Inspirada en escenas de su propia vida, Mary Bronstein dirige If I had legs, I’d kick you (Si tuviera piernas, te patearía). Protagonizada por Rose Byrne en el papel de Linda, la historia muestra a una terapeuta de Montauk que sobrevive a duras penas y cuida sola a una hija con una enfermedad rara mientras todo, pero todo, está para atrás, y nadie parece darle una mano, ni siquiera su propio terapeuta.

Solo una mujer que vivió la experiencia de una maternidad agotadora puede mostrar tan crudamente cómo es el agobio constante hasta que parezca una película de terror. En el cine hay escenas interminables de alerta permanente, de tensión o de terror, pero ¿qué pasa cuando esa escena de terror que relata el cine es como una mañana cualquiera de tu vida?
Hace poco, una compañera madre de una actividad infantil, me contaba que todos los días, apenas abre los ojos, encuentra a su hijo parado de su lado de la cama diciéndole cosas como hija de puta, morite, hija de puta. Cada mañana de su vida el cortisol y la angustia se disparan al despertar. Este es el relato de una escena cotidiana y vital que tranquilamente podría estar al servicio de quienes aman las películas bélicas o el terror. Para una audiencia que no vive esta realidad, lo que más relaja y hace que estas películas sean recomendables es que se terminan. Una película que te demanda, te agota, pero que al finalizar te podés dar una ducha, sacudir la tensión y pasar a otra cosa. Risas neurodivergentes.
En una entrevista, la australiana Rose Byrne dice: “La figura de la madre se venera y se desprecia en la misma medida. Por supuesto es el trabajo más importante del mundo pero así y todo tiene muchísimas desventajas, falta de apoyo y carencias. Por eso una aproximación al tema desde el arte puede ser inspiradora. La directora no se guarda ningún sopapo, porque habla de las decisiones difíciles que tiene que tomar mi personaje como madre y de la negación en la que está inmersa. La verdad es que ni siquiera puede mirar a su hija a los ojos. En un punto, esta madre es más cuidadora que madre, y está despojada de la típica experiencia de la alegría que pueden vivir las madres con sus hijos. Sí, hay algunos de esos momentos en la película y lo que este personaje atraviesa como madre, con suerte, el 99% de las madres no lo atravesará. Es algo muy específico. Pero la idea de ser cuidadora es algo que puede identificar a muchas personas en distintas escenas de sus vidas. Algo que pasa con la maternidad es que hay mucha vergüenza en torno a los sentimientos que pueden aparecer: enojo, decepción, frustración, dificultades, claustrofobia, posparto. Durante mucho tiempo esos sentimientos quedan velados en el diálogo público, no hay forma de nombrarlo. Es muy duro. Por eso es muy difícil de ver en la pantalla para mucha gente”.

Yo sí suelo escuchar conversaciones sobre el lado oscuro de la maternidad, pero particularmente siento mucha autocensura para hablar sobre eso. Una sola vez dije una cosa medio oscura, que ni loca le diría a ustedes, a una amiga que sé que está disponible para sostenerme y escucharme. Me sentí bien. Desde entonces, creo que hablo más del lado oscuro de la maternidad con mujeres que no son madres. Siento que ellas pueden acompañar aspectos de la crianza que ejerzo desde un lugar poco atemorizado con esa oscuridad.
Para las que tienen hijos neurotípicos a veces puede ser algo aterrador: noto, por ejemplo, en las caras de otras madres de la escuela, una mezcla de horror y alivio cuando mi hijo se desregula en la puerta del colegio. A veces también sucede que intentan hacer fuerza para comparar sus realidades con las nuestras. Pero las familias de neurodivergentes estamos afuera. Al costado de sus fiestas de cumpleaños, reuniones, egresos, viajes, salidas, paseos. Incluso cuando estamos físicamente en el mismo lugar.
Los sentimientos que atraviesa una mujer cuando decide ser madre, y el embarazo es deseado, casi siempre son positivos. Es muy difícil pensar, en ese momento, que te puede pasar que tu hijo sea autista, que le tengas que tramitar un certificado de discapacidad y que te cueste conseguir escuela para él. O simplemente que un día se enferme. La experiencia no es transmisible, sobre todo cuando no resulta para nada como la imaginabas.
En una escena de If I had legs, Linda, la protagonista, se va de un grupo de catarsis y dice “esto no sirve para nada”. Más allá de su negación y de sus resistencias, también siento que en esos llantos compartidos de los grupos de “madres, padres, abuelos o familiares de” las palabras y las explicaciones siempre están sobradas. Y que también cuando hablamos con personas que no están atravesando lo mismo, las palabras suenan vacías. Como en un intento absolutamente centrado en la emisora, en el que una madre explica y la audiencia dice que entiende, pero no.

