«Saliendo del baño», de Joaquín Sorolla.

Águeda

Un día, hace no mucho, Cata me preguntó cómo podía llamarme. Hace diez años que nos conocemos, cinco que vivimos la mitad de su tiempo juntas. “La novia de papá” le parecía largo, y no habla estrictamente de nuestro vínculo. “Madrastra” es un significante que aprendió a usar de manera irónica cuando cuando estoy de malas. Esa resonancia negativa hace que para ella “madrastra” tampoco sea adecuado para representarme (por suerte). “Si a mamá le digo ‘má’ o ‘mami’, ¿cómo te puedo decir a vos?”, insistía.

Nunca encontramos esa palabra. Fue un poco angustiante no tener respuesta a esa pregunta, admitir que ese lugar no tiene un nombre, que no existe un término que pueda decir bien sobre ese vínculo, pero ¿acaso hay algún significante que termine de decir acerca de aquello que pretende nombrar? En cualquier caso, creo que esa falta de denominación también es un poco lo que me alivia, lo que me da aire, lo que me obliga a inventar (lo que nos obliga a inventar), cada vez, un modo de habitar la relación. 

Sam

Me puse de novia con mi vecino, padre de dos pequeños. Yo no quería complicaciones pero se dio así. Me acuerdo que un día me lo crucé por la escalera de la mano con su hija y delante de ella fingimos seguir siendo solo vecinos. Fue un hola, ¿todo bien? y seguir como si nada. Cuando entré en mi departamento, me largué a llorar. Creo que en ese momento entendí y acepté que me había enamorado de un hombre que era padre y esa relación iba a ser muy distinta a las anteriores. 

Pasaron 7 años de esa situación. Me casé con ese padre y vivo con dos adolescentes, porque mi marido tiene el 100% de la tenencia. Nos queremos, nos aceptamos y nos respetamos. No es fácil y hay muchos momentos en los que me encuentro desbordada porque, en cuanto a responsabilidad, hago (me atrevo a decir) todo lo que hace una madre —o casi— pero no me siento con la autoridad de decirles a los chicos todo lo que quisiera porque, simplemente, no lo soy. 

Vicky

A mis 36 años, Fran, con 6, me inició en el mundo de las madrastras. Antes de él, me había vinculado con hombres con hijos, pero sin que la relación prosperara al punto de conocerles y forjar una relación con ellos. 

Cuando llegó el momento de conocer a mi hijastro, todo se dio con mucha naturalidad. Yo me sentía más que preparada. Hoy pienso que me hubiese gustado conocerlo antes, para disfrutarlo más chiquito y hacer la simulación full experience de maternidad. Porque no seré — ni pretendo ser—  la madre, pero maternar, materno. Salgo corriendo a conseguir una regla que tiene que llevar a la escuela al día siguiente, le armo la vianda, le cuento cuentos antes de dormir, lo reto y siento una culpa atroz. A él algunas veces se le escapa un “ma” y me mata de ternura. Le pasa cuando está muy embalado con algo, de puro impulso. En general, no lo corrijo porque él sabe y yo sé. Ser madrastra es un como si.

Fran tiene una discapacidad y a veces el desafío de comunicarme con él es el doble o el triple que con cualquier otro chico. Me puedo desanimar, pero nunca me rindo, nunca dejo de creer en él, en su amorosidad, y en su potencial. En todo lo que puede ser y hacer. Pienso que quiero que sea feliz. 

En mi caso, ser madrastra es inventarme un lugar y lo lindo de inventar es que puedo hacerlo a mi gusto y piacere, improvisando, con creatividad (fundamental), y marcando mis propios límites (necesario). Es como un patchwork. Fran también inventa, por ejemplo, palabras y expresiones. Con su papá adoptamos ese lenguaje incluso cuando nos quedamos solos. Es nuestro código y nos reímos. 

Ser madrastra me fortaleció. Me hizo menos pendeja. Me puso a dialogar con miedos e inseguridades. Y me enfrentó con mi propio deseo, que nunca está resuelto ni cerrado, más bien, se va tramitando y acomodando. Me gusta la vida que nos inventamos. Ojalá sigamos sumando muchos retazos más.

«Niños en el mar», de Joaquín Sorolla.

Sole

Soy madrastra desde hace 15 años. Cuando conocí a mi hijastra, yo tenía 23 y ella 8. Venía de tener “una mala madrastra”, lo que hizo que todo sea más fácil. 

