Hace un par de semanas me crucé en X con un clip de una entrevista a una mujer que hablaba críticamente del fenómeno tradwife, esa estetización del trabajo doméstico que proliferó en Estados Unidos —y acá debatimos prolija y cipayamente, olvidando la ponderación que acá le dimos desde el Estado a las amas de casa— como contracara del mandato feminista liberal que invita a romper techos de cristal en los ámbitos institucionales y corporativos. No guardé el fragmento para verlo más tarde, ni tampoco presté atención a cómo se llamaba el programa en cuestión como para citarlo en este artículo, pero lo que señalaba la entrevistada me pareció medular. Decía que, mientras las tradwives influencers exhortan a sus seguidoras a no procurarse una fuente de ingresos propia, a permanecer al margen del mercado laboral y quedarse en casa haciendo queso untable y mermelada, ellas generan ingresos por miles de dólares mediante visualizaciones y alianzas con marcas de electrodomésticos y alimenticias. Muchas de ellas, franquician sus nombres para comercializar productos propios de harinas, fermentos, libros de recetas o espátulas de goma. 

Las tradwives venden domesticidad. No solo venden lo que es gratis sino que transforman en aspiracional un rol que nunca generó ingresos —y sobre el que se garantiza ni más ni menos que el funcionamiento del capitalismo, como argumentó Selma James. No hay que ser muy vivo para advertir el vínculo perverso entre el estilo de vida que se trafica a través de Instagram y la vida que las seguidoras tienen o pueden llegar a tener. Mientras la primera se hace rica preparando recetas sobre mesadas de mármoles y cocinas carísimas, la segunda (si es buena alumna) no podría costear ni siquiera los ingredientes para hacer un budín: la distancia entre influencer e influenciada es abismal. 

Pensé en este clip, sobre este debate de nicho que parece pertenecer a otro siglo, luego del hallazgo de los cuerpos de Morena, Brenda y Lara en Florencio Varela, cuando la búsqueda de culpables llegó a apuntar los cañones a La Joaqui. Por sus letras, su sexualización, su malanteo, su ámbito turro, su “romantización de la pobreza”. Pero también —y antes que nada— por mina. Se la culpó de manera absurda por haber llenado la cabeza de malas ideas a una generación de chicas inocentes, de haberlas convencido de que vivir como en cualquiera de sus videos es lo mejor que les puede pasar. La contracara de esta acusación fue la exoneración de plano en nombre de aquel facto que asevera que el arte es pura sublimación. Como si el mercado no existiera.

Una y otra posición evitan adrede su convergencia: lo que muestra una ídola adolescente puede ser producto de la sublimación de su pasado, sí, pero también ubicar la aspiración en lugares peligrosos. Como lo dijeron Leyla Bechara y Victoria Sosa Corrales en este mismo dossier: no se puede escindir el plano simbólico del material. Si los discursos de homofóbicos habilitan cagar a trompadas a un homosexual, si los cantitos antisemitas son el paso previo a humillar a un judío en su espacio escolar, si la política de Estado se nutre de la humillación de jubilados para que Marcos Galperín duerma mejor en Uruguay, ¿por qué deberíamos esperar efectos distintos de, por ejemplo, las popstars que añoran ser y consumen las jovencitas? ¿Por qué nos sorprendemos si nenas de 4 años ya saben perrear hasta abajo, si sus propios padres las graban con el celular para pegar un viral? Claro que las cosas no son tan lineales, nada tiene una sola causa; pero tampoco olvidemos que Argentina es el país de Cris Morena, Cielo Latini y los TCA

Por supuesto que no estoy culpando a La Joaqui por ninguna muerte; al contrario, si algo hizo es motivar a miles y miles que tal vez no encuentran razones en sus realidades y ponerlas a bailar. Sin embargo, me parece necesario pensar en qué tipo de representaciones tenemos al alcance de la mano las mujeres, las chicas jóvenes, y sobre todo las adolescentes, las púberes, las niñas. Pero más importante es pensar a qué distancia están las representaciones de aquello que representan y de aquellos a quienes representan

