Suena el teléfono. La voz del otro lado, tomada por el miedo y la vergüenza, ensaya una explicación y solicita asesoramiento legal. Refiere que en la clínica de fertilización le recomendaron no hablar más que con el equipo profesional de salud que esa institución puso a su disposición. “Son médicos, psicólogos y abogados”, dice. El tratamiento falló, otra vez. Un viaje pago y la promesa de algunos miles de dólares. El encierro y la exigencia de someterse a un control físico sobre el que no había sido informada con anterioridad, impulsan a A. a realizar este llamado.
Este párrafo podría tratarse del comienzo de una nueva ficción argentina o ser parte de la vida real de una mujer que habita en alguna ciudad del país. Da igual, porque de ella es de lo último de lo que se va a hablar.

La maternidad, el deseo y la libertad conforman un núcleo duro de asuntos sobre los que nunca se acaban los debates de ideas y las expectativas. También hace lo propio la cultura a la hora de convenir contratos morales, resignificando los mandatos acerca de la conformación de una familia. En ese marco, la sociedad demanda y el Estado juega en su propio tablero de ajedrez. Esta vez es el turno de la Corte Suprema.
Nuestra tradición histórica nos enseñó que cuando se pronuncia el máximo eslabón del “poder más independiente”, a los demás se les hace imposible mirar para otro lado. Y, para el partido que se juega puertas adentro del poder estatal, cuando los cortesanos imparten justicia significa que, antes y después de su pronunciamiento, son varios los teléfonos que suenan.
La semana pasada, el máximo tribunal de la Nación dictó un fallo en el que se expide acerca de la práctica de subrogación uterina. Hablar de “alquiler de vientre” o de contratos entre partes sería asumir que la ausencia total de regulación de esta práctica conlleva una amplia probabilidad de tener que tensionar ya no solo con las propias normas del ámbito privado sino también con delitos tipificados en el ordenamiento legal penal. Lo que no se nombra, no existe.
En nombre de la discriminación
La resolución judicial, que tuvo tres votos a favor y uno en disidencia, versa sobre una demanda de filiación, y determinó la inviabilidad del reclamo en razón de la ausencia de regulación de esta práctica. Para la Corte no hay matices: en Argentina, parir es sinónimo de ser madre.
Los hechos narran que una mujer se sometió a una técnica de reproducción humana asistida (TRHA) para gestar un bebé y entregarlo a una pareja conformada por dos hombres.

La pareja solicitó la modificación de la partida de nacimiento, en virtud de la llamada “voluntad procreacional” que es la fuente de filiación en aquellos casos en los que un hijo llega al mundo a través de técnicas de reproducción asistida. Por ello, reclamaron que se desplace del estado de madre a la mujer para luego proceder a la inscripción de la doble paternidad.
Nuestro Código Civil y Comercial de la Nación es taxativo respecto de la manera en que se establece la filiación en dichas condiciones: el hijo lo es respecto de quien lo dio a luz y de la persona que suscribió el consentimiento previo, libre e informado. Asimismo, se prohíbe la inscripción de más de dos vínculos filiales. Si eso nos gusta o no, es una discusión de otro orden: es un debate que le compete al Congreso Nacional. Ya lo dicen los jueces supremos en el cuerpo del fallo cuando exhortan a los legisladores a considerar la conveniencia de tomar cartas en el asunto.
El voto mayoritario sostiene que ignorar la manda jurídica que establece las reglas de la filiación en las TRHA es un acto contrario al orden público: la letra de la norma importa un imperativo sobre el cual las partes no pueden disponer algo distinto mediante un convenio privado. No obstante, los ministros de la Corte hacen mención a que el Código ofrece otra solución jurídica para lograr el objetivo perseguido, siendo el instituto apto a esos fines la adopción por integración.
Sin embargo, la pareja consideró que las normas que impiden acceder a la pretensión son violatorias de derechos y garantías constitucionales, y que se conforman en actos discriminatorios en razón de su elección sexual. Sin embargo, el argumento de los demandantes parece ser muy poco sólido. De hecho, la filiación por TRHA es perfectamente aplicable a una pareja conformada por dos mujeres.
El recurso de señalar la aplicación de la ley como hecho de discriminación no nació de un repollo y, en estos casos en particular, encuentra asidero en un estado de cosas que empezó a deshilacharse en el último tiempo. Lo que hoy parece haber advertido la Corte es el cambio epocal. Por eso el fallo toma relevancia, porque viene a poner un límite, a marcar un nuevo rumbo. Acaso una advertencia.

