Vicky

Llueve fuerte en Buenos Aires y el sábado se anticipa imposible. Me mojo porque perdí mi paraguas en un bar hace dos semanas y nunca lo repuse. Camino por Marcelo T. de Alvear hacia el Instituto Italiano de Cultura (IIC). Allí, en minutos, Paolo Sorrentino, uno de los directores de cine más destacados y singulares de las últimas décadas, responderá preguntas a los pocos periodistas presentes en la rueda de prensa. 

Lo que no espero, bajo ninguna circunstancia, es encontrarlo ahí, en la vereda, como a cualquier hijo de vecino, fumando un puro, solo, despreocupado y fundamentalmente harto. Pero ahí está. Su pelo, en guerra con la humedad porteña, me hace sentir menos sola. Es alto, con el rostro alargado, tiene la mirada cansada y el arito maradoniano o napolitano —que son casi lo mismo— colgando de la oreja izquierda. Somos él y yo, cara a cara, protegidos de la lluvia por el mismo techo, esperando. Menos por cholulaje que por educación, me convenzo de que lo tengo que saludar. Es obvio que vine a verlo a él. Me acerco y las palabras me salen más fácil en italiano. Las tímidas somos así.

Ciao, Paolo. Come stai? 

Ciao. Ma sei italiana? Me responde, algo sorprendido, mientras me extiende cordialmente la mano.

Este sería un gran momento de auspicio para el IIC pero yo estudié en la Dante Alighieri. 

Le respondo que soy argentina y que hablo un poco su idioma. Me bajo el precio porque, en realidad, estudié italiano la mitad de mi vida y soy bilingüe. Me pregunta si soy periodista. Le vuelvo a mentir para evitar enredarme en explicaciones inútiles de politóloga. Decido cerrar el intercambio con un “me encanta tu cine, toda mi admiración” y una cara de boluda espectacular. Grazie. Grazie. No tengo la disposición necesaria para pedirle una foto o continuar la conversación. Podría decirle que estoy esperando a mi amiga Paula, que lo ama; que juntas hacemos Vayaina Mag y ya escribimos sobre él, apenas comenzó la revista; preguntarle qué opina del cine de 2025, pedirle trabajo en una de sus películas o bien una beca para la clínica de 7.500 dólares que vino a dar en la bella Patagonia. En cambio, me invade una vergüenza tremenda que Dios podría haber repartido de forma más ecuánime y generosa entre los que luego le harán a nuestro director las preguntas centradas no en él o en su trabajo, sino en Maradona, Messi, Buenos Aires, Boca, los argentinos, la argentinidad, etcétera. Nadie mencionará su nueva película, “La Grazia”.

Ya casi es la hora de la conferencia. Sorrentino apaga su cigarro y entra al edificio.

Paula

Llueve fuerte en Buenos Aires y el sábado se anticipa imposible. Salgo de casa con tiempo, para no llegar desbordada a la cita; pero algo sucede —siempre algo sucede— y termino llegando tarde. Los quince minutos de demora se hacen eternos arriba de un Uber conducido por un muchacho que no conoce las calles de la ciudad, que avanza lento, con miedo, por la lluvia y se tiene que desviar porque se encuentra con los puestos de una feria de alimentos que resiste el mal clima.

En el reloj los minutos pasan veloces, pero por dentro lo hacen lento, muy lento, tan lento que me reprocho no haber salido antes. Mientras intento amigarme con la idea de que la impuntualidad es un juego de paradojas, recuerdo que en la cartera llevo mi ejemplar de Todos tienen razón, una de las novelas que Sorrentino publicó y Anagrama tradujo a su español super español. Pienso que me vendría bien releerla, y de paso tener una vida aparte de la vida solo para leer lo que me gusta. Pienso que el año próximo sería un buen momento para, al fin, comenzar a estudiar italiano. 

Le aviso a Vicky que estoy llegando en “unos minutos”, precioso eufemismo. Ella me contesta que ya llegó, que se encontró a Paolo en la puerta del instituto, que intercambiaron unas palabras. Nos enviamos emojis —la manito que se pinta las uñas— y onomatopeyas —KEEE—; por supuesto, confirmo que debería haber salido antes de casa. Pero a esa altura no hay nada que hacer más que encomendarme al dios del precariado para que el conductor apure la marcha. Cosa que no va a pasar.