En esa distancia entre ficción y realidad es donde muchas veces se cuece la violencia, una violencia capaz de saltar la valla discursiva y pasar para el lado bruto de la acción. Una quinceañera de una villa en La Matanza no experimenta lo mismo que una quinceañera que se educa en el Colegio Lincoln de Belgrano cuando ve un video de La Joaqui, cuando canturrea sus letras. Las dos podrán lookearse como su ídola, imitar sus peinados y sus gestos, hacer sus challenges en TikTok, pero mientras para una el peligro es algo concreto, diario y material, para la otra es un viaje a alguna galaxia desconocida. ¿A cuántas manzanas de la tuya vive el transa? ¿Tiene número tu casa? ¿Es calle o es pasillo? ¿Cuántos pañales pudiste comprar con lo que hiciste en Only Fans? ¿Te alcanzó para las uñas, las pestañas? ¿Sabés cuánto cobra el turro para ir de taxi boy a un derpa en Recoleta? ¿A cuántos grados de separación estás de un sicario? ¿Y del comisario? ¿A qué le tenés miedo vos?

Lo que para algunos es un videoclip para otros es el trote de todos los días, la realidad que aprieta y ahorca en los bordes de la sociedad donde nadie mira. Porque son pocos los que están dispuestos a mirar a los ojos aquello que no entienden. 

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El primer artículo que escribí para Vayaina Mag se tituló “Notas sobre el progresismo” e intentó capitular algunas reflexiones cuando la victoria electoral de La Libertad Avanza todavía nos tenía boleados y el partido de Javier Milei prometía quedarse en el poder por mucho tiempo. La nota fue publicada entre otro puñado para inaugurar la revista, en agosto de 2024, y dejaba en caracteres una serie de preguntas a las que vuelvo hoy: “¿Quién es esa primera persona del plural que aparece [en nuestras enunciaciones] un poco por afinidad y otro poco por economía narrativa? ¿Existe ese nosotros? ¿De qué y quiénes está compuesto?” 

El triple crimen de Morena, Brenda y Lara, el hallazgo de sus cuerpos mutilados vueltos mercadería, sumado a las reacciones inmediatas del movimiento de mujeres, me empujan a generizar esas mismas preguntas y sintetizarlas en una sola: ¿Existe un nosotras? El interrogante por este gran sujeto femenino, por ese mujeres, esconde demasiadas aristas como para seguir ignorándolas, una forma acaso inocentona de hacerle el juego a la ilusión liberal de la igualdad de mercado. Pero vuelvo. ¿Existe un nosotras? No me interesa la respuesta obvia —sí, existe un nosotras— sino la otra, la que puede llevarnos a lugares más ambiguos, más opacos, allá donde la diferencia pueda ser tenida en cuenta, desplegada, y no aniquilada a fuerza de golpes, silenciamientos o cancelaciones entre mujeres. Un excelente punto de partida es desafiar el argot progresista y permitirse desconfiar de ese nosotras mujeres. Somos todas tan distintas que resulta engañoso dejarse llevar por las cuestiones de la biología —que recusamos con fervor— incluso si es por una cuestión de economía enunciativa. 

Autorizarnos a decir que no todas las vidas valen lo mismo es un acto de honestidad frente a la hipocresía intrínseca del discurso de las buenas intenciones. A la luz de los hechos acontecidos en Florencio Varela —un distrito en la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires que muchas de nosotras nunca pisaron— omitir las diferencias me parece una inmoralidad. Las elites, las privilegiadas, las caras visibles, las dueñas de los cupos y las vocerías le deben la disección de ese todo indisoluble a las que sí les arrebatan la vida cuando apenas la comenzaron. Es un simplismo (paralizante y de clase media) repetir que todas, por igual, podemos terminar descuartizadas dentro de una bolsa de residuos. Insisto: la discusión está en la distancia a la que cada una de nosotras se encuentra de la posibilidad efectiva, está en los grados de separación entre el terror a algo y el horror mismo, está en el margen de libertad que tenemos a la hora de hacer elecciones. En Argentina, en la de hoy, en la de varios años para atrás, decir que no es un lujo de clase.

