de Silvia, el de la Silvia que pierde, no es mentiroso ni impostado, y en esa verdad íntima está su credibilidad. Silvia se parte en dos cada vez que llora, se desploma y se muestra herida, humana, mujer. Moria es un tótem (sin tabú), “el Obelisco con tetas”, como se autodefinió alguna vez: ni se quiebra ni se dobla.

En Silvia habrá también un estilo, y me atrevo a decir es más que eso. Silvia Süller será la fundadora de un género televisivo, aquel que le da su entidad narrativa a los años ’90: el reality fiction. Este término no fue acuñado por ella: tal como pasa muchas veces con los pioneros, Silvia no tuvo tiempo de teorizar. Quien le puso la cereza a la torta fue Guido, su hermano menor, que tuvo la lucidez intelectual y la claridad de los mejores e interpretó su rol con la convicción de saber que lo que hacía ya tenía una forma canónica establecida. “Una mezcla entre la realidad y la ficción. Todo lo que digo es cierto, pero lo exagero y lo actúo para que sea más interesante”, dijo Guido alguna vez. Es decir: los hechos sucedieron, pero no así. Es verdad aumentada para el espectáculo. Guido lo explica en múltiples notas como si se tratara de un modo de narrarse a uno mismo que no necesita coherencia: necesita rating, atención, sentido dramático.

Durante sus años de gracia, Silvia Süller construyó un estilo comunicacional que, vuelvo a esbozar una teoría (y esta vez es más en serio), sería la semilla fundacional de los modos que imperan en la comunicación política contemporánea. Lo que en aquel momento era excentricidad, escándalo o morbo, lo que entonces constituía el fuera de esquema o el desborde, hoy es la norma de lo común. Intentaré argumentar un poco.

La performatividad autoparódica podría ser el primer rasgo. Silvia exagera su imagen, juega consigo misma y se expone caricaturesca. Algo del género teatral del grotesco emana de su cuerpo operado: las tetas enormes, el pelo rubio platinado lacio super lacio o lleno de rulos, la ropa corta, estridente. Pero lo grotesco también es el exceso (y a esta altura debería ser obvio aclararlo) emocional: la contención y el estallido, la sobreexposición de sus sentimientos, la sexualidad como un arma amenazante, la certeza de tener razón (la idea de “tenerla clara”) y luego la derrota inevitable, envuelta en un llanto desgarrador. Silvia es el grotesco y el grotesco es Silvia.

El segundo elemento podría ser el escándalo como estrategia discursiva. Süller logró transformar el ataque y la victimización en capital simbólico: pasa del personaje acorralado en un rincón a la caza furtiva. El rol lo define la situación particular, pero también la temperatura del aire televisivo. Silvia puede ser todo según el momento, comprime y descomprime la tensión adoptando distintas posiciones corporales, usando distintos tonos, llorando o riendo estridentemente.

Unido al punto anterior, podríamos pensar una tercera característica de su estilo que es la ruptura con el decoro tradicional. Se burla de la solemnidad, tensiona las normas del discurso público e incluye en su repertorio toda una serie de palabras que no se deben decir. Amplía el marco de lo posible a machetazos, ofende y abre puertas, todo al mismo tiempo.

Otra de las características (y en esto hay un rasgo profundamente fiel a su época) es que lo que prima en su discurso no es lo verdadero sino lo verosímil. Y dentro de este, lo que destaca es cómo ese hecho hace sentir a la audiencia. Para usar dos ejemplos fundantes en el mito de su hermano Guido, recurro a dos escenas: la del brindis del día en que él se recibiera de arquitecto (“cuando levantaron la copa brindaron por mi hermano Marcelo que había hecho un gol, no por mí”) y la más conocida aún escena del pollo con papas de su madre. Ese brindis y ese pollo no importa si son reales, importa lo que transmiten, lo que significan como símbolos.