Llego cuando llego, a las corridas y ansiosa. Le cuento a Vicky los motivos íntimos de mi demora y nos reímos. Me doy cuenta de que también tengo el pelo tomado por la humedad pero realmente no importa. A veces los acontecimientos ocurren así: un sábado de lluvia en primavera. 

Nosotras

Nos causa un poco de gracia acreditarnos, decir nuestros nombres, decir Vayaina Mag, al señor de seguridad. Parecemos dos nenas a punto de hacer una travesura, de mandar una esquelita de amor al chico que les gusta. En el trayecto de recepción al ascensor, fantaseamos con que haya poca gente en el encuentro y se abra la posibilidad de un almuerzo y una entrevista exclusiva con Paolo que, de momento, no ocurrirán. 

En el salón del tercer piso hay una mesa con bebidas, otra con sanguchitos y medialunas, base de la pirámide alimenticia del homo periodístico. Hay un puñado de personas y varios fotógrafos. Nadie habla demasiado con nadie, nadie sonríe a nadie, nadie llama la atención ni pasa del todo desapercibido. Nos resulta raro estar ahí, casi como si no debiéramos; sin embargo, en ningún momento atinamos a irnos. Pero entonces algo en la vibración del lugar se altera: Paolo Sorrentino hace su aparición. Está vestido de gris y azul, con prendas holgadas de gabardina que parece usar todo el tiempo. La gente se acerca a decirle cosas random, las cámaras fotográficas escupen sus flashes y sus clics, a veces incluso muy cerca de su cara. Una chica le coloca un micrófono en la solapa, le pide que diga algo mirando a cámara. Él lo hace. Él soporta. Escucha y soporta. Sonríe a medias y soporta. Grazie. Grazie. En el rostro se lee la distancia cínica con la que habita el mundo, su mundo. Hay algo de esa disposición que nos interpela y evocamos una escena de “La Grande Bellezza”.

Mientras esperamos, sentadas, a que las autoridades den sus discursos de rigor y arranque la ronda de preguntas, Paolo Sorrentino hace lo propio frente al público. Con el rostro recogido entre las manos y los codos clavados en la mesa, la mirada risueña y ausente, parece un querubín distraído. Lo inmortalizamos en una foto y nos reímos, otra vez, como nenas. Sabemos que, al igual que su alter ego, Jep Gambardella, debajo del hartazgo, hay una gran sensibilidad, una insistencia con la belleza en un mundo que ya no solo no se toma el tiempo para buscarla sino que la ignora, la desprecia. “Cada vez veo menos películas porque son cada vez menos bellas”, dirá minutos después.

Eso que Sorrentino llama “universo poético”, estimulado por películas como “Cinema Paradiso”, es lo que lo hizo levantarse del sillón y salir de la depresión. Por Federico Fellini, Quentin Tarantino, Martin Scorsese, Jim Jarmusch, Abel Ferrara. Pero también por el sentido de espectáculo que Maradona imprimió en el fútbol. “Diego me salvó la vida porque en un momento en que yo debería haber estado en un lugar de muerte, estuve en un lugar de vida, un partido de fútbol. Por eso, todo lo que tiene que ver con Maradona siempre me resulta conmovedor y él es la razón por la cual estoy acá hoy, a los 55 años, en lugar de haberme muerto a los 17”. Para quienes no conozcan la historia, aquel lugar de muerte fue su propia casa, donde ocurrió la trágica partida de sus padres a causa de una fuga de gas. Él y su hermano, en plena adolescencia, no tuvieron el mismo destino: ese día se habían ido a otra ciudad a ver jugar al Napoli. 