¿Por qué no podemos pronunciar, como plantea Florencia Lucione, que no todas somos iguales? ¿Qué tara, qué miedo, qué pudor lo impide? ¿Qué fantasma asedia? ¿Qué libros leímos o dejamos de leer? ¿Por qué insistimos con una igualdad que cada día está más y más lejos? ¿A quién queremos convencer con ese igualismo de mazapán que nada tiene que ver con la redistribución de la riqueza? O peor, ¿quién nos convenció de semejante canallada? Hay algo muy varonil en no admitir los privilegios; intuyo que, por su salud mental, el feminismo debería dejar de naturalizar, por conveniente distracción, semejante fechoría en sus filas. 

Vale la polisemia: hay vidas que no cuentan sino que son contadas. Los argumentos irrefutables de las pobres, las marginales, las villeras, las turras, las putas, las travas son glosados, pasados por la lavadora, teñidos de rosa por el mercado para la pancarta efectista. Es la clase, estúpida. Siempre lo fue. Es una práctica habitual que quienes tengan algo para decir sean silenciadas o tengan que pasar el semáforo antes de señalar algo que tenga que ver con la vida material en los márgenes cada vez más anchos de la sociedad. Es muy común que tengan que bancarse trolleo en las redes, no solo de los tipos sino de otras mujeres o soportar el escarnio de “feministas mejores”, más abocadas a la pelea por la representatividad, el comunicado o la guitita del USAID. Es cosa de todos los días expulsar a compañeras de grupos de pertenencia por los motivos más superfluos, solo para que se organicen por otro lado y se animen a plantear lo que antes no se les permitió decir. 

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Por último, ¡qué estupidez lo de “pasarse tres pueblos”! No solo como acusación sino también como victimismo irónico. Ojalá las mujeres nos hubiéramos pasado tres pueblos. Ojalá hubiéramos sido capaces de advertir que necesitamos un movimiento feminista que se rija por las virtudes y los conflictos nacionales, que comprenda las reglas básicas de la Argentina y América Latina, que se deje de joder con las polémicas de la radio y el streaming y pueda empezar a hablar de guita, de empleo, de acceso al crédito, de mejorar la vida material a las mujeres que, por cierto, viven —¿vivimos?— cada vez peor. Ojalá hubiéramos visto hace 15 años que la infiltración del women’s lib en nuestro país iba a venir a suplir discursivamente lo que el Estado ya había agotado en lo económico: inclusión. Ojalá nos hubiéramos pasado tres pueblos, ¡ojalá! Ya tendríamos nuestros propios programas de política y economía en horarios centrales, ya no iríamos a panelear a los programas de andropáusicos menos formados que una, corriendo como cuponeras de Sofovich en tacos de acrílico imposibles, para solucionar el problema que les plantea la política de cupos. Ojalá no nos hubiésemos replegado en diciembre de 2020 con la aprobación de la IVE, ojalá hubiésemos hecho política redistributiva desde el Ministerio de Mujeres. Ojalá hubiésemos podido mantener más a raya la tentación punitivista, esa que avivó la brasa del escrache y el comportamiento de patota que eyectó a muchas personas valiosas. Ojalá hubiésemos escuchado más, juzgado menos. Ojalá nos hubiésemos tomado más en serio las causas serias y más para la chacota la pavada que dice una influencer extraviada o un tipo decadente. Ojalá las madres feministas del siglo XXI hubiesen dejado de criar varoncitos inútiles, machistas, crypto boludos. Ojalá los padres progres no hubiesen renunciado al ejercicio noble e imperioso de la autoridad. Ojalá no nos hubiésemos dejado arrasar por las leyes violentas del consumo y el faroleo, de ser alguien solo si mostrás, bling bling, de ser alguien solo si tenés seguidores, fav rt. Ojalá hubiésemos sido más inteligentes, menos obtusas, menos conservadoras. Ojalá hubiésemos discutido en transformar lo que la derecha vino a romper. Ojalá nos hubiéramos pasado tres pueblos. En ese caso, tal vez Morena, Lara y Brenda todavía estarían acá, entonces sí, entre nosotras.

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Paula Puebla es autora de Una vida en presenteMaldita tu eres y coautora, junto a Julia Kornberg, de Diario de un tiempo mesiánico (17 grises). También escribió El cuerpo es quien recuerda (Tusquets). Da clases de escritura en NN, hace clínica de obra y colabora en medios. En compañía de Victoria Sosa Corrales, es CEO de Vayaina Mag.


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