“Todo lo que callamos nos explotó en la cara”
Paula Puebla en conversación con Pedro Yagüe para Panamá Revista, 2024

  1. A modo de introducción

Una escritura es producto de su tiempo y cada tiempo tiene un fin, eso es lo que tendemos a llamar era. Sin embargo, ¿qué entendemos por historia? O, para ir más a fondo, ¿quién pone fin a la historia? ¿Cuál es esta historia del fin? Estas son algunas de las preguntas por las que encaro un proyecto, una idea y, como en este caso, una historización. Me parece, y a modo tentativo, que la gran pregunta que recorre este ensayo es la siguiente: ¿qué hace que un acontecimiento se transforme en historia? Una respuesta mínima, fragmentaria y escueta: sólo puedo dar sentido a estas preguntas si empiezo a preguntar por el fin de esta historización. Poner fin a una era es, en lo fundamental, ponerle fin a un tiempo.

Pero la era no es a lo que apunto en este texto, es la época; época no es tiempo, época no es era, época no es temporalidad; lo epocal es, como señala Florencia Angilletta en Zona de promesas (Capital Intelectual, 2021), el estado actual de la imaginación pública. No intento ni quiero desligarme de la época en la que escribo. No obstante, elegí tres escritores (dos hombres y una mujer) por la reactividad qué suscitan. Desde Fogwill con su militancia contra el aborto como Puebla con su recorrido en torno a la maternidad subrogada y Asís con su mal gusto a la hora de escribir réquiems. De todas formas, son escritores con un grado cero en común: no tanto por lo ideológico (menemismo, conservadurismo reaccionario, peronismo) sino por la zona geográfica en la que y sobre la que transitaron (Avellaneda, Quilmes-Bernal y Berazategui). 

Otro intento, el mismo: mi pretensión es ejercer una crítica y, en particular, una crítica literaria; una crítica literaria que no escamotea sus valores, que tiene un orden de valores y no es objetiva. Emitir juicios, valorar textos —unos más que otros— y que no todo sea lo mismo; eso es situarse en contra del subjetivismo. En el pasado, se definió a la revista Contorno como los “anti-antiperonistas” frente a su posición de “contrera” —como se decía uno de los hermanos Viñas para diferenciarse del antiperonismo tan difundido en cierta clase media. León Rozitchner, el filósofo argentino formado en Francia, subrayaba el lema de su tiempo: que ellos no eran “ni peronistas, ni antiperonistas”; los anti-antiperonistas recorrían y eran recorridos bajo el concepto de generación: un tiempo ante el cual tomaban una posición política frente a la Revolución Libertadora. Pero, en este caso, no se trata de articular una generación —un mismo tiempo— con un concepto sino de poder visualizar un cambio de época, un fin de la misma, en torno a lo que se produce en tres novelas diferentes en tiempos de crisis: Asís en los 80, Fogwill en 90 y Puebla con un impass entre los 2000 hasta la actualidad.

Entonces una operación es lo que sostengo: una operación crítica para leer a los críticos del progresismo, para leer a la “izquierda” liberal —que se encuentra plagada de escritores de derecha y burgueses asustados. Estos críticos, estos ideólogos también, de la época pueden subrayar rasgos, actitudes, voluntades en común. Pero son precursores en su forma: Asís con encontrar lugares comunes del escritor no tan consagrado, pero que sobrevive con el periodismo; Fogwill con su cínica crítica al liberalismo y su encuentro con las causas del “bien”; Puebla con cuánto puede un cuerpo dentro del mundo liberalizado en un sistema hiper-capitalista. En cualquier caso, hay una obturación que se abre en la década del ‘80 y se rastrea a través de los libros elegidos: el neoliberalismo; el neoliberalismo no es un proceso que terminó entre los finales de los ‘90 y principios de los 2000, por el contrario, es un sistema que sigue operativo frente a experiencias como las de las nuevas derecha y el anarcocapitalismo.