Sin embargo, hoy quizás creo que la única persona que me entiende es Mary Bronstein. Más que algunos terapeutas que, sobre la experiencia de la maternidad, quizás entienden menos todavía que el terapeuta de Linda. La madre que vi en Linda se parece mucho más a mi reflejo que otras. Sobre todas las cosas, la pregunta que queda en la audiencia con repelús es ¿qué incomoda tanto de una crianza imperfecta? Más aun, ¿existe una forma perfecta de criar?
Lo mejor de criar a una persona que no se adecua a lo que la sociedad espera es que, a decir verdad, cuando estás en eje, la realidad no es para nada atemorizante. Por eso, al ver la película, en algunos pasajes en los que no estaba atragantada en moco, llanto y angustia, me divertía pensar en la audiencia que recibe tremenda patada en la boca. Como la canción de Kavinsky, Nightcall: I’m gonna show you where it’s dark, but have no fear. Un poco de venganza, una tocada en el culo a la maternidad espolvoreada con Stevia —o con fluoxetina.
Esta maternidad es agotadora, conmovedora, te llena de fuerza y de bronca, es fascinante, angustiante, divertida, solitaria, desafiante, graciosa, y sí, es muy punk. Nunca deja de ser oscura e incómoda. La directora de la película se pregunta por qué la incomodidad es tan desafiante. Yo pensaba que nadie podría acercarse a mostrar la maternidad como la vivo hasta que vi a Rose Byrne.
Saber que mi maternidad no se adapta a la idea de una maternidad con filtro amarillo y atardecer dorado en la playa es como tener una fruta podrida en el bolsillo. Nadie la ve. Aunque a veces se huele, no siempre se trae al diálogo o a la conciencia. Las escenas en las que un guarda echa a Linda de un estacionamiento son la mejor representación de esa intolerancia. Señora, usted no puede estar acá. No puede estar, no lo tolero. No tiene derecho a ocupar el espacio. No ocupe el espacio, señora. No muestre la fruta, señora, sabemos que la tiene, la olemos, pero no queremos verla.
Una madre de una persona con discapacidad, pongámosle así, además de ser un cuerpo disponible, es una mente atenta a múltiples recordatorios y alertas de estímulos de potencial desregulación. No hay resto para mucho más. Una emocionalidad absolutamente dispuesta a regular a otra persona. Ahora mi estrategia es estar enojada. Ahora me conviene bailar y cantar. Ahora tengo que hablar en voz baja. Ahora tengo que pegar un grito. Ahora tensa. Ahora relajada, pero que no me vea reírme porque me pega. Ahora firme. Ahora pasó algo que nos sitúa al borde del abismo y tenemos que, simplemente, hacer el trámite de caminar por ese borde empinado y rocoso como si estuviésemos caminando en suelo plano una tarde de sol por el parque, oliendo los tilos, mientras lo aterrador es que, en realidad, estamos una tarde caminando por el parque y sintiendo el aroma de los tilos, pero en el cuerpo no hay placer, no hay diversión, no hay emoción, solo hay disponibilidad atenta y disciplinada. Y atención a que nadie huela la fruta.

A veces no sé cómo socializar por fuera de esa atención. No sé cómo trabajar. De alguna manera, me perfeccioné en la disciplina de envolver la fruta y por algún motivo no quiero vivir de otra manera, porque es maravilloso lo que puede lograr un alma vulnerable y cansada. Romper la ola, y prometer que la próxima lo voy a hacer mejor.
Suscribite a Vayaina Mag o colaborá con un Cafecito
Lía Díaz es madre de un niño autista de diez años. Recibió el diagnóstico de su hijo cuando él tenía un año y ocho meses. Desde entonces, vive la maternidad de su hijo con atención e imperfección.






Deja un comentario