Para lograr el verosímil, Silvia (y toda la troupe de personajes que la secundaron) recurrió al hiperpersonalismo. Los conflictos son encarnados por el personaje que se muestra como el centro de un universo radiante y explosivo. El reflejo de ese egocentrismo es la cámara, presencia muy clara en el drama sulleriano, para nada eludida o disimulada. Silvia habla a cámara y traspasa la pantalla, porque eso es lo que busca con sus ojos hirientes y su risa espasmódica.

Las fronteras corridas

No es muy complejo trazar un paralelo entre las formas comunicacionales de Silvia Süller en los ’90 y el presente de la comunicación política. Podemos llegar incluso a parangonar el modo Süller a la comunicación institucional (de gobierno) contemporánea, pensando que ese tipo de comunicación sea, entre todos, quizás la última frontera del decoro, de la mesura y del cuidado del lenguaje. La pregunta que articula esta genealogía es simple: ¿qué pasa cuando las formas de Silvia Süller dejan de ser excepción y se vuelven regla? ¿Qué sucede cuando el reality fiction deja el horario vespertino y se instala en cadena nacional?

La respuesta puede tener un nombre: Javier Milei.

El actual presidente de la Nación es, en muchos sentidos, una criatura gestada en la matriz comunicacional de los ’90. En parte por su estética de freak ilustrado. Esto de ilustrado es obviamente falso, pero convengamos que eso es lo que le vendió a la mayoría que lo votó: el tipo les hizo creer que es un genio loco, una rara avis que desde afuera la vio clarísima. También por su necesidad constante de escandalizar, base de sustentación de su rápida invasión en los hogares argentinos, primero como panelista gritón y luego como presidenciable.

Pero lo más interesante es acaso su decisión radical de narrarse como personaje antes que como funcionario. Milei es Presidente de la Nación y aún hoy habla como outsider, como un invasor secreto que desde adentro destruye una máquina perversa, de la que sin embargo se sirve para existir (¿qué sería de él si el estado efectivamente desapareciera?).

Silvia y sus tuits contra Javier Milei.

Como Silvia, Milei es simultáneamente víctima y victimario, mártir y ofensor, divo y perseguido. Como ella, se regodea en la hipérbole, grita, acusa, se contradice y vuelve a escena como si nada. No hay tiempo para evaluar las situaciones en forma aislada. Los discursos se superponen, los vomita. Los tiempos del análisis, de la reflexión, de la respuesta posible se desintegran, porque la verborragia del Jefe de Estado no da tiempo a nada.

Su relato no busca la verdad, sino la verosimilitud emocional. No importa si Conan habla o no habla, si es un perro vivo o muerto, clonado o un símbolo místico: lo importante es que transmite algo (un amor incondicional a alguna forma de ser vivo). Milei inventa perros, reuniones secretas con Trump, fantasea pactos y conspiraciones, todo en el mismo tono. Y ahí la verdad ya no es tan importante, por lo menos no lo es para su todavía fiel electorado. Lo que importa es que es creíble. Como el pollo con papas de la mamá de Guido. Como el chizito de Jacobo. Como las historias de brujería y pactos con el demonio de la madre de Soldán.

Milei, como Süller, entiende que lo íntimo se vuelve político cuando se narra con dramatismo. Que la exposición es poder. Que el escándalo marca agenda. Que la lógica del talk show puede usarse también en la gestión del Estado, porque las barreras de cristal que parecía haber, ese más allá indecible, en verdad no existen, como no existen el lenguaje inclusivo ni el respeto a las minorías.

En la actualidad, la rueda de prensa ha sido reemplazada por una escena prefabricada. A decir verdad, en eso Menem fue pionero cuando armó, adrede, aquella puesta teatral de las naves espaciales que iban a salir de la atmósfera, remontarse a la estratósfera y de ahí ir a Japón en una hora. Lo que suma Milei es el componente de enfrentamiento constante, sostenido. Pero no hay política, porque no hay discusión posible con un terraplanista o un conspiranoico. El diálogo (más bien el desacuerdo, diría Rancière) queda obturado, puesto que solo de un lado se producen gritos, al estilo de “no oigo nada, soy de palo, tengo orejas de pescado”. En definitiva, lo único que es hay es rating (hoy quizás lo llamaríamos interacciones en redes).