2. Un estado de cuestión de cosas, una época

“Lo que sé es que encuentro esta época detestable y la detesto. No la juzgo: la detesto”
Natalia Ginzburg, Vida imaginaria (1974)

Si bien ya traté a la época con superficialidad, me gustaría profundizar un poco. Porque somos producto de la época, la época somos nosotros; la época no es un período histórico, no es un tiempo o una temporalidad, es lo que el tiempo hizo de nosotros. Por eso ese señalamiento del estado de cosas de la imaginación pública. Alexandra Kohan, en su newsletter Atención flotante, señala que “y es que uno de los signos de esta época, o al menos lo que se hace ver constantemente, es la dificultad de perder algo, de perderse de algo, de perderse del mundo un rato”. Como si no pudiéramos perder algo, como si no pudiéramos ser parte de ese algo y registrarlo todo. Una pregunta por la época es una pregunta también por el pasado. ¿Antes no podíamos perdernos de algo? ¿Ocurría algo que si no concurríamos a cierta actividad? Ahí está la época, ahí la época habla: la época nos habla.

El escándalo del ex-presidente Alberto Fernández es de nuestra época. Porque no sólo ocurrió un hecho por el cual fue denunciado como es la violencia de género, sino que también hubo una filtración de un video. Y eso es también lo que nos habla: que un mandatario, como podría ser cualquier ciudadano de nuestra sociedad, filme y se filme en un momento de intimidad, dice más de la época que compartimos que de su poder. Claro, no es casual el cambio de época. Y también, por qué no, el cambio de subjetividad. Antes cargábamos con un teléfono para llamar o recibir llamadas, ahora tendemos a pedir permiso: “¿te puedo llamar?” o “¿estás ocupado?”. ¿Y si estoy ocupado? ¿Y si no me podés llamar? Vas a llamar y, como mucho, no te respondo. Insistís. Son marcas de la época. En este texto, en este ensayo, intento leer esos silencios, esas cosas que han cambiado en la actualidad pero en otra clave; en clave de emancipación negativa o emancipación pesimista a lo Adorno. ¿Qué ocurre cuando la libertad se postula a sí misma en nombre de otros y ejerce una opresión? ¿Qué ocurre cuando la libertad se dice liberal y hace lo contrario? ¿Qué ocurre cuando la libertad no hace más que explotar un cuerpo? Esa es la pregunta, esa es la verdad.

Así como Walter Benjamin pensó en la crisis, mas no su fin, del concepto de experiencia, me interesa pensar la crisis de la imaginación pública: lo que circula por las esferas públicas, privadas y su entre, internet y las redes sociales —el amplificador de los grandes medios masivos de comunicación. ¿Y si lo que creíamos como privado, lo que pasaba por lo público y el entre de ellos cambió? ¿Si las redes sociales, en esta nueva etapa, nos obligan a cambiar nuestras ideas acerca del progresismo? Un cambio del progresismo sería también un cambio del antiprogresismo. Quizás en ese lugar, un lugar creado a fuerzas de desatino y esfuerzo de mala gana, emerge el anti-antiprogresismo. Porque no se postula como un espacio contra las conquistas del progresismo, de las emancipaciones colectivas, sino del revisionismo de ciertas libertades presupuestas como liberales y que son libertades de mercado: libertades para el mercado.

3. Asís y el resabio de la boca

“Si yo cultivo mi resentimiento, si es lo mejor que tengo. Sobre todo que en mi reacción contra todas las cosas que aborrezco”
David Viñas, Los dueños de la tierra (1958)

La escritura de Jorge Asís es prominente y marcada, se puede leer de corrido sin demasiadas dificultades. Hay un cierto dejo de oralidad en su escritura que, de por sí, no está mal. Pero hay un libro en particular que marca algunos de sus rasgos más atenuantes. Me refiero a Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980). Primero, un libro publicado en plena dictadura militar. Segundo, la dedicatoria a Haroldi Conti; dedicatoria formulada como interrogación: “¿in memoriam?” por la propia condición de la época que habita: la dictadura militar y la desaparición en manos de los militares. Tercero, un epígrafe más que llamativo: un epígrafe de Sémed Ibn el Barud. ¿Un delatarse de los orígenes de Asís? Es una pregunta sostenida en el tiempo.

