
“Un torso y una cadera: tal vez esa sea la mejor metáfora de una madre presente, un cuerpo que se rompe para transformarse en el refugio incondicional de otro. No tiene cabeza porque no necesita pensar si desea estar ahí o ser eso. No tiene pies porque no va a ir a ningún lado. Tener hijos es romperse por amor, para siempre”.
El año en que debí morir, Natalia Moret
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El teléfono suena. La voz del otro lado titubea y pregunta con timidez. Tiembla. Detrás de la confusión se esconde la vergüenza. La vergüenza propia de quien sospecha que aquello que va a exponer tiene algún componente ilícito.
El relato comienza con una pregunta vinculada a un contrato. Uno tácito, el único de los contratos que no había sido firmado. Para el resto de los procedimientos, la voluntad de María quedó expresada con su firma ológrafa. Prestó conformidad para someterse a diversos tratamientos y, sobre todo, suscribió a la confidencialidad. El secreto. No entiende exactamente qué es lo que tiene que ocultar, pero en su voz se capta la suciedad, la presencia de algo embarrado y turbio. Sin embargo, afirma: “Todo se hizo en un lugar legal”. María agrega que la clínica de fertilización es prestigiosa y que una top model nacional acaba de hacer un tratamiento de fertilización asistida en esa institución.
Es el año 2022 y, en Argentina, no se escucha hablar de esta práctica más allá de algunos casos de figuras mediáticas que eligieron tener un bebé por vientre subrogado en algún territorio del hemisferio norte. Estados en los que es legal que una mujer ponga su cuerpo a disposición del deseo de otras personas a fin de gestar un bebé que, en un confuso y complejo episodio, deja de ser hijo de esa mujer que lo llevó en su vientre para convertirse en el heredero de aquellos que pagaron por el servicio de traerlo al mundo. Se trata de transacción y de contrato, de intercambio de prestaciones; en resumen, se trata de un negocio.
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Te pago y vos creás vida para mí a costas de la ruptura forzosa de un vínculo filiatorio. Una laguna identitaria que queda rezagada en pos de ponderar el deseo, cuya potencia es tan arrasadora como para maquillar de buenas intenciones todo aquello que subyace en las raíces, en la complejidad de los lazos. Las formas que puede tomar ese deseo quizás estén más a la vanguardia de lo que nuestra cultura puede tolerar. O no. ¿Quién sabe?
Por más que el discurso cultural de los últimos años haya importado conceptos liberales de otras latitudes, por más que se pretenda erradicar el conflicto y los lugares de contradicción a través de eufemismos del lenguaje, por más que se inventen vaguedades jurídicas allí donde las normas crean certezas, lo cierto es que nadie quiere meterse de lleno en este lodo.
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Hace una década, María trabajó con la familia que ahora la contactó para ofrecerle alquilar su vientre. Se trata de un matrimonio que tiene cuatro hijos, vive en un barrio privado de la zona norte de la provincia de Buenos Aires y necesita o desea o pretende tener un bebé.
María vive en Paraguay, está casada y es mamá de un niño de dos años. Ella y su marido trabajan para sus patrones en su país y, a duras penas, logran sostener a la familia. Sus condiciones de vida son precarias y, hasta el día que María fue contactada, creían que solo un golpe de suerte podría alejarlos de la delicada situación económica en la que permanecen desde hace varios años. En ese contexto, María recibe el llamado de sus antiguos patrones. La propuesta inicia con un número: el del monto de la contraprestación. Diez mil dólares, además de cubrir los gastos de traslado y estadía en Argentina, tanto para ella como para su hijo de 2 años y, por supuesto, los costos del tratamiento, del parto y del posterior retorno de María a su país.
Golpe de suerte.
María decidió aceptar los términos del negocio. Juntó sus cosas, las de su niño y emprendió el viaje hacia Argentina expectante frente a la posibilidad de dar un salto que mejore su calidad de vida. Sabía que tendría que enfrentarse a un proceso previo, a una serie de estudios que sucederían a repetición, a una dieta específica, y a distintos pasos que deberían ser cumplimentados de forma estricta para que, por fin, el embrión se implante de manera favorable en las profundidades de su cuerpo.
