El número 103 de la revista El Porteño imprimía en tapa una mujer de desnuda, de espaldas a cámara, tendida sobre una cama. “Sexo, mentiras y poder”, versaba el título en letras azules para anunciar los temas que tocarían.
Dirigida por Gabriel Levinas, la publicación salía una vez al mes y abordaba asuntos entonces considerados contraculturales. Cuando la pluma era fomentada en la gran máquina del periodismo, cuando no existían los virales y los baits, esta redacción contaba con las cabezas de grandes escritores como María Moreno, Jorge Dipi Di Paola, Miguel Briante y Enrique Symms.
Vayaina Mag inaugura su sección de #rescate con un artículo escrito por Claudio Vázquez, en julio de 1990. Titulado originalmente Fammi miau —“hazme miau” en italiano— el texto nos adentra en el vínculo imperecedero entre los gatos y el poder. Porque los gobiernos pasan, pero las mañas quedan.

Los caminos del sexo son inescrutables. Los “gatos” porteños, que lo han aprendido mejor que nadie, gustan rondar los despachos del Congreso en busca de sustento y protección. Hay putas finas y espías de la SIDE, novatas y yiros viejos: el poder a todas enamora. Confiamos en que los señores legisladores tengan buen humor.
Son mimosas de oficio. Mueven la cola a pedido y por una tarifa que varía al infinito. Los “gatos” son putas finas, yiros elegantes, mujeres de (casi) todo servicio. Cosas de la crisis, pululan por los sitios más insospechados de la ciudad. Pelean palmo a palmo la zona Norte, y prefieren aposentarse allí donde hay dinero y poder. Militares, ejecutivos, altos funcionarios y —por qué no— también políticos.
Por eso no es de extrañar que el Congreso sea casi, casi, un segundo Jardín Botánico: siempre hay almas caritativas dispuestas a alimentar a los gatitos que maúllan a la luna. Sin embargo, no hay allí quien se anime a abrir la boca. “No, flaco, perdoná, pero ahora hay que cuidar el laburo, ¿viste? Yo de eso no sé nada”, dice uno de los ordenanzas más viejos del edificio, y la explicación se repite en términos similares en casi todos los pisos. Ni periodistas ni empleados: nadie quiere contar absolutamente nada sobre esas señoras y señoritas que, sin función precisable, deambulan por despachos y oficinas.
Aunque no se pueden dar demasiados detalles, hay alrededor de 40 o 45 gatos “fijos” en el Congreso. ¿Qué es lo que las lleva hasta allí? “La fascinación por el poder”, teoriza un diputado que obviamente ruega al cronista que no revele su identidad. Una circunspecta diputada opina, en cambio, que la existencia de tanto gato parlamentario responde a razones más sencillas: “Simplemente a los tipos les gusta mostrarse con mujeres hermosas y exuberantes”. En otros casos hay razones de “imagen pública”. En los corrillos del Congreso se habla ahora del caso de un joven diputado que suele hacerse fotografiar con niñas más que llamativas, saliendo de boliches bailables, para contrarrestar los rumores sobre su supuesta homosexualidad. “En el fondo, todas soñamos con engancharnos a un tipo que nos cuide y quiera casarse —dice una de ellas, morocha ampulosa, en un bar de la zona—. Pero, para qué nos vamos a engañar, eso no pasa nunca. Y bueno, hay que conformarse con una buena banca”. Según cuenta la morocha, más fácil es conseguir una “relación paralela y estable” con aquellos diputados que tienen a sus familiar en el interior del país.
Algunas de ellas, después de múltiples favores, han logrado convertirse en secretarias de los legisladores. No es raro verlas —vestidos ajustadísimos, amplia sonrisa— deambulando por el primer piso del edificio viejo: levantarse a un periodista parlamentario puede ser el medio de conseguir alguna información para el jefe. Favor con favor se paga.
Los gatos, como casi todos en este país, creen en la leyenda de la self-made-woman. Cuando entran en confianza, cuentan el caso de una de las chicas que “entró gracias al lomo pero después le dejaron usar la inteligencia”. La chica en cuestión consiguió manejar el despacho del legislador como su mejor operador político. Este senador llegó al extremo de presentarse en lo actos de campaña electoral acompañado por la legítima esposa en una punta del palco y su “secretaria” en la otra.
Aunque nadie termina de decirlo con todas las letras, se sabe que hubo algunas maniobras sucias y que también existieron los “vivos” de ocasión que amenazaron con revelar intimidades cuando las fricciones de la política pasaron a palabras mayores. No obstante, entre bueyes no hay cornadas. Hay chicas que —lejos de sutilezas políticas— han saltado de un bloque a otro. La más famosa es Adriana que, en los últimos 6 años, pasó alternativamente por despachos de radicales y peronistas. No es raro, además, que su “jefe” le encargue la misión de “divertir” a algún visitante. Las chicas no las tienen todas consigo: muchas de ellas resultan desplazadas por otras, más jóvenes, más lindas, más piolas.