Algo que apunta el crítico literario británico Terry Eagleton y el intelectual crítico David Viñas lo recoge para su libro Literatura argentina y realidad política (1964), una lectura política empieza por leer el interior de los textos. Antes de ingresar al texto en sí, a la novela del “Turco”, es indispensable situarse en los elementos paratextuales como dedicatorias y epígrafes.

En primer lugar, la enunciación de Asís recorre un lugar cómodo para nosotros, los lectores y escritores: un trabajador de prensa, un periodista, un escritor. ¿Esta sería entonces la emergencia de la literatura del yo en los años ‘80? Seamos claros, el problema no es con el yo; el problema es con la literatura: su forma, su contenido, su estilo. Un trabajador vuelve a su casa cansado, sus hijos duermen, él llega tarde, su pareja le deja la comida hecha y se sirve un buen vino. Y si todo está bien en la vida, se empieza a hacer preguntas. Ese yo queda agujereado y las preguntas existenciales emergen. El tiempo libre, o ya tiempo muerto luego de una jornada extenuante, suscita ruidos en la conciencia. De hecho, el narrador señala: “La literatura soy yo, son estas vacilaciones, este montón de intenciones, esta sed”. El personaje de Asís parece señalar, en esos años 80, lo que se va a performar como literatura del yo: no importa tanto la literatura, sino el yo. No importa lo que determina el contenido, importa lo que es uno; lo que uno hace con la literatura y no lo que la literatura hace con uno. Un anti-antiprogresista sería Asís, más allá de su carrera política como embajador y personalidad de la cultura menemista, porque se ubica no a favor del progresismo ni al contrario sino como crítica al progresismo pero sin caer en los lugares comunes de la moral burguesa.

Sin embargo, el principio de la novela termina con otra frase un tanto aniquiladora: “Oigo el ladrido de un perro vecino, bebo, esta noche me respeto, estoy de acuerdo con la vida”. Si antes el protagonista se planteaba dudas a sí mismo, ahora está de acuerdo con su vida; las dudas se esfumaron. Pero lo intacto y, de nuevo lo quiero señalar, no es la literatura o las decisiones acerca de su vida: es el yo. El protagonista habla la lengua de una época: el yo. Yo “soy la literatura, yo “me respeto”, yo “estoy de acuerdo con mi vida”. Lo fuerte, en esta novela, no es la literatura ni el estilo, es el yo. Carece de recursos literarios, es una novela intrascendente con buenas imágenes, no tiene un contenido ni una gran forma de la que pueda hablar. Pero sí rescato algo y es lo que Asís pone en manifiesto: la centralidad del yo de sus personajes, esa sería la crítica que formula.

Si bien la lectura de este material de Asís contiene una fragilidad, la fragilidad de que todo se desmorone, también hay imágenes del ideario del escritor burgués de la transición de una ciudad a la urbe: “Váyanse todos, y déjenme solo en esta ciudad, haciendo una memoria vana, contando historias que apenas me interesarán a mí, y cuestionarán un par de tipos, desde afuera; o algún sobreviviente desde adentro”. Si Asís escribe sobre la soledad de la ciudad proyectada a la urbe, no es algo casual porque compone un itinerario del conurbano. Por más que viva hace mucho tiempo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es la fantasía de quedarse solo con el mundo, abandonado por sus afectos y, por sobre todas las cosas, estar con sus dolores; proyección neurótica del “Turco”, aunque para nada dispar. La crítica al progresismo, pero no formulada como tal, encuentra su parangón: ya no es hacer el bien y representar a los desposeídos, ya no es una de las luminarias de los biempensantes de izquierda, ahora es el sacrificio por todos. Ustedes váyanse, yo me quedo a pelearla; ustedes váyanse, yo voy a sostener el país a fuerzas de dolores y angustias. El progresismo, en este caso, porteño puesto desde el yo y la desdicha. Un sacrificio.

