Desde que me indicaron leer La pérdida del reino de José Bianco tuve problemas. Primero, no lo encontraba. Cuando por fin encontré un ejemplar resultó carísimo y no tenía ganas de gastar en algo que prácticamente me obligaban a leer. Era para mi curso de literatura. Tercero y principal: siempre me olvidaba el nombre. “La pérdida del paraíso”, “El paraíso perdido”, “¿Usted perdió algo?» Por eso llevaba escrito en mi agenda el nombre correcto del libro.

Lo busqué durante dos semanas en forma intensa, casi obsesiva. En el interin, alguien me dijo que había unos ejemplares a precio ventajoso —en dos tomos— en una librería de viejo de la Avenida de Mayo. Al día siguiente, cuando ya tenía mi mañana organizada, rompí con esta organización. Trepé a un subte que me llevó hacia una zona de la ciudad que desconozco, hacia una hermana pobre de París o Madrid, pero llena de librerías. Caminé cinco cuadras sin detenerme en ninguna, hasta llegar a la que correspondía. Como es mi costumbre cuando algo me interesa, fui al grano y sin siquiera decir buenos días afirmé  a un empleado:

—Me dijeron que acá tienen La Pérdida del Reino

—Buenos días —respondió el vendedor, para que mi mala educación emergiera entre nosotros y ganara él.

—No, no lo tenemos.

—Pero me aseguraron que sí lo tienen.

—¿Cómo se llama el autor?

—José Bianco.

—Tenemos Las ratas.

—No es el libro que necesito. Estoy buscando La pérdida…de la paciencia, dije para mí. Por suerte no me escuchó pero algo le hizo ruido en la cabeza y dijo.

—A ver. Voy abajo…

Regresó sonriente con dos ejemplares, uno en cada mano.

Me controlé para no decirle:

—¿Vio que yo tenía razón?

Le pregunté, en cambio, cuánto costaban. Contestó algo así como treinta pesos cada tomo. En ese momento estuve a punto de besarlo. Compré más libros, pagué y fui feliz. Saboreé la felicidad lo que duró un caramelo en mi boca. Después me olvidé. 

Tomé el subte de vuelta. Dejé los libros por ahí, me dediqué todo ese día a otras lecturas y escrituras y recién al promediar el día siguiente me junté con el tomo I del libro. Sabía que no tendría tiempo de hojearlo pero quería sentirlo en mi cartera, junto a mí, conmigo. Y salí. Hice las cosas que debía hacer. Tal vez más cosas de las que debía. Volví a mi casa  de noche. Leería el libro al día siguiente por la tarde. Sábado para más detalles. 

Cuando me dispuse a leerlo comencé a buscarlo como una persona semi-normal y terminé como una  loca. No me place describir los detalles de mi locura. No soy prolija cada-cosa–en-su-lugar-  pero tengo una virtud: la de confeccionar un trazado  en mi cabeza con el recorrido que hice hasta llegar al lugar donde me encuentro.  

Entré a mi casa, tiré la cartera sobre la mesada de la cocina, abrí la heladera —nunca nada rico para comer— encendí la compu, revisé sus alrededores, y entré al baño. Hasta le eché una miradita al tacho de basura que ahí se encuentra. Y aun así no lo encontré. Dos venas hinchadas en la frente, cuatro lágrimas y un grito coronaron esta búsqueda. Por decir un número. Tal vez fueran dieciocho los gritos y treinta y dos las lágrimas. No las conté. No estaba en mis planes perder lo que con tanta intensidad había deseado. Hasta me di lástima con un «¡Pobre chica, es una estúpida!»

Hacia la tarde de ese sábado mi cabeza se debatía entre reponer o no el libro. Decidí que debía valerme de esa pérdida, abstenerme de recuperar el primer tomo y comenzar por el que tenía, el segundo. Pensé que concebir qué les sucedía a los personajes de la primera parte, por indicios de la segunda, no era un mal ejercicio de imaginación y ¿por qué no? hasta de reescritura. Podía recrear y aggiornar los personajes, inventar otra historia y hasta escribir una nueva novela. Después de todo, sabemos cómo terminan las vidas. Lo que importa no es el final, que es el tomo que yo tenía. El trayecto, el modo, la manera de transcurrirla, eso es lo que vale.

Sin duda, La Pérdida del Reino no era un título cualquiera. ¡Cuánta dificultad para recordarlo en forma correcta! Perder algo que uno quiere abre a otras pérdidas, pasadas y futuras. Es como un zurcido con agujeros, algo en la trama falla, pero hay que seguir tramando. Fueron días de un malestar desconocido que golpeaba en el cuerpo. Tengo la certeza de que el dolor por la pérdida de algo o alguien es un trayecto que se hace en soledad.

Me anticipé al tiempo. Di una instrucción para que cuando me comuniquen que mi padre no estuviera más, no me avisen en el tono de la desgracia. Quisiera que me digan una frase simple que sabré comprender: “La biblioteca es tuya.”

Cuatro años más tarde eran las 6 de la mañana; sonó el teléfono. Nada bueno te van a anunciar a esa hora. 

Mi padre estaba internado desde hacía diez días por un malestar que se complicaba cada hora con precisión suiza. Si algo malo podía pasar, se presentaba cada sesenta minutos. Mi hermano, que vive de manejar idiomas, dijo: «La library es tuya». Eso para él fue un trabajo. Tradujo biblioteca por library. No me sorprendió, sabía que el pequeño reino se estaba achicando, pero aún así esperaba el milagro en el que no se cree. O sí. Agradezco a Jorge que haya respetado mi deseo. 

Mi padre murió un miércoles 10 de noviembre de 2010 —todo de diez, menos él. El último libro que me recomendó es el de una ignota escritora, Amanda Sthers, llamado Chicken Street.

— Leélo, te va a gustar, escribe como vos.

Debe haber querido decir: «escribís como ella». Trato de encontrarle la vuelta, no me gusta, pero el hecho de que me lo haya recomendado funciona como un misterio que voy a descubrir. El que no pude leer y hasta escribí en Facebook: «Perdón papi, no puedo», es el último libro que le regalé: Vida y destino de Vasili Grossman. Ambos tratan sobre sagas familiares judías y los enormes inconvenientes que acarrea pertenecer a una minoría como la nuestra. Ah, y la guerra, que en mi casa siempre fue la Segunda Guerra Mundial.

Liz Spett. Soy argentina, nacida en Buenos, Aires, criada en Buenos Aires, instalada en Buenos Aires. Pertenezco a esa generación de lectores que alguna vez fueron tentados por las letras del abecedario y de ellas las que forman las palabras Woody Allen, Groucho Marx, Grace Paley, Sigmund Freud y Jacques Lacan. Se me preguntará por qué no nombro a autores argentinos. Responderé: para no quedar mal con Fogwill, Guebel, Bizzio o German García. Soy psicoanalista, docente universitaria y he hecho todo tipo de trabajo, menos ventas por mayor en el barrio de Once.


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Una respuesta a “La pérdida del reino”

  1. Avatar de Monica silberstein
    Monica silberstein

    La autora debe ser

    un poco distraida o se droga con frecuencia. No se acordo que habia guardado el libro en su cartera para llevarlo consigo??

    me encantaria conocerla.

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