Durante el tiempo del discurso emancipatorio, dentro de otros espacios de toma de decisión existió un correlato con aquellas banderas de denuncia hacia el patriarcado institucional. Quizás por esa razón, en el ámbito de la administración pública, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires dictó su propio régimen respecto de este tema. Así, desde el año 2017, el Registro de Estado Civil y Capacidad de las Personas dispuso la inscripción preventiva de los niños y niñas nacidos mediante esta técnica como hijos de los padres comitentes, aun siendo esta disposición contraria a las normas de orden público.
Si la única filiación que no puede desconocerse es la de quien dio a luz, el entonces jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta se propuso desafiar la pirámide de Kelsen y, en medio de la gesta por el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, la política porteña decidió superponer el clamor de su grueso electoral y su línea siempre vanguardista frente a todo lo demás.
Si bien esa acción local fue de las más osadas a la hora de desafiar los límites regulatorios, existió un acompañamiento nacional mediante diversas resoluciones judiciales de primera y segunda instancia que sostuvieron esa tendencia. En casos de características similares al actual, la justicia se ufanó de luchar contra la desigualdad a través de ciertos pronunciamientos en idéntico sentido, argumentando la existencia de lagunas legales. Para algunos jueces las normas pueden, sin más, haber pasado de moda.
¿Qué hay detrás de estos intentos de forzar la letra de la ley a decir lo que no dice? ¿Hay relación entre el furor feminista y los pronunciamientos judiciales en los que se hizo lugar a este tipo de reclamos, aun siendo estos contrarios a las leyes? ¿Es una mera casualidad que en este tiempo, en el que parece que el humor social dejó de acompañar a esa agenda, la Corte Suprema elija pronunciarse en la dirección opuesta?

La historia de la regulación de las TRHA nos muestra que el desembarco de estas prácticas en el código de fondo fue el producto de una demanda social que supo hacerse espacio en el auge de los derechos individuales, y que hubo una astucia organizada para tensar las cuerdas y dialogar con un poder político que también entendió que ese era el mejor momento. La era en la que también se legalizó el matrimonio igualitario.
No por nada se decidió eliminar del texto definitivo del Código a la práctica de subrogación de vientre, que sí tuvo un apartado específico en el anteproyecto de modificación. Por eso, cabe asumir que el conjunto social y el arco político estimaron que la moral contemporánea argentina no estaba preparada para meter las patas en ese barro. Hay un tiempo para todo, también para mantener el tabú.
En la época de los pañuelos verdes tampoco hubo espacio para hablar de estas tensiones entre lo abstracto y lo concreto. Aún en el momento histórico en el que pisó fuerte la narrativa de la soberanía de los cuerpos, hubo silencio sepulcral. Un relato que quedó incompleto y quizás descansó en la comodidad otorgada por la conquista de la IVE, dejando a un lado la discusión sobre la autonomía de otros cuerpos, los de las mujeres que desean no ser madres de un hijo que gestan para otro.
¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para tener descendencia haciendo uso del derecho a la autonomía para elegir el proyecto de vida? ¿Qué pasa con la puja entre el deseo y los límites? El silencio se vuelve cómplice de una situación que opera en la clandestinidad, y cuya cara visible se maquilla de altruismo. Aunque no lo digamos, el mercado también mete la cola. No querer hablar de transacciones se parece bastante a lo que, en un tiempo pasado, sucedía cuando no quedaba bien hablar de lo que cobraban los médicos que realizaban abortos de forma ilegal.
¿Poner el cuerpo a disposición de gestar un hijo ajeno es un acto emancipatorio? ¿De qué están hechas las no madres de los bebés que se forman en sus cuerpos y por qué nadie habla de la voluntad de esas mujeres? ¿Cuál es la condición que las ubica en un escalón inferior al del resto cuando se trata de su deseo? En el tiempo de veneración del libre comercio y el libre albedrío, en el tiempo de los decretos de necesidad y urgencia, ¿seguirá siendo conveniente esconder la tierra bajo la alfombra? ¿O será este el momento en que los eufemismos, por fin, cedan el espacio a un debate para el que nadie parece tener respuestas inmediatas?
Florencia Lucione es abogada en ejercicio (y en construcción). Colabora con columnas sobre actualidad en distintos medios de comunicación. Escribe para saber qué piensa sobre las cosas que no entiende.






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