Niditos
Para encontrar a los gatos del Congreso, lo más fácil es dirigirse al salón comedor del edificio nuevo. Antes, solían instalarse en la cafetería del quinto piso. Pero hace un año que la cerraron porque —según recuerda un empleado de la casa— “el ambiente de puterío ya era insoportable”.
La mayor parte de las chicas —ya sea por desconocimiento o falta de contactos— aguarda en los bares de la zona. Las que prefieren a los senadores curten el café de Hipólito Yrigoyen, que está justo en frente de la salida de la Cámara Alta, después de la hora de almuerzo. Las que aspiran a un diputado, en cambio, aguardan en el Bar del Recinto o en Casablanca, sobre la avenida Rivadavia.
De cualquier manera, es muy raro que algún legislador quiera “quemarse” transando personalmente. Entonces entran a tallar secretarios, asesores y algún que otro periodista de pocos escrúpulos dispuesto a cobrar más tarde el favor, canjeándolo por primicias en la información.
Para quienes no se dejan intimidar por los fastos de la institución, el despacho del diputado parece ser un lugar óptimo para los amoríos. De hecho, las anécdotas eróticas son pan caliente en las dos Cámaras. Las mayores críticas al respecto se las lleva un pope del peronismo con aspecto yuppie. Sus enemigos juran que ya es norma que lo tenga a uno haciendo banco en la oficina de sus asesores “porque se la pasa cogiendo”.
La oficina de los secretarios y asesores, ubicada un piso más arriba que la de los diputados, pero con comunicación interna vía escaleras, sirve en ciertos casos para atajar sorpresas desagradables. Así cuentan que logró zafar, hace dos años, un diputado que terminó de vestirse en el pasillo cuando escuchó la voz de su esposa en el piso de arriba. Menos suerte tuvo, en los primeros años de democracia, un ex diputado peronista por la Capital que, en el arrebato, olvidó correr las cortinas de su oficina. A través del ventanal ofreció al público ocasional un festival porno gratis y con fellatio incluida.
De clase
No todos los gatos estables han logrado la misma jerarquía. Así como hay legisladores de primera, segunda y tercera, también hay “secretarias” que corresponden a diferentes categorías. Al Beto Imbelloni supo tocarle en suerte la hija de un conocidos boxeador, ya fallecido, que hasta noviembre del 83 hacía strip tease en un cabaret clase Z. Si en cambio el hombre es presidente de bloque o aparece a menudo por televisión, puede acceder al mundo de la farándula donde circulan, como se sabe, los gatos mejor cotizados. Hasta hace pocos meses una de las rubias más caras del ambiente —a quien se le atribuye inclusive un romance con el presidente Carlos Menem— ostentaba un cargo “ñoqui” en el Congreso.
Un viejo funcionario explicó las diferencias ante El Porteño en términos un tanto más clasistas: “Los peronistas son los que tienen más gatos y son los más ostensibles. Salvo excepciones, las minas de los perucas son grasas, porque la mayoría de ellos son grasas. En cambio los radicales, que son todos por su origen de clase media, tienen minas más finas. Algunas hasta andan con libros abajo del brazo. Ni hablar de las de la UCeDé”.
Entre las chicas hay, además, una categoría aparte: los gatos de los servicios. Dicen los versados en lides parlamentarias que a estas se las reconoce fácilmente —más allá de la costosa ropa que usan— porque “al menos podés mantener una conversación de cinco minutos. En general, son bastante más piolas y educadas. Los gatos auténticos, en cambio, son de madera”.
Tal diferencia intelectual responde básicamente a que los gatos-service deben aprobar algún cursillo de relaciones públicas y de cultura general antes de pasar a ser módicas Matta Haris vernáculas. En general pertenecen a la SIDE o a la Policía Federal. Ninguna de las tres Fuerzas Armadas posee en cambio gatos propios. No es una cuestión moral: los uniformados no necesitan recurrir a este método porque practican el viejo truco del “lobby”, que les ofrece mayores réditos.
Los gatos de los servicios suelen aparecer por primera vez, los días de sesión, en el Salón de los Pasos Perdidos. Si algún entrometido las interroga sobre las razones de su estadía en un lugar tan aburrido, las chicas confiesan ser estudiantes de sociología, ciencias políticas o periodismo. Pasado el sofocón, siguen esperando que algún político las mande a llamar por el correveidile que nunca falta.
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