La verdad es que nunca me costó. Siempre entendí que mi rol, mi vínculo, era de acompañante periférica. Si bien no soy la madre, estoy muy cerca de serlo: compartimos vacaciones, fiestas, actos, etc. NUNCA ocupé el lugar de la madre, porque no lo soy y no quiero ser la enemiga de nadie. Su mamá además, siempre fue muy buena conmigo, tanto es así que fuimos vecinas (vecinas vecinas) por 3 años.

Actualmente mi hijastra tiene 24 años y se recibió de médica. Yo le hice toda la comida para su recibida como si fuese mi hija. Yo le digo “hijastra”, un poco en broma y un poco en serio, porque no soy solo “la novia de papá”: compartimos la vida y sus hermanos son mis hijos. Cuando la llamo “hijastra” la gente mira raro, pero para mí no hay otra forma de decirle. Soy su “casi madre” y creo que siempre seremos familia. Ah, ¡y también nos pasamos ropa!

Carla

Para mí, formar parte de esta iniciativa tiene el sentido de ir descubriendo de qué se trata ser madrastra, incluso mientras escribo sobre ello. A pesar de que hace poco tiempo formo parte del rubro, es la segunda vez que estoy en pareja con un padre. 

Puedo decir que hay dos indicadores —que no tienen que ver específicamente con la relación con el hijastre— que pude pensar a partir de ser madrastra en la primera ocasión. Una es la atención que el padre le dedica al hijx y otra, a quién queda ese niñx a cuidado los días que le corresponden la tenencia a él. Dedicar poca atención a la hija y encajársela a su madre —la abuela de la niña— todos los fines de semana, era afín con cómo concebía al otro (fundamentalmente femenino) la persona con la que estaba en pareja. Eso fue coherente con los motivos de la ruptura.

En las antípodas, mi experiencia reciente tiene otro color. Los padres de mi hijastro actual son muy progresistas ambos, abonados a la idea de no poner límites. Cuando mi novio lo hacía, era con mucha culpa, por lo que perdía rigor o se terminaba peleando con la ex, quien le pedía que no rete al niño sino que sugería “abrázalo y le pregúntale qué le pasa” —textual— a un niño de 4 años. No sé qué piensan ustedes, pero no me parece respetuoso con las infancias exigirle a un niño explicaciones sobre su conducta, algo que obviamente no tiene (ni los adultos, en su mayoría, sabemos por qué hacemos lo que hacemos). Entre las cosas ilimitadas, la atención era una de ellas. Cuando estaban juntos, el padre casi no hacía otra cosa que estar pendiente del niño, lo que inevitablemente mutó cuando llegué yo a la vida de ambos. Al principio me gané la bronca de mi hijastro. Me pegaba y decía que me quería “tirar a la basura”. 

Con el tiempo, luego de conversar mucho con mi pareja, él trabajando sus dificultades en análisis y habiendo cambiado al niño de psicóloga por sugerencia mía (soy psico), todo mejoró sustancialmente. Mi novio está menos angustiado, su hijo se lleva mejor con los compañeros del jardín, yo no me siento incómoda cuando estamos los tres juntos. El pequeño y yo nos llevamos muchísimo mejor y hasta la madre entendió que era necesario decir que no

A pesar de que en las versiones literarias más populares la madrasta suele ser tiránica o malvada, el impacto en la vida del niñe puede ser muy positivo, si el padre sabe hacer lugar.

Agus

“Agus es mi madrastra, pero no la de los cuentos, es mi segunda mamá, mi mamá del corazón”. Así eligieron, con el paso del tiempo, mencionarme mis hijos del corazón. Hace diez años que me encuentro construyendo el vínculo desde el respeto, con ternura, escucha, comprensión.

Este rol de maternar es, sin dudas, una forma de amor sin títulos: el de acompañar sin imponer, el de la presencia que sostiene. A veces la vida te lleva a lugares impensados y justamente ahí es donde aprendí no sólo de amor sino también sobre mí misma. Existe una libertad de todos para elegirnos a cada paso y seguir día a día. Ser parte del crecimiento de los hijos de mi pareja me hizo ver que las familias se arman de muchas maneras y que el cariño que se elige también deja raíces.