La pareja comitente llevó a su ex empleada doméstica a un departamento del que marido y mujer eran propietarios, ubicado en el sur de la ciudad de Buenos Aires. María tenía un presupuesto semanal para cubrir sus necesidades y las de su hijo. Ni una cosa más ni una cosa menos.
Cuando llegó el día de la primera entrevista que se llevó a cabo en la clínica del barrio Recoleta, María se llevó una sorpresa: allí no solo estaban los médicos ginecólogos y obstetras, sino que también había otros profesionales. Una psicóloga y una abogada. Esta última le explicaría los términos del acuerdo y las implicancias que conlleva prestar conformidad, entre ellas, la cláusula que garantiza la imposibilidad de arrepentimiento.
Las emociones están vedadas, no hay lugar para la duda y, si eso sucediera, los términos del contrato aclaran que la gestante no puede reclamar ese hijo para sí. Su único rol es llevar adelante un embarazo y parir. Según la letra del acuerdo, no hay vínculo filial entre el bebé y María. Y, aunque esto es absolutamente contrario a lo que la ley manda, la clínica pone a sus letrados a trabajar para torcer la norma a su gusto y piacere con el fin último de que no pueda ejercer ningún reclamo posterior la mujer quien gestó. En definitiva, María podrá tener la sensación que tenga, pero lo único que nunca podrá es reclamar el producto de la transacción para sí.
Antes de finalizar la entrevista, el matrimonio abonó a la institución cuatro mil dólares como parte de pago por el tratamiento. Luego, María recibió indicaciones para la aplicación de inyecciones, además de las fechas y horarios de las extracciones de sangre. Así, con el correr de los días, María fue cumpliendo todos y cada uno de los pasos señalados para poder embarazarse en el tiempo en que desearan los señores.
Cuando la ginecóloga determinó que era el momento, se comunicó con la mamá del bebé que iba a venir al mundo para informarle el día y horario en que se realizaría la implantación. “Entonces la Señora me llamó y me dijo: preparate porque el martes es nuestro primer intento”, dice María.

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En un principio, la Señora —así se refiere María a la mujer que se convertiría en mamá del bebé que llevaría en su vientre— iba al departamento para saber cómo estaba. Se ocupaba de custodiar que, tanto a Maria como a su hijo, no les faltara nada. Primero, se aseguraba de que estuvieran en la vivienda. Luego, consultaba si les faltaba algo, si la comida era suficiente, o si el niño contaba con el abrigo necesario. Que nadie se enferme, que nada se superponga a la llegada del hijo soñado.
María no puede distinguir cuándo fue que ocurrió pero las visitas asistenciales se intensificaron al punto de cruzar los límites de la intimidad. De un momento a otro, los gestos de respeto y los consensos básicos se diluyeron en el aire espeso que rodea la intrusión. A cualquier hora y sin previo aviso, la Señora irrumpía en la vivienda haciendo uso de su juego de llaves. Si aquella era su propiedad, nadie podría impedirlo. Mientras duró la estadía de su empleada en ese lugar, se apersonó a diario para controlar que María haya aplicado las inyecciones, haya consumido los alimentos indicados, y que no se haya automedicado: ciertas drogas son incompatibles con el tratamiento. Lo primero que hacía, una vez dentro de la casa, era revolver el baño. Se había obsesionado con los portacosméticos en los que María guardaba sus maquillajes. Buscaba sin saber bien qué. Un indicador. Una prueba del engaño.
De golpe, la Señora era un agente del sistema penitenciario y María, el sujeto al que habían privado de su libertad, un objeto del tráfico humano.
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El día de la implantación del embrión, la pareja buscó a María en su camioneta y llegaron a la clínica promediando el día. Ella esperó sola en una sala durante un rato largo. Luego la hicieron pasar a una oficina en donde la aguardaban, otra vez, la psicóloga y la abogada que —tal como dice María— son las chicas que puso la clínica para que la acompañen en el proceso.
