Circulo y me desplazo como una correcta pieza de servicio. ¿Quién soy?, me pregunto de manera necia. Y me respondo: “una correcta y necesaria pieza de servicio”

—Diamela Etlit (Mano de obra, 2002)

i.

El término neoliberalismo es impreciso, aún cuando pretende ser omnicomprensivo. No obstante, a veces se nos impone, nos resulta inevitable. 

En La razón neoliberal, Verónica Gago señala que la innovación radical del neoliberalismo implica, siguiendo a Foucault, “una forma de gobernar por medio del impulso a las libertades”. Se trata de un modo de enhebrar, “de manera a la vez íntima e institucional, una serie de tecnologías, procedimientos y afectos que impulsan la iniciativa libre, la autoempresarialidad, la autogestión y, también, la responsabilidad sobre sí”. 

Gago plantea una topología primera: desde arriba, el neoliberalismo implica una modificación del régimen de acumulación global que introduce mutaciones en las instituciones estatal-nacionales. En este punto, el neoliberalismo es una fase del capitalismo. Y desde abajo,el neoliberalismo es la proliferación de modos de vida que reorganizan las nociones de libertad, cálculo y obediencia, proyectando una nueva racionalidad y afectividad colectiva”. El neoliberalismo es una racionalidad no puramente abstracta ni macropolítica, es una red de sutilezas en la que estamos activamente implicados. 

La posibilidad de identificar esta implicación (la nuestra) complejiza (por suerte) esas lecturas un poco estériles que nos sitúan como víctimas pasivas de un orden que nos es impuesto por otros. En palabras de Mark Fisher, hay que poder reconocer nuestra inserción en el nivel del deseo “en la picadora de carne del capitalismo”, nuestra participación en las “redes planetarias de la opresión”. 

¿Neoliberales? Todos.

ii-

En Maleducados, Renata Salecl aborda los efectos de haber adoptado el neoliberalismo como forma de vida, como economía libidinal, como tecnología del yo. El pliegue más atrayente de este libro, creo yo, es el modo en que presta especial atención a las profundas transformaciones que sufrió el mundo del trabajo. A saber: por un lado, la organización obrera y la lucha por los derechos de los trabajadores en decadencia; por otro, el influjo de los mandatos de felicidad, éxito y placer colándose en ámbitos laborales cada vez más precarizados. Hay, dice, una suerte de empuje por mostrarnos exitosos, rendidores, ambiciosos, excepcionales. Pero Salecl arriesga que este empuje no responde tanto a un narcisismo exaltado del individuo, sino más bien a una especie de “presión por mostrarnos narcisistas”, por autodiseñarnos una imagen atractiva, por vendernos. Presión que anida en una advertencia que nos llega de todas partes: puede ocurrir que fracasemos, que nos quedemos sin laburo, que nos reemplace alguien mejor, que no estemos a la altura. Para evitarlo, por supuesto, debemos esforzarnos más, trabajar mucho, mejor, sobrepasar al resto, ponernos a prueba. 

Quizás sean esos imperativos los que nos incitan a mostrarnos realizados con trabajos cada vez más flexibilizados y agobiantes. Quizás es esa presión la que subyace a las declaraciones de ese trabajador informal que considera que debería haber menos feriados (es decir, menos tiempo de descanso), de ese repartidor de Rappi que celebra su libertad, o de esa piba que vende contenido erótico en Only Fans que se jacta de su autonomía.

Como si hubiéramos adoptado el there is no alternative que sentenció Thatcher, frente a la falta de imaginación política que signa la ausencia de una respuesta a la crisis de empleo que nos viene golpeando fuerte hace décadas. La romantización de la informalidad habla mucho de esa impotencia.  

iii-

Pero volvamos al narcisismo. El psicoanálisis nos advierte que el ser hablante siempre está dividido, fragmentado y tironeado por distintas instancias, y que el narcisismo es esa construcción que viene a rescatarnos un poco del extravío. Narcisistas somos todos, sí: es una especie de mal necesario. Pero el “yo soy”, esa imagen amable que el narcisismo habilita, es eso: una construcción inestable e ilusoria. En cierto sentido, también podemos afirmar que todos somos un poco impostores.

A esta idea quería llegar. Porque el libro de Salecl me hizo pensar en esa especie de autodiagnóstico que abunda en los consultorios psi: el síndrome del impostor. 

Nos enteramos que este “síndrome” tiene su historia, que hace unas décadas atrás afectaba principalmente a mujeres que, recién arribadas a espacios tradicionalmente ocupados por hombres, temían no dar la talla, ser descubiertas en su verdadera incompetencia. También parece haber afectado a los primeros estudiantes no blancos que lograron ingresar a la universidad, y que rápidamente sintieron cómo la brecha económica y cultural los hacía sentir poco calificados, extranjeros en un lugar que no les correspondía. Que este fenómeno haya irrumpido en los ámbitos laborales y académicos, signados por la competencia feroz y los imperativos de rendimiento no es casual. Tampoco es casual que este diagnóstico se haya generalizado y no discrimine género, raza o clase. 

Temer ser un poco un fraude, un poco falso. Que los otros se den cuenta de nuestra impostura.

iv-

Los sujetos acuden a sus espacios terapéuticos buscando soluciones rápidas, demandando herramientas para superar ese síntoma y retornar a un estado de confianza, autosuficiencia y autenticidad. Desde la psicología positiva parece haber un esfuerzo por mitigar o eliminar toda manifestación de este supuesto síndrome a partir del refuerzo del yo y la psicoeducación; discursos ligados a la autoayuda, que exaltan el amor propio y la autosuperación, nos dicen que debemos extirpar todo pensamiento negativo que afecte nuestra productividad. Suprimir el síntoma, esa estrategia tan amigable con la racionalidad neoliberal.

Pero Salecl tiene una lectura alternativa bastante seductora. De algún modo sugiere que el llamado síndrome del impostor sería una especie de piedra en el zapato del individuo neoliberal. Algo que viene a poner en cuestión ese discurso que nos exige ser siempre nuestra mejor versión, que nos reclama exitosos y productivos, competidores seguros en una carrera incesante y cruel.

Lacan decía que “si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey”. Salecl dice que aquellos que no parecen sufrir del síndrome de impostura son muchas veces los verdaderos impostores. Alexandra Kohan escribe “Creerse ser -no algo en particular, sino “ser”- resulta, quizás, una inflación extrema del narcisismo, de la imagen ideal. A la precariedad, a la fragilidad y la inestabilidad del cuerpo, de la existencia y del ser, algunos responden de manera mucho más defensiva: creyéndose algo, creyéndose ser algo, alguien, desconociendo la alteridad que nos constituye”. 

Quizás el síndrome del impostor no sea una patología individual, sino un síntoma de la peste neoliberal. Quizás, entonces, sea necesario alojar al síntoma como una resistencia política a un sistema que no anda del todo bien.

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Águeda Pereyra es psicoanalista y autora de Putas. Erotismo y mercado (Síncopa 2022), coautora de Todo Diego es político (Síncopa, 2020). Colabora en Polvo, #lacanemancipa y otros medios.


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Una respuesta a “¿Impostores? Todos”

  1. Muy lúcido el análisis. Muchas gracias!!

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