«Figura en blanco», de Joaquín Sorolla.

Vero

Hace casi 10 años llegué a una ciudad en la que no tenía ninguna relación. A 400 kilómetros de mi ciudad, familia y amistades, empecé a salir con un chico sabiendo que tenía hijos. Hacía unos 9 meses yo estaba separada, luego de una relación muy larga, y al principio mi idea era no tener nada muy serio. Pero terminamos construyendo algo parecido a una familia. Con esos dos chicos de dos madres diferentes.

Amoldar nuestro noviazgo a esa situación siempre supuso que ellas estuvieran de acuerdo. De golpe, mi vida estaba un poco “organizada” por dos mujeres con las cuales no tenía ninguna relación y no conocía. Mis vacaciones, mis fiestas, hasta el festejo de mi cumpleaños eran cuando ellas querían. En esas oportunidades,  entendí el papel que nos hacen jugar a las novias de los hombres con hijos de otras relaciones, también llamadas “madrastras”.

Recuerdo que una vez, luego de un día de playa lluvioso, llegamos a la casa que habíamos alquilado. Osé decirle al hijo menor de mi novio que, antes de subirse al sillón, blanco inmaculado, por favor se enjuagara la arena. Esa simple oración hizo no solamente que el niño no me “obedeciera” sino que mi pareja me ordenara que a su hijo no le dijera nada. Aquella fue la excusa perfecta para no compartir nada con mi familia —mis hermanos, mis sobrinos— con los que habíamos hecho ese viaje a la costa.

Renata

En la familia nunca hubo lugar para una madrastra. Digo “una”, en genérico, porque, después de mucho tiempo, después de mucha terapia y muchas conversaciones difíciles con mi pareja, descubrí que la mala relación que mi hijastro tiene conmigo es muy similar a la que tuvo con una novia anterior. A casi 10 años de conocerlo, el diagnóstico no me resulta un consuelo porque la dificultad en el vínculo se hace cada vez mayor. Aquel nene celoso que conocí, llena de nervios y buena voluntad en la mesa de un bodegón, aquel hijo único con el que compartí tantas vacaciones, fiebres y navidades, hoy es un joven distante, ajeno, evasivo. Desconoce mi afecto, mis intentos y ademanes de tratarlo como “un adulto”, mis palabras; como si apenas pudiera soportar que sigo, firme, a pesar de todo, al lado de su papá. A mí me queda cada vez más claro que es muy difícil querer a alguien que no te quiere querer. Porque no sabe cómo, porque no se siente autorizado, porque es el emisario de cuentas pendientes entre su mamá y su papá, no sé. En cualquier caso, me genera mucha pena.

El lado luminoso de ser madrastra me acercó a otras mujeres en mi situación, “compañeras de lucha”, como me gusta llamarlas. A través de audios de Whatsapp interminables a horas ridículas, de cafés apurados en el medio de la semana, siempre supieron decir las palabras justas para hacerme sentir menos sola, para mostrarme que, aun en sus vínculos sanos, los desafíos no se terminan. Ellas están ahí para mis desahogos, yo estoy acá para ellas. Y una última cosa: ser madrastra me ayudó a cerrar una puerta que, para mí, nunca estuvo demasiado abierta. La de la maternidad.

Vilma

Cuando conocí a Ana y Mariel, dos piojos divinos, muy chiquitas ambas, me enamoré al instante. Desde ese momento, nació un vínculo nuevo para mí y para ellas, que arrancó con sonrisas y naturalidad. Siempre recordamos que, ese primer día, una de ellas me dijo: “Quiero que un día vengas a tomar la leche así conocés a mi mamá”. Así comenzó esta historia. Los tres adultos involucrados seguimos los pasos amorosos que ellas nos marcaban. El camino a recorrer fue una construcción de amor pero que también tuvo dificultades e incertidumbres. Me cuestionaba,  en muchas ocasiones, de qué se trataba este lugar en sus vidas y en la mía. Hasta dónde involucrarme, qué opinar de algunas cosas que traían como inquietud, si debía o no corregirlas en algo. 

Hoy, después de 24 años de portar este título de madrastra, que a veces usamos las tres a carcajadas, lo hemos construido y le fuimos dando el sentido entre las tres. Creo que lo hicimos bastante bien. Esta madrastra y sus hijastras sabemos que nos tenemos y nos tendremos siempre.

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