El sacrificio, con el pasar del relato, se intensifica. Llegan las consultas por vender las cosas de sus amigos, por rematar los restos. Porque el trabajo de la emigración, del que Rodolfo es testigo, es un trabajo de lo que queda: “Tengo una máquina de escribir, una Lexikon ochenta, está impecable, si sabes de alguien que le interese –me dice el flaco, y esto ya es demasiado, quizás escucho a estos robinsones por última vez–, aunque para vos también la máquina…”. Los restos se combinan con el yo, el yo encuentra un sentido en esos restos que sobreviven. El trabajo de Rodolfo es acomodar los restos que le sobreviven. Una vez abandonado, también él es abandonado por los restos. Son muertos que llenan su vida, sus propios fantasmas del exilio y la errancia. Pero Asís no se olvida de conjurarlos con el progresismo de esa ciudad perdida: “Yo critico y me rebelo contra esa forma de ser, pero, porteño al fin, caí en el mismo error, en subestimar, no respetar a nadie”. Mientras todos se van, mientras ayuda a sus conocidos a acomodar los restos, también critica. No abandona la ciudad de la que forma parte, él se transmuta en la ciudad. La ciudad es él.

Una última peculiaridad es que el protagonista nunca es él o no es él en su totalidad, es una operación de sinécdoque: la parte por el todo. El protagonista es porteño, pero Asís —su autor, su persona— es alguien oriundo de Avellaneda aunque haya pasado gran parte de su vida porteña. Este itinerario de escritor se confirma en su centralidad a la hora de escribir: moverse a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, esta errancia, le permite volcar su literatura en unitarismo exacerbado. Pero todo termina por volver, como dice ese viejo nocturno de Troilo “si siempre estoy llegando”, “Una culpa –por qué mejor no llamarla sencillamente una historia–, que comenzó un sábado de barrio, en El Sieland, la milonga más ambiciosa de Quilmes”.

4. Fogwill, el cínico de los 90

“Cínico es quien se pliega a la verdad predominante, a la verdad que permite vencer aun sabiendo que es falsa”
Franco “Bifo” Berardi, Respirare: caos y poesía (2020)

Fogwill, Quique, Quiquito no es el caso de Asís, “el Turco”. Si bien Fogwill era unos años más grande, su advenimiento en la literatura de época fue posterior. Comparten la zona, comparten el conurbano sur. Si Asís caminaba por Avellanada, por Villa Domínico, Fogwill hace lo mismo con Quilmes y más adentro también: Quilmes, Bernal y Varela. La zona es un espacio, pero también un tiempo; el tiempo del conurbano, un conurbano que se descubre en los tiempos donde la crítica lee los silencios. Sí, desde ya, todos conocemos el éxito literario de Los pichiciegos (1983). Sin embargo, el canon literario —también del momento— no recogió el guante con este libro porque, en alguna medida, Malvinas no era la época; la Guerra de Malvinas era una parte de la época. Además, la época estaba narrada por Asís y Piglia. Sí, Fogwill lo hizo para cubrir la Guerra de Malvinas pero no para contar una época. Entonces ya no menciono una guerra, aludo a una década. Si la época de los ‘80 estuvo penetrada por Asís-Piglia y sus novelas, los ‘90 y el crack socio-económico está narrado por otro escritor. Poco y nada se dijo sobre Fogwill en la Buenos Aires literaria de 1980. La polémica, siempre literaria y política, era entre la superficialidad de Asís y la profundidad histórica de Piglia. Pero… ¿y Fogwill? ¿Dónde estaba? Escribía, sí; escribía en el margen de su época. Porque sí, Asís escribe pero no llega a contarle a la época lo que pasa. La época y, sobre todo, la década de los ‘90 la narra Fogwill a través de Vivir afuera (1998).

Vivir Afuera tiene un acierto a la hora de iniciar porque Fogwill elige comenzarlo con un sueño y ese sueño lo lleva a un recuerdo; el recuerdo se dispara, porque el olvido lo niega, con un reencuentro: el de los egresados. Fogwill acierta con lo que escribe y lo hace con tal énfasis que los compañeros del narrador olvidaron los últimos diez años… O es lo que él señala.