Parte de esa historia la contó, maravillosamente, en “È stata la mano di Dio” —“Fue la Mano de Dios”. Pero pareciera no ser suficiente porque, si de Maradona se trata, la gente siempre quiere saber más. Pero hay otra cosa, otra búsqueda que tiene que ver con eso a lo que llaman “época”. Hoy la gente no se contenta ni conforma con la obra —cinematográfica, literaria, artística, musical— sino que quiere saber qué piensa y siente el autor. Le sugieren entonces a Sorrentino que haga una comparativa entre Diego y Lionel Messi. “El aspecto técnico lo podés hablar con otra persona”, resuelve y enseguida se pone a hablar de carisma, que ubica sin dudar del lado de Diego, “como futbolista y como persona”.

A continuación, suma una afirmación que nos lleva directo a pensar en Moria. “Vivo bastante bien porque nunca tengo grandes expectativas sobre las cosas”, dice. “Mi única expectativa era comprar souvenirs de Maradona. Me llevaron ayer a la Boca y había 400 negocios de souvenirs. Así que mis expectativas fueron más que satisfechas”. Paolo tiene una obsesión y es un tipo simple. Tan simple que afirma no tener nada preparado para sus clases en San Martín de los Andes: “En lo que respecta al trabajo, siempre que me esfuerzo mucho, las cosas me salen mal. En cambio, cuando no me esmero tanto, las cosas me salen bien.” Está convencido de que él aprenderá más de los participantes que a la inversa.

Otra parte de las preguntas que le hacen tienen que ver con el clima de época que podríamos caracterizar, muy resumidamente, como individualista y signado por gobiernos conservadores. Citando el caso argentino del desfinanciamiento a la industria cinematográfica y la cultura en general, le consultaron su opinión sobre la importancia del rol del Estado en estas cuestiones. Sorrentino sostiene que “el cine tiene la capacidad de potenciar el valor más importante de un país, su propia reputación” y, por ende, “cuando los gobiernos desfinancian la cultura, cometen un error principalmente de naturaleza económica y después cultural”. Por lo demás, afirma que, salvo algunas excepciones, “todas las épocas fueron bajas en humanismo”. 
 
Una chica señala que en sus películas, las ciudades toman el estatus de personajes vivos. Algo que es evidente y cierto, cualquiera que haya visto la forma de hacer cine de Sorrentino lo sabe. Lo que le ocurre a sus personajes está atravesado por la respiración de los paisajes, las calles, el sol, las montañas, los mares. Se ve en “Parthénope”, en “Youth”, en “Loro”. Pero entonces este asunto se transforma en pregunta, en si alguna vez pensó, como director, en filmar en Buenos Aires. Y si bien Paolo asegura que “Buenos Aires es una ciudad en la que me es natural estar, porque es lo más cercano a Nápoles que existe” coincide con el escritor Philip Roth en que “nadie que no forme parte de una cultura puede comprender a fondo esa cultura”. Y agrega: “Si sos de Roma, no quieras hacer una película de New York o Buenos Aires. Como napolitano, nunca haría una película sobre Buenos Aires. Puedo hacer una película de un hombre que está en Buenos Aires. La cultura de un lugar es muy profunda e insondable para quien no nació ahí”. 

Claro que llegó el momento de la pregunta sobre inteligencia artificial. Sorrentino, entonces, se muestra algo escéptico: “Hace unos años parecía que íbamos a vivir en el metaverso o que todos teníamos que comprar arte en formato NFT. Ahora, en cambio, volvemos a disfrutar de la contemplación de los cuadros de Picasso o Tiziano. Cada tanto surgen cosas que pareciera van a revolucionar el mundo y luego terminan siendo solo modas pasajeras”. Por último, manifiesta la esperanza de que la inteligencia artificial sea eventualmente un instrumento “útil para trabajos útiles, como la medicina o la ingeniería, e inútil para trabajos inútiles, como el cine”. No hace falta indagar mucho más. Las palabras de Paolo son claras, tan claras como las gesticulaciones de su rostro.


Vicky

Me animo a pedir el micrófono para hacer una de las preguntas que me había anotado en el bloc de notas del teléfono. La formulo en castellano porque no me da para jugar a la italiana frente a tantos desconocidos. Lo saludo y le digo que me gustaría saber si siente el peso de la corrección política a la hora de hacer una película.