La práctica se realizó de forma rápida y, a pesar de que todo se daba en un supuesto marco de solidaridad entre María y la familia, en el ínterin entre que llegó a la clínica y volvió al departamento, los responsables del procedimiento procuraron que la mujer no se cruzara con los padres comitentes, con quienes había compartido la intimidad de un viaje minutos atrás. La empatía o el altruismo pueden ser solapados por la confusión.
El temor existe. Por más que nos hagamos los desentendidos, por más que tomemos la colectora para no decir lo que se calla.
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Luego del procedimiento, María volvió al lugar donde se alojaba junto a su pequeño hijo. El reposo, las comidas, la espera. Los días pasaban y María se debatía entre el deseo irrefrenable por terminar con el trato y la necesidad de que ese embrión se alojara en su útero.
Diez mil dólares. Una oportunidad. Un hijo y otro por venir.
Después de un tiempo llegaron las noticias y no fueron buenas: el embrión no prendió. María, frustrada por los resultados, esperaba que alguien se comunique con ella para explicarle cuáles eran los pasos a seguir.
Otro intento, ya se lo habían adelantado.
El matrimonio no demoró en dirigirse al departamento donde María atravesaba todo este proceso. La Señora llegó a fuerza de portazos y gritos acusatorios. Sin más preámbulos, se paró frente a María y le propinó algunos cachetazos. Si no iba a poder tener otro bebé, esa mujer era la responsable. Si no iba a poder tener otro bebé, era por las falencias de comportamiento de quien debía garantizar la llegada de ese hijo. No hubo nadie que pudiera frenar los embates de la furia. No hubo firma de contrato ni ruegos de solidaridad que se interpusieran frente a la ira.
María quedó tendida en la cama.
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Al día siguiente, se comunicaron desde la clínica para informar a María que el procedimiento se había terminado y que tenía que acercarse a la institución para repasar (una vez más) cuáles eran las cláusulas contractuales que no podía incumplir. Conservar la confidencialidad del proceso además de contar con el apoyo psicológico para resolver “de la forma más sensata posible” las consecuencias del fracaso. María cortó la llamada entendiendo que la información era errónea. ¿Por qué no la llamó la Señora? ¿Con quién iba a arreglar ahora las condiciones de pago?

Un rato después de recibir la noticia que tanto la confundió, volvió a sonar el teléfono. Esta vez, la voz del otro lado era desconocida. La persona que hablaba se presentó como abogada de la familia pero su voz sonaba igual a la mujer que estaba en esa primera reunión. No hizo ningún tipo de referencia al procedimiento de gestación y solo le advirtió sobre la posibilidad de iniciar un juicio de desalojo por usurpación si no abandonaba de inmediato el departamento.
María ató cabos y concluyó que el llamado anterior no era un error. Cuando quiso comunicarse con la Señora, no tuvo éxito. Insistió con el teléfono desde el que había recibido la llamada de la abogada. Casi como por obra de un milagro, la mujer atendió y respondió a la primera inquietud de María: no iba a existir ningún pago, no iba a percibir ni un solo dólar.
La recomendación de la profesional fue que no insistiera, que no tenía sentido porque en ningún lado se había registrado esa transacción dineraria que ahora, los señores, desconocían. Fue entonces cuando María le pidió a un vecino que le consiguiera el contacto de un abogado.
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Cuando me explicó la situación, María estaba invadida por la bronca. Se culpaba por no haber insistido en firmar un pagaré y por haber puesto su cuerpo al servicio de la fabricación del deseo de otras personas. Después de dos horas de comunicación telefónica, quedó en volver a contactarse. Debía hablar con su esposo quien, al otro lado de la frontera, creía que María ya cursaba su embarazo.
No volví a saber de ella hasta que logré dar con su vecino. “Hizo las valijas, consiguió que le dieran el dinero para comprar los pasajes en micro y se volvió a Paraguay”. Luis también cuenta que escuchó a los matones que ya habían aparecido en otras ocasiones para asustarla. Se lamentó de que no le hubieran dado tiempo para despedirse de su hijito, con quien solía jugar en el pasillo del edificio.
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Florencia Lucione es abogada en ejercicio y se especializa en casos de subrogación de vientres. Colabora con columnas sobre actualidad en distintos medios de comunicación. Escribe para saber qué piensa sobre las cosas que no entiende.






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