Una primera aproximación al anti-antiprogresismo de Fogwill: el aborto. La falsa moral de la burguesía argentina o cuando una clase privilegiada puede acceder a un aborto porque tiene los medios para ejecutarlo: “A ella le habían hecho un aborto y todavía se sentía mal por la anestesia y solo quería dormir y no pensar en nada, pero el Pichi igual quería apretar”. El aborto, tal y como lo detecta Fogwill en los 90, era una práctica para una clase social ascendente pero también sucedía como-si-nada. Pichi quería apretar, ella no; ella acababa de abortar y él quería hacer sus necesidades. La mujer, al menos desde la visión de un personaje de Fogwill, era el lugar para satisfacer los deseos sexuales. La mujer era una necesidad y nada más. Esa misma moral que se advierte en una clase alta que está a favor de los derechos de las mujeres, de los negros, de los judíos y de la emancipación, también es la misma clase que oculta al aborto de su pareja, la que tiene una moralina.

Los 90, en la novelística argentina, es la irrupción de la sexualidad. Porque si Fogwill menciona a la mujer y al aborto, también hace eco a la población travesti. “¿Viste que en la zona sur hay mucho menos travesti que en el norte..? Por la Panamericana ya no se puede ir… –Insistía el de su derecha, pero nadie pareció prestarle atención– ¿Vieron –volvía a intentar– el programa sobre los travestis que transmitió Zennetti en News Factory…”. La disminución de población trans como travesti por las rutas hace ingresar algo de la moral burguesa: la invasión. Los espacios se ven ocupados por trabajadores sexuales. Lo que antes se podría leer como una denuncia desde la moral, ahora con Fogwill se lee como una falsa victoria de ese progresismo vacuo.

Esos señalamientos, esos subrayados, esas anotaciones de Fogwill como antes de Jorge Asís son los que componen al anti-antiprogresismo. Ya no son denuncias o victorias individualistas de corte liberal, sino una victoria del liberalismo argentino pero denunciado desde la izquierda con Asís y desde el conservadurismo reaccionario desde Fogwill. Los ruidos de estos sondeos es donde la época vuelve a hablar; una época que resurge y vuelve a resurgir. Es el neoliberalismo, estúpido.

Una fórmula que funciona muy bien en esta modernidad, en este hiper-capitalismo, en este neoliberalismo exacerbado es el Yo. Amor propio, cuidado propio, literatura del yo. La fórmula cierra, pero falta un condimento: auto-ayuda. Ya no un terapeuta, un psicólogo o un psicoanalista, ayuda propia. En esa emergencia, nacen los libros de auto-ayuda sin prácticas revisadas ni certificadas. Fogwill zanja el asunto: “Seguramente –pensó– ha de haber un libro de autoayuda que recomiende a sus lectores persistir en cada error que inexplicablemente se repite”[12]. Fallar, volver a fallar y fallar mejor. ¿Eso quién lo dijo? ¿Fogwill? ¿La auto-ayuda? ¿O Beckett? Claro, el sentido era otro. Cambia la forma, cambia el contenido de la enunciación. En este sentido, persistir en el error es para volcarse en el yo; el yo no tiene la respuesta, pero un libro de auto-ayuda indicaría que persistamos hasta alcanzar la meta y el objetivo del fallo. Como si fallar fuera un paso para alcanzar la redención o un lugar al que se aspira. En su novela, Fogwill es un cínico que sabe que no es verdad lo que dice pero adhiere a la falsedad. Es un mentiroso que sabe que está mintiendo y, como indica San Agustín, el mentiroso tiene dos corazones: el que dice la mentira pero sabe que hay una verdad y la que guarda la verdad escondida.

Sin embargo, el cinismo tiende a caer. El narrador sostiene: “[…] yo nunca obedecí a nada y así jamás estuve cerca de la felicidad. Habría que inventar un libro de autoayuda basado en esta idea que –pensaba Wolff– se puede atribuir a una enseñanza budista, taoísta o zen… O… ¿Cristiana?”. El narrador se ve subvertido. Ya no puede seguir un libro de auto-ayuda, ya no puede ni siquiera recomendarlo. Ahora quiere uno basado en fuentes confiables y que su mensaje sea reconocible en filosofías y religiones institucionalizadas para decir: “No: cristiano no. Ahora que reconozco en estos cretinos a mis hermanos y semejantes, más convencido estoy de que jamás podré llegar a amarlos. ¡Desprecia a tus prójimos a ti mismo!”. Si en un primer momento identificaba al libro de auto-ayuda como una especie de herramienta para mejorar, pars que progresaran en sus vidas, ahora ya no puede confiar en él sin importar su base confiable hasta en un cristianismo. Porque el narrador no puede ser cristiano, se odia tanto a él como a los otros.

Seamos claros: es el ocaso de la literatura del yo, del individualismo, del neoliberalismo, de los libros de auto-ayuda; es auto-ayuda pero pervertida, es literatura de auto-daño. Fogwill, de este modo, se postula como un profeta de nuestro tiempo escrito en pasado porque ve lo que nadie: no se trata del yo o las victorias de la época, puede leer las fallas del individualismo, de la ideología, desde sus placas tectónicas en la cotidianeidad de los días.

5. Puebla y el Leviatán del cuerpo

 “El ser humano es partícipe de un mundo que no dominará nunca, al igual que es dueño de un cuerpo que siempre se le escapará”
Edmond Jabés, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (2011)

Si la vida se escribe en presente, la muerte empieza en la sobrevida; sobre-vida o sobre-tiempo es la estela que brilla después del fin. Puebla es la continuación, quien se hace cargo de la herencia de Asís y Fogwill porque reclama como exige una escritura a garrotazos. Herencia en el mismo sentido que lo decía el filósofo Jacques Derrida: lo que somos, lo heredamos. Pero heredar algo no sólo significa recibir algo de otro, sino también una búsqueda activa y una revaloración del pasado. También el texto de Puebla se narra desde la época que Fogwill escribió: si Fogwill escribió los 90, Puebla pone su puntapié inicial en los 90 —en el nacimiento de Rita.

Asís contó la historia de la época alfonsinista, Fogwill relató al menemato y Puebla, en El cuerpo es quien recuerda (2023), hace la muerte y la resurrección de la Argentina: de los suburbios de De La Rúa hasta el kirchnerato; desde el clivaje liberal hasta la recuperación democrática. La introducción a la novela termina con una construcción más que produce el sentido de lo que viene: “Los números no mienten. Las palabras, sí”. Los números, a diferencia de las palabras, no tienen la capacidad de crear una ficción o los números son la ficción de la objetividad. De cualquier forma, como le escribió John William Cooke a Juan Domingo Perón: “Se puede decir decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira”. La palabra y su errancia es su bendición y condena.

Rita ve a su pareja, ve a Héctor, y subraya su blancura. Pero señalemos que no importa la raza o el color de piel, sino la moral burguesa biempensante. Héctor dice cosas, hace cosas, es un intelectual hecho y derecho; dice las cosas que quieren escucharse. No obstante, tiene su revés de la trama y es que todo lo que él diga puede ser utilizado en su contra. Este es el primer señalamiento anti-antiprogresista de Paula Puebla: él repite sus frases, sus frases son su marca de identificación y es un intelectual. Pero este intelectual no parece ser un trabajador, se despierta tarde y da sus pareceres de lo que ocurre. Hace una valoración de lo que está bien y lo que está mal, pero todo termina por ser subjetivo. Todo termina por recaer y ser, efectivamente, lo mismo. Esa es la lucha contra el subjetivismo y no plantear juicios de valor: “Todas las mañanas, desde hace un tiempo que no sabría precisar, la primera imagen que me entra por los ojos es la del cuerpo de este intelectual blando y desgarbado que no se levanta antes de las once y al que todo el mundo trata como una estrella de rock porque repite las dos o tres verdades universales que los tiempos, los últimos cincuenta años, dicen que hay que decir”.

Héctor y Rita pelean como cualquier pareja pero las peleas pasan por el lenguaje, por la cosa, por las subjetividades. Lo que se cree y lo que no, las palabras que se usan y los sinónimos que no. Es el cliché del intelectual comprometido, pero ¿comprometido con qué? Comprometido con la moral burguesa, con no ofender, con decir lo que no cuestiona. Esa quizás sea la diferencia entre el buen y el mal gusto, el intelectual crítico. Si Rita establece criterios, Héctor busca equivalentes: “Me dieron unas súbitas ganas de hablar de este tema con Héctor y que todo termine con nuestras subjetividades reventadas la una contra la otra (…)”. Ella se interesa por un tema, él y sus neurosis biempensantes de izquierdas le sobresaltan a su curiosidad. Es notorio que la narradora no sólo enuncie la diferencia de género sino también de clase, pero que pertenece a la misma doble vara del buen parecer del intelectual (de clase, de género, de estatus, al fin de cuentas, el intelectual del patriarcado): “Yo le decía que él tampoco sabía, que leer no era sinónimo de saber y que era muy cínico-chic-burgués de su parte apropiarse de una desgracia que él, en rigor, jamás había padecido en carne propia”.

Esta intelectualidad de izquierda progresista que no deja de ser machista nos lleva a lo que descubre Rita, la subrogación de vientre: “Los niños de gestaciones subrogadas del país son demasiado jóvenes para tener problemas, demasiado famosos para compartir sus preguntas y demasiado adinerados para reconocer que se angustian”. El progresismo de poder acceder a tener un niño es, entre tantas cosas, sagaz: primer punto, juventud por la cual no se podría criticarlos; segundo, la fama obtura el pensamiento por la pregunta; tercero, el dinero tapa la culpa para que no lleguen a la oscuridad o al precio de su existencia. No se puede criticar a los niños de vientre subrogado porque los escuda el capitalismo y el dinero. Queda recordar un texto fehaciente como el que escribió el crítico judeoalemán Walter Benjamin, El capitalismo como religión (1921), donde plantea dos ideas: el capitalismo es un parásito del cristianismo y que se trata de un culto no expiatorio, sino culpabilizante. En otras palabras, el capitalismo va a hacer encontrar a esos niños en su núcleo la culpa de su propia existencia.

La historia cambia cuando aparecen las cartas de Nadiya Kovalyk, la madre biológica de Rita. Porque ella es producto de vientre subrogado, es decir, una mujer de clase media es hija de una ucraniana. ¿Una paradoja? Quizás, pero se encuentra en la contradicción de conquistas políticas y el reclamo de derechos de su madre: “Mi nombre es Nadiya Kovalyk. Le escribo desde Kiev, Ucrania. Soy la madre gestante de su hija, nacida el día 20 de diciembre del año 2001 en la Clínica de la Concordia de TB&W en mi ciudad”. Esta es la tercera cualidad del anti-antiprogresismo: no es denunciar una actitud progresista, sino demostrar la calamidad del capitalismo y lo que puede un cuerpo. De hecho, esta limitación la leemos: “He llegado al ocaso de mi vida productiva (…)”. Llegó el fin, la historia del fin que mencionaba al principio, pero en lo que puede un cuerpo. Si Baruch Spinoza se preguntaba cuánto puede cuerpo, la respuesta es clara: un cuerpo puede lo que su límite le indica.

Una madre que se quiere comunicar con sus hijos es también una madre que siente dolor. El sistema que le permitió dar a luz a cambio de dinero, es el mismo sistema que le imposibilita la comunicación. Pero también es un sistema colmado de falsedades: “Piense usted de mí lo que quiera, pero sienta como yo siento el dolor. No solo por haber tenido tantos hijos y no saber de ellos nada, sino porque muchos de ellos tampoco saben nada de mí”. Nadiya sólo pide una comunicación, una palabra, y la oportunidad de decir algo: la verdad. Quiere que Rita sólo sepa algo de la verdad: que ella es un vientre subrogado. ¿Qué cuerpo? Tenemos varios, esa es la verdad que demuestra este relato. Y el centro del reclamo de Nadiya no es la verdad, no es que quiere que Rita sepa quién es, eso es una mentira; el centro y el objetivo es el trabajo: “¡Parece que todos se han olvidado del trabajo fundamental que he hecho para ellos durante más de dieciséis años! ¿O acaso pueden traer niños al mundo sin el hogar obrero que es el vientre de una madre?”. Podemos decir y sostener que trabajamos para vivir, pero trabajar no es la vida. Lo mismo para Kovalyk: ella trabajaba para vivir, pero su trabajo como madre gestante no es la vida. Nadiya Kovalyk invierte los planteos históricos de Karl Marx: si Marx funda al hombre y su vida social en el trabajo pero en la familia, Kovalyk supone que su trabajo es la vida; Kovalyk funda su vida social en la familia y el trabajo, inversión y suplemento del marxismo por excelencia.