La marioneta en Neura.

No es que la política se haya vuelto espectáculo, porque eso también lo había inventado Menem. El giro contemporáneo es haber vuelto política al espectáculo, haber reventado todas las reglas de lo indecible y exponer sus restos mortales sobre la mesa pública. Milei apela a todas las fronteras del progresismo y las atraviesa, ojos enfurecidos mediante, con una ametralladora de insultos.

Entonces, haciendo una retrospectiva, o hablando con el diario del lunes, podemos pensar a Silvia Süller no solo como un fenómeno mediático, sino como una advertencia. Lo que resta es aprender a desmontar el fenómeno para ver cómo responder.

Una tarde, en Colegiales

Son las cinco de la tarde del 12 de octubre de 2022. Camino con mi hijo de casi seis años por la cuadra de nuestra casa. A lo lejos, cerca de la esquina, la veo. Sabía que podía pasar: suelo cruzarme a su hija Marylin, vecina del barrio, a la que miro con una cara que intenta decirle que sé quién es pero no voy a revelarlo jamás, porque entiendo que prefiere ser desconocida.

Es indudablemente Silvia: el pelo platinado, lentes de sol enormes en dos tonos, que combinan con un saco del mismo verde que una parte del marco. Debajo del saco, una remera negra con lentejuelas. El pantalón y los zapatos no los recuerdo. Sí recuerdo una sensación, como de ver un dragón encogido, tímido. Mientras tanto, mi hijo me habla de algo y me mira, pero yo no puedo dejar de observarla a ella. Está sola, parece esperar un taxi. Mira para abajo, como si tuviera vergüenza, como si no quisiera ser reconocida.

Me pregunto muchas veces si acercarme o no, si romper el pacto que le permite visitar a su familia, abrazar a su hija y jugar con sus nietos, hacer la vida normal con la que tantas veces ansió o dijo ansiar. También me cuestiono, de modo egoísta, si volveré a tener una chance. Enrevesado, quedo a medio camino entre el halago sincero, que incluiría una oferta de reportaje (“pero a la Silvia de verdad, no al personaje”) y el saludo ordinario de cualquier fan, el que pide selfie (en los ’90 habría sido un autógrafo). No hago ninguna de las dos, me taro, la miro parado. Ella se da vuelta, me mira de pasada. Mi hijo no entiende nada y desde abajo va y viene con la cabeza, debe pensar que nos conocemos.

“Silvia, ¿cómo estás? ¿Te puedo pedir una foto?”. Me mira con ahínco, sigue brillando el fuego en sus ojos. Me pongo muy nervioso. Para la foto, hago una cara de pelotudo de la que me voy a arrepentir toda la vida. En su gesto, una sonrisa mucho más tímida, menos desbocada, como si hubiera encontrado con los años un triste término medio. Saco la foto y nos vamos.

A la media cuadra, mi hijo no se contiene y me pregunta quién era esa señora. “Alguien a quien quiero mucho”, le respondo. Él también sonríe, ahora, como ella, y levanta los hombros. Entiende que no debe preguntar mucho más. Que con eso basta.

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Tomás Dotta es gestor cultural, programador y guionista. Es Mag. en Políticas Públicas (Universidad Austral), Lic. en Artes (UBA) y egresado de la carrera de Realización de Cine y TV en el CIC. Fue Director de Programación de Kino Palais entre 2011 y 2018. Trabajó en BAFICI y en el Festival de Mar del Plata y fue invitado como programador o jurado en festivales como Âge d’Or (Bélgica), Cero Latitud (Ecuador), Nordic Youth Film Festival (Noruega). Coescribió Vendrán lluvias suaves (Iván Fund, 2018) y Ensayo de despedida (Macarena Albalustri, 2016). Actualmente se desempeña como Coordinador General del Museo Nacional de Arte Oriental y como Productor General del Festival Internacional de Cine de Entre Ríos (FICER).


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