A modo de introducción, resulta pertinente establecer una base conceptual que permita delimitar los ejes temáticos y las problemáticas centrales que se tocarán a continuación. Una de las nociones fundamentales a abordar es la de violencia de género, la cual ha sido definida por la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como Convención de Belém do Pará, establece en su Artículo 1: “Debe entenderse por violencia contra la mujer cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico,sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado.”

Tras la primera convocatoria de “Ni Una Menos” en junio del 2015, Argentina atravesó un cambio coyuntural en el debate público sobre el rol de la mujer en la sociedad. Este acontecimiento significó una transformación sustantiva en la visibilidad de las denuncias por violencia de género, que comenzaron a emerger con mayor fuerza, y consolidó al movimiento feminista como un actor político de creciente influencia en la agenda pública.

Sin embargo, aún quedan deudas por saldar que dejan por fuera un universo de derechos que, mientras tanto, son injusticias. En ese marco, la figura jurídica de la legítima defensa puede operar en perjuicio de las mujeres víctimas de violencia de género, criminalizando el derecho a defenderse de un femicidio.

La legítima defensa se encuentra regulada en el Art. 34 del Código Penal de la siguiente manera: “ARTÍCULO 34.- No son punibles: […] 6º. El que obrare en defensa propia o de sus derechos, siempre que concurrieren las siguientes circunstancias: a) Agresión ilegítima; b) Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla; c) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende. Se entenderá que concurren estas circunstancias respecto de aquel que durante la noche rechazare el escalamiento o fractura de los cercados, paredes o entradas de su casa, o departamento habitado o de sus dependencias, cualquiera que sea el daño ocasionado al agresor. 

La violencia de género representa una de las formas más graves de vulneración de los derechos humanos, especialmente cuando se ejerce en el ámbito doméstico. Diversos estudios indican que el 97% de las mujeres víctimas lo son en el marco de relaciones convivenciales con sus agresores (1). Esta proximidad cotidiana no solo refuerza el control físico y psicológico ejercido por el perpetrador, sino que limita progresivamente las posibilidades de la víctima de romper con el ciclo de violencia.

La convivencia forzada con el agresor genera un aislamiento social profundo. Las mujeres ven restringidas sus redes de apoyo fuera del hogar, lo que impide la construcción de vínculos alternativos que podrían ofrecer contención, acompañamiento o vías de escape. Este confinamiento, tanto simbólico como material, obstaculiza la autonomía y refuerza la dependencia emocional y económica.

De acuerdo con datos recientes, el 44,5% de las mujeres que padecen violencia de género también experimentan restricciones económicas impuestas por el agresor (2). Esto incluye la imposibilidad de acceder libremente a recursos financieros, la prohibición de trabajar o estudiar, el control sobre sus ingresos y el despojo de bienes materiales. Como consecuencia, se enfrentan a una doble exclusión: la imposibilidad de generar independencia económica y la pérdida de oportunidades para salir del círculo de violencia.

En este contexto, se alzan paredes de cristal: límites invisibles pero impenetrables que aíslan progresivamente a las mujeres del entorno social y dificultan toda posibilidad de intervención externa. Estas barreras transparentes, difíciles de percibir desde el exterior, condenan a muchas mujeres a soportar la violencia sistemática de sus agresores, con quienes continúan conviviendo en condiciones de absoluta vulnerabilidad.

Este entramado estructural deja a la vista que la violencia de género no solo es un problema individual, sino un fenómeno profundamente arraigado en desigualdades sistémicas que perpetúan la subordinación de las mujeres. Abordar esta problemática requiere, por tanto, políticas públicas integrales que no solo atiendan la emergencia, sino que fortalezcan la autonomía real de las víctimas.

La exigencia de la inminencia como condición para configurar la legítima defensa plantea serias limitaciones cuando se aplica estrictamente a situaciones de violencia de género. Circunscribir dicha figura a un peligro concreto e inmediato implica, en muchos casos, dejar en estado de desprotección a mujeres que enfrentan agresiones sistemáticas en el ámbito doméstico. La pregunta es inevitable: ¿qué derechos quedan cuando la inminencia se renueva a diario?

La criminalización de mujeres que se defienden de agresiones en contextos de violencia de género constituye una forma de revictimización institucional que perpetúa la desigualdad estructural. En muchos casos, estas mujeres enfrentan procesos penales por haber actuado en defensa propia ante situaciones extremas, incluso cuando dichas acciones se produjeron en un marco de violencia prolongada, sistemática y con riesgo cierto para su vida. El caso de María de los Ángeles Lescano ejemplifica las consecuencias de la criminalización. Lescano fue condenada tras haber asesinado a su expareja, quien ejerció abusos reiterados contra ella, hechos que fueron denunciados previamente por la víctima pero ignorados por las autoridades estatales. La justicia la condenó a trece años de prisión por el delito de homicidio, sentencia que luego fue apelada y lograron su absolución, pero mientras tanto, pasó tres años en prisión alejada de sus hijos y familia.

Esta respuesta punitiva del sistema judicial desconoce las particularidades de la violencia de género, donde el peligro no se manifiesta siempre de forma súbita o explícita, sino que se construye en una dinámica de control, sometimiento y agresión sostenida en el tiempo. Por tanto, resulta urgente revisar los criterios normativos y jurisprudenciales aplicados en estos casos, incorporando una perspectiva de género que permita interpretar adecuadamente la legítima defensa en contextos de violencia estructural. Solo así será posible garantizar que las víctimas no sean nuevamente sometidas a una forma de violencia institucional que les niegue el derecho a la defensa y a la justicia.

La actual configuración de la legítima defensa en el Código Penal argentino plantea serias limitaciones cuando se analiza desde una perspectiva de género. La norma exige, entre otros requisitos, que la agresión sea actual o inminente, lo cual resulta problemático en contextos de violencia de género caracterizados por la reiteración, la asimetría de poder y el riesgo permanente de femicidio.

(1)Total de registros SICVG, según modalidad de violencia registrada en casos de violencia por motivos de género. Años 2013-2023. En porcentaje.(2)Total de registros SICVG, Los “tipos de violencia por motivos de género” corresponden a variables de selección múltiple. Porcentajes calculados sobre el total de respuestas válidas.

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Morena González Valenti tiene  23 años. Es estudiante de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. 


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