Responde afirmativamente y dice con firmeza: “La mejor condición para hacer este trabajo es ser totalmente libres. Libres para ser provocadores, ofensivos, desprejuiciados, vulgares, irrespetuosos. Todas estas prerrogativas hoy están en peligro, por las razones que conocemos, sobre todo, por las redes sociales, por el hecho de que cualquiera puede decir su opinión. Opiniones que antes quedaban en la cocina o en el living de una casa, ahora en cambio llegan a todo el mundo. Por este motivo, veo cada vez con más frecuencia un cine al que le cuesta hacer uso de la libertad. Todo el cine de los 90, el cine americano, pero también el europeo, era un cine esencialmente libre, cada autor hacía lo que le parecía. Se hicieron películas maravillosas. Tarantino, uno de los directores más aclamados del mundo, explota en los 90 porque era un director que hacía lo que quería. El problema es que antes el director combatía con la censura de los productores. El productor era el único censor. Era el que decía ‘esta película así como está no va a dar plata’, ‘hay que cambiar el final’, ‘algunas cosas son muy escabrosas’, etc. Te peleabas contra una persona. En cambio, ahora, te peleás con una multitud que no conocés. Nuestro trabajo se vuelve difícil”.

Paula

Dejo pasar la oportunidad para levantar la mano. No una vez, sino varias; pienso en mi analista, en qué diría si le voy con el cuento de que, al final, me quedé sin preguntar. Me animo a pedir la palabra solo cuando anuncian que tienen que ir cerrando, que Paolo tiene otros compromisos por el resto del día y por la tarde. Con el micrófono en la mano, advierto mi propia inhibición: el corazón vuelto una piedra rebotando en la cavidad de mi pecho. Pero tomo aire, como si en el oxígeno hubiera también valor, y me excuso. Le digo a Paolo que entiendo que estamos ahí para hablar de cine, pero que quiero preguntarle sobre literatura. Le muestro la tapa de su propio libro, que se sorprende al ver, y le cuento sobre esa frase conocida —posiblemente malinterpretada, posiblemente inexistente— que se le atribuye a Borges: “los libros no se terminan, los libros se abandonan”. Entonces, pregunto: “¿Te sentís identificado con la frase en relación a tus películas? ¿Podemos esperar una nueva novela tuya en el futuro?”

Sorrentino comienza por el final: “Podría llegar a escribir otro libro, cuando deje de hacer cine, porque con el cine se gana mejor, esto es importante” y se sonríe y me sonrío porque es una verdad triste, un adoquín en el zapato agujereado del escritor. Y luego, pide que repita la primera parte de la pregunta, la que refería al final de una obra. “Sí, es así: las películas no se terminan, se abandonan. En realidad, las películas se las deja ir, un poco como los hijos cuando crecen. Se necesitarían 20 ó 30 años para terminar una película. Lamentablemente nos vemos obligados a hacerlas en uno o dos”. 

Nosotras

La conferencia de prensa termina puntual, a las 13 horas. Entendemos que si queremos nuestra foto con el director, es una cuestión de “ahora o nunca”. Y como plata y miedo nunca tuvimos, nos acercamos al besamanos que sin querer se arma alrededor de Paolo, a esperar nuestra chance, nuestro recuerdo con él. Algo que llega solo, que llega fácil, porque accede con buena onda a sacarse una selfie. Pone una cara espectacular, como implorando piedad. 

Salimos a la calle. Caminamos juntas varias cuadras intentando asir lo que acaba de pasar. Un hito en la breve historia de nuestra revista: la mañana en la que Paolo Sorrentino tuvo sonrisas solamente para las dos chicas de Vayaina Mag.

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Paula Puebla y Vicky Sosa son las CEO de Vayaina Mag.

Paula es autora de Una vida en presenteMaldita tu eres y coautora de Diario de un tiempo mesiánico (17 grises). También escribió El cuerpo es quien recuerda (Tusquets). Dicta talleres de narrativa, colabora en medios diversos. Vicky es licenciada en Ciencia Política y trabaja en comunicación. Es asesora de imagen profesional y colabora en distintos medios. Creó y escribe el blog de moda y política @realpolitichic.


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