Trabajé en hoteles y recibí a turistas que en pleno junio llegaban con malla y ojotas. Realmente los vi porque las usaban en el lobby, mientras miraban televisión, leían el diario, pedían agua caliente para el mate o recomendaciones sobre dónde ir a comer. Vidrios empañados; ruido de lluvia; una playlist de Winamp con música horrible; y el desfile de gente vestida de playa que podía ser partida por un rayo de solo acercarse al mar. Con el tiempo, entendí que no era una confusión o una mala interpretación del pronóstico, sino algo más profundo.

Creo que los turistas vienen a Mar del Plata a prolongar rituales o a la pesca de los ecos de un recuerdo familiar: a buscar los mocasines que un padre les dijo que eran mejor acá, a comer unas medialunas que son alucinantes, a tirar las cenizas de alguien o visitar el lugar donde dejaron los restos de otros. Hay incluso placas metálicas que piden, por favor, que no se dejen urnas funerarias en lugares emblemáticos —como el monumento a Alfonsina Storni o las escolleras.

Más allá de los cambios que hicieron de la ciudad el lugar favorito para disfrutar las vacaciones de los argentinos, del turismo social o de cómo se desplazó la aristocracia, de diciembre a marzo el marplatense es un «extranjero en su propia casa». Basta que en un influencer gastronómico recomiende un buen bodegón para que se haga imposible volver a visitarlo, baje su calidad y se convierta en un lugar sin todo eso que lo hacía diferente.

Una vez unos amigos me contaron que estaban buscando un lugar alejado en el campo para un rodaje y que, después de muchos intentos fallidos, encontraron una casa destruida que era precisamente lo que necesitaban. A los pocos días llegaron con la gente y los equipos para filmar, y nadie podía acreditar en lo que se había convertido: el dueño había pintado las paredes, cambiado las puertas, colgado algunos cuadros. «¿Les gusta?», preguntó el baqueano, y por lástima, nadie le dijo la verdad, que en realidad no.

A mí me gusta vivir en esta ciudad y no lo haría en otra. Admiro sus imperfecciones: la rambla con un cartel de panchos partido a la mitad, los puentes de la costa con el hierro corroído, las casitas que resisten a la especulación inmobiliaria. La ciudad ni mejora ni empeora, se regenera de manera constante y mantiene esos encantos que la hacen única y nadie sabe explicar cuáles son.

Peatonal San Martín entre Córdoba y San Luis. Mar del Plata, año 1981.

Se hicieron documentales sobre un patinador que sale a andar en calzoncillos en La Perla, se hicieron decenas de notas sobre «El Pato» de Punta Mogotes. Hace poco emergió un vagabundo que se cree Jesucristo, pero los mejores personajes son los que aparecen y desaparecen de un día para el otro: como la pareja de turistas que, cuando Argentina salió campeón del mundo, alquilaba un trofeo para sacarse una foto en una gigantografía de Emiliano «Dibu» Martínez. Esos héroes anónimos hacen de Mar del Plata un lugar fascinante donde todo está por suceder.

Lo imprevisible de «La Feliz» —posiblemente el peor apodo de ciudad a nivel global— tiene su nave insignia en el clima: hasta el día más caluroso va a tener un cambio rotundo de viento y vas a terminar con una campera puesta y, en una de esas, sufriendo las consecuencias de una tormenta apocalíptica.

También hay cosas que nunca pude entender como la fascinación de los medios porteños por datos aleatorios. Cubrí la temporada para algunos medios nacionales y siempre llegaba la misma pregunta: ¿cuál es el precio del choclo? No sé cómo se pueda inferir la inflación de un país o la canasta básica de un turista porque a alguien se le ocurra comerse un choclo con las patas en la orilla.  

El rastro de arena en el porcelanato me parece una imagen más típica que la de la Bristol, si fuera una postal seguramente la compraría. Turistas sucios en shoppings, museos, teatros, que no hicieron a tiempo de volver al hotel o el departamento y pegarse una ducha rápida. El verano en la costa son olores profundos, el aceite de las papas fritas, milanesas y rabas, emanando de las cocinas en la Peatonal. También la gente megaperfumada, las cremas hidratantes y protectores solares. Todo a la vez en todas partes. 

Foto: La Capital de Mar del Plata

Mantengo la premisa de no ir a ningún lugar donde tengo que hacer fila, así que cada temporada busco mis barcitos favoritos. Quizás por lo mismo me acerco muy poco a la playa, pero voy por lo menos una vez al año para volver a confirmar que estuve en Mar del Plata, aunque viva acá. 

Federico Bruno es periodista con trayectoria en radio, televisión y medios gráficos. Actualmente trabaja como redactor en diarios de noticias y conduce el programa El Librero en el streaming de Canal 8 de Mar del Plata.


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Una respuesta a “Solo en Mar del Plata”

  1. excelente.real

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