El progresismo en Paula Puebla está en la idea de romantizar la subrogación de vientres, pero también en el desconocimiento de esos cuerpos gestantes ucranianos. Ella los visibiliza y muestra a las mujeres dolientes, las madres biológicas que quieren conocer a sus hijos pero no se les permite. La crítica del anti-antiprogresismo se ubica entonces en el reclamo de establecer una comunicación más directa y no en ignorarlo. Porque si bien no nos parece una vía optimista para obtener un hijo —en el sentido de que obtener es comprar, adquirir, requerir una persona—, ¿qué lo diferencia de una comercialización de personas? ¿Cuál sería la diferencia ética entre tener un recurso como el dinero, que es el culto culpabilizante, y un servicio como trabajo de tener una persona para luego darlo, otorgarlo, donarlo a otro? ¿Habría alguna diferencia entre la calamidad del capitalismo y el trabajo esclavo?

6. Conclusión

“Como el escritor, el lector es menos un testigo que una huella”
Maximiliano Crespi, La conspiración de las formas (2011)

Si el anti-antiprogresismo está determinado por algo, es por la época; época que no es tiempo, pero es temporalidad en común de la imaginación pública. El sentido de habitar este momento es estar juntos pero que no produce saltos como lo requería Lenin para la revolución, sino continuaciones. Asís perfora al intelectual devenido periodista, Fogwill hace lo propio con cuestiones relacionadas al cuerpo como el aborto y la prostitución, Puebla continúa esa herencia y legado con el hombre —intelectual, clase media, blanco, acomodado, burgués— sin muchas preocupaciones más que pensar para no sobrevivir en el día a día y el vientre subrogado (¿alquilar un cuerpo con otro fin, desde ya que es otro cometido, no tiene el mismo procedimiento desde el capital? ¿No se trata de otorgar un dinero a cambio de un uso que se esfuma en al aire luego del acto? ¿Qué define la vida sino los usos y las costumbres?) destinada a la mujer.

Pero una crítica desde la literatura que haya emergido con la irrupción de la década de los ‘80 y, se sostenga a través del tiempo, no es una casualidad. Ahí también nos habla la época: qué circula, qué se escribe y qué se dice. El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos ha manifestado que vivimos en el interregno: un momento donde el imperialismo no se mueve ya tanto sobre agencias de inteligencia, sino más bien a partir de organizaciones no gubernamentales de libertarios como evangelistas; a partir del neoliberalismo que no se ha detenido en todo este tiempo, desde la década los 80 hasta la actualidad; a partir del gran momento de ruptura y transición en el que nos encontramos que coincide con la gran rentabilidad del capital.

El anti-antiprogresismo de los escritores, que señalé en este texto, no es acaso una crítica al progresismo sin más, también es una crítica al anti-progresismo. Si bien se puede criticar tanto al uno como al otro, es necesario irrumpir para crear un espacio propio. No es uno u otro, es uno y lo otro; se critica a ambas ideologías y se crea un espacio de crítica donde el binarismo no encaja. No hay disyuntiva, es la conjunción. Esto sería una operación de lectura: no acomodar los muertos, no ajustar las ideologías, no adaptar los momentos; leer es producir sentidos, sentidos que antes no existían pero que un lector crítico puede dar. La función de la escritura, como escribió el crítico literario Nicolás Rosa, es leer lo negado por la misma literatura: las escrituras silenciadas, las obras excluidas de los sistemas, las voces acalladas o aquello de cada texto que ha sido ensombrecido por las lecturas oficiales. Es así como la literatura y la crítica coinciden en el mismo espacio, el fuera de lugar. Elegirse lector, por un lado, no sería otra cosa sino vivir del sentido propio pero también del valor de los otros y, por el otro, subsistir en la incomodidad del objeto —el fuera de lugar.

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Facundo Milman es lector, escritor y ensayista. Coautor de Las fuerzas del cielo: Argentina, Milei y los judíos. Se encuentra investigando la relación entre Boris David Viñas y el judaísmo. Es vicepresidente de la organización